No es difícil entender por qué son tantas las reflexiones que celebran con alegría el triunfo electoral de Barack Obama: la simple certificación de que pone fin a unos años singularmente aciagos, los protagonizados por George Bush hijo, es más que suficiente explicación al respecto. Se impone ahora, sin embargo, una tarea delicada: evaluar […]
No es difícil entender por qué son tantas las reflexiones que celebran con alegría el triunfo electoral de Barack Obama: la simple certificación de que pone fin a unos años singularmente aciagos, los protagonizados por George Bush hijo, es más que suficiente explicación al respecto.
Se impone ahora, sin embargo, una tarea delicada: evaluar por dónde saldrá Obama cuando, el 20 de enero, se convierta en presidente de Estados Unidos.
La cuestión, si así se quiere, tiene dos caras: mientras la primera nos obliga a interrogarnos por el programa que el recién elegido se propone desplegar, la segunda se pregunta, acaso anticipando lo peor, por el margen de tolerancia que exhibirán, de necesitarlo, lo que antes llamábamos poderes fácticos.
Dejo a merced del lector la consideración de esto último y, para moverme sobre seguro, me limito a glosar, con las cautelas que procedan, la propuesta programática de Obama.
Hace un año, cuando el objetivo era marcar distancias con Hillary Clinton, el ahora elegido presidente asumió un tono radical que hizo que, por primera vez en muchísimo tiempo, se generase la ilusión de que algo cambiaba, de verdad, en Estados Unidos.
Después, y una vez el camino empezó a allanarse, la oferta de Obama empezó a exhibir centrismo por todas partes, algo al poco refrendado por la conservadora elección de Joe Biden como vicepresidente.
Piénsese, si no, en un prescindible programa económico que preconiza reducciones fiscales para los ciudadanos norteamericanos que ganen menos de 250.000 dólares anuales…; difícil resulta interpretar ese programa como una esperanza seria para los indigentes de siempre. Recuérdese el inequívoco apoyo de Obama a la operación de rescate que ha tenido por beneficiario a un puñado de instituciones financieras y que podría permitir que estas últimas, más pronto que tarde, vuelvan a las andadas.
Subráyese el firme respaldo que el entonces candidato dispensó a la seguridad de Israel, en abierta despreocupación por la de los vecinos de éste. Léase como corresponde su coqueteo con un eventual aplazamiento de la retirada de Irak, acompañada, por si poco fuere, de un compensador redespliegue de soldados en Afganistán.
Certifíquese que Obama desea reducir la dependencia energética que su país arrastra, pero en modo alguno está dispuesto a revisar los privilegios de la industria del automóvil ni a reclamar reducciones en el consumo.
Y tómese nota, en fin, de cómo en el debate sobre política exterior celebrado en septiembre por los candidatos demócrata y republicano la pobreza y el hambre en el mundo no se asomaron ni por casualidad.
Aunque el final de la era de Bush es en sí misma una buena noticia, sobran las razones para huir de la ilusión desbocada, tanto más cuanto que Barack Obama es hoy -bien se han percatado de ello muchos votantes- una opción que para nada inquieta al capitalismo norteamericano.
Hace unos meses se publicó en Estados Unidos un libro de título llamativo: The Age of Reagan: A History, 1974-2008. Su autor, Sean Wilentz, no tiene al parecer problema mayor en situar bajo el manto protector de Reagan las presidencias de los demócratas Carter y Clinton.
Bueno será que cuando, luego de otros tres decenios, los historiadores se lancen a la tarea de contarnos lo que hoy aparentemente empieza, Barack Obama haya inaugurado, sin margen para la duda, una época nueva. No lo demos, sin embargo, por descontado.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política