Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Mucho antes del 28 de diciembre, el día en que el Secretario de Estado, John Kerry, subió al podio del Auditorio Dean Acheson, en Washington DC, para pontificar sobre el incierto futuro de la solución de los dos Estados y la necesidad de salvar a Israel de sí mismo, el tema de un Estado palestino había algo recurrente.
En realidad, a diferencia de lo que habitualmente se cree, el impulso para establecer un Estado palestino y un Estado judío, uno al lado del otro, se remonta a años antes de que las Naciones Unidas aprobaran la Resolución 181 en noviembre de 1947. La tristemente célebre Resolución pedía la partición de Palestina en tres entidades: un Estado judío, un Estado palestino y un régimen internacional que gobernara Jerusalén.
Una lectura más a fondo de la historia podría precisar múltiples referencias al Estado palestino (o árabe) entre el río Jordán y el mar Mediterráneo.
La idea de dos Estados es occidental por excelencia. Ningún partido ni dirigente palestino pensó nunca siquiera que partir laTierra Santa fuera una opción. Esa idea parecía absurda entonces, en parte porque, como muestra Ilan Pappe en su libro «La limpieza étnica de Palestina«, «en 1947, casi toda la tierra cultivada en Palestina estaba en manos de la población indígena, mientras que sólo el 5,8% era de propiedad judía».
Una referencia anterior, pero igualmente importante, al Estado palestino se hacía en la Comisión Peel, una comisión británica de investigación dirigida por Lord Peel, enviado a Palestina para investigar las razones tras la huelga general, levantamiento y posterior rebelión armada iniciada en 1936 y que duró casi tres años.
Las «causas subyacentes de los disturbios» fueron dos, decidió la comisión: el deseo palestino de independencia y el «odio y temor a que se estableciera un hogar nacional judío». Esto último fue lo que prometió el gobierno británico a la Federación Sionista de Gran Bretaña e Irlanda en 1917, promesa conocida como «Declaración Balfour».
La Comisión Peel recomendó la partición de Palestina en un Estado judío y un Estado palestino, que se incorporaría a Transjordania, con enclaves reservados al gobierno del Mandato británico.
En el tiempo transcurrido entre esa recomendación hace ochenta años y la advertencia de Kerry de que la solución de los dos Estados está «en grave peligro», poco se ha hecho en términos de medidas prácticas para establecer un Estado palestino. Peor aún, EEUU ha utilizado su poder de veto en la ONU de forma repetida para impedir su establecimiento, a la vez que utilizaba su poder político y económico para intimidar a otros países e impedir que reconocieran (aunque fuera simbólicamente) a un Estado palestino. Ha jugado además un papel fundamental en la financiación de los ilegales asentamientos judíos en Cisjordania y Jerusalén; todo lo cual ha convertido la existencia de un Estado palestino en algo prácticamente imposible.
La cuestión ahora es: ¿Por qué Occidente continúa echando mano de la solución de los dos Estados como parámetro político para la resolución del conflicto israelo-palestino, mientras, al mismo tiempo, se asegura de que su propia prescripción para la resolución del conflicto no se haga nunca realidad?
La respuesta radica en parte en el hecho de que la solución de los dos Estados no se concibió nunca para llevarla a cabo. Al igual que el denominado «proceso de paz» y otras pretensiones, tenía como objetivo fomentar la idea entre palestinos y árabes de que hay una meta por la que merece la pena luchar, aunque sea inalcanzable.
Pero incluso esa meta estaba en sí condicionada a un conjunto de exigencias que, para empezar, no eran realistas. Históricamente, los palestinos tenían que renunciar a la violencia (a su resistencia armada frente a la ocupación militar de Israel), aceptar las diversas resoluciones de las Naciones Unidas (aunque Israel rechazara esas mismas resoluciones), aceptar el «derecho» de Israel a existir como Estado judío, etc. Ese Estado palestino aún no establecido debía también estar desmilitarizado, dividido entre Cisjordania y Gaza y debía excluir la mayor parte de la Jerusalén Oriental Ocupada.
También se han venido ofreciendo muchas nuevas soluciones «creativas» para aliviar cualquier temor israelí de que el inexistente Estado palestino, en caso de establecerse, pudiera representar en algún momento una amenaza para Israel. En ocasiones, las discusiones se centraron en una confederación entre Palestina y Jordania; en otras, como la propuesta más reciente del presidente del Partido del Hogar Judío, el ministro israelí Naftali Bennett, en convertir Gaza en un Estado propio y anexionar a Israel el 60% de Cisjordania.
Y cuando los aliados de Israel, frustrados por el aumento allí del ala derechista y por la obstinación del primer ministro Benjamin Netanyahu, insisten en que el tiempo para la solución de los dos Estados se está agotando, manifiestan tal preocupación en forma de amor firme. La actividad de asentamientos de Israel está «consolidando cada vez más una realidad irreversible de un solo Estado», dijo Kerry en su importante discurso político del pasado mes.
Esa realidad obligaría a Israel a comprometerse con la identidad judía del Estado (como si el hecho de que un Estado democrático moderno tenga una identidad étnico/religiosa fuera una condición previa común) o tener que lidiar con ser un Estado de Apartheid (como si tal realidad no existiera ya de todas formas).
Kerry advirtió a Israel de que, finalmente, le quedará la opción de colocar a los palestinos «bajo una ocupación militar permanente que les priva de las libertades más básicas», allanando así el terreno para un escenario «separado y desigual».
No obstante, a pesar de las advertencias de que la posibilidad de la solución de los dos Estados se está desintegrando, pocos se molestan en intentar comprender la realidad desde una perspectiva palestina. Para los palestinos, el debate de que Israel tenga que elegir entre ser democrático y judío es absurdo. Para ellos, la democracia de Israel se aplica totalmente a sus ciudadanos judíos y a nadie más, mientras los palestinos llevan décadas sobreviviendo detrás de muros, vallas, prisiones y enclaves sitiados, como la Franja de Gaza.
Y con dos legislaciones, normas y realidades distintas aplicables a dos grupos separados en la misma tierra, el escenario de Apartheid «separado pero desigual» de Kerry se produjo ya en el momento en el que se estableció Israel en 1948.
Según una reciente encuesta, hartos de las ilusiones de sus propios líderes fallidos, dos terceras partes de los palestinos están ahora de acuerdo en que la solución de los dos Estados no es viable. Y ese margen sigue creciendo de forma tan rápida como la empresa masiva de asentamientos ilegales que salpican la Cisjordania Ocupada y Jerusalén.
No se trata de un argumento contra la solución de los dos Estados, porque tal solución sólo era un ardid para pacificar a los palestinos: comprar tiempo y delimitar el conflicto en un horizonte político de espejismo. Si EEUU hubiera estado a favor de la solución de los dos Estados, habría luchado vehementemente para hacerla realidad hace décadas.
Decir que la solución de los dos Estados está ya muerta es suscribir la ilusión de que una vez estuvo viva y era posible.
Dicho esto, le corresponde a cada uno comprender que la coexistencia en un Estado democrático no es un escenario sombrío que pueda perjudicar a la región.
Es hora ya de abandonar ilusiones inalcanzables y centrarnos con todas las energías en luchar por una convivencia basada en la igualdad y justicia para todos.
Así es, puede existir un Estado entre el río y el mar, un Estado democrático para todos los seres que en él viven, independientemente de su etnia o de sus creencias religiosas.
El Dr. Ramzy Baroud lleva veinte años escribiendo sobre Oriente Próximo. Es un columnista internacional, asesor de medios de comunicación, autor de varios libros y cofundador de PalestineChronicle.com. Su último libro es My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story (Pluto Press, London). Su página web es www.ramzybaroud.net
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