Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Introducción del editor de Tom Dispatch
Por lo menos una vez por semana – sospecho que desde hace tiempo – los dirigentes chinos deben salir por las calles de la Ciudad Prohibida de Beijing, a cantar, bailar y rezar a los dioses (geo) políticos que llevaron al gobierno de Bush al agujero negro (dorado) de Iraq. Sin Iraq, no cabe duda de que hubiésemos oído mucho más durante estos últimos años sobre la «amenaza china» de parte de los neoconservadores. Sin Iraq, Latinoamérica, también, sería indudablemente un sitio muy diferente.
Hace algunos años, era evidente que las dos antiguas superpotencias de la Guerra Fría estaban perdiendo el control sobre que los rusos gustaban de llamar su «extranjero cercano» (los Estados del Báltico, Europa Oriental, y Asia Central) y los estadounidenses preferían llamar su «patio trasero» (Latinoamérica). A pesar de refunfuños sobre, y un intento de, un golpe contra, Hugo Chávez (y otro contra Jean-Bernard Aristide de Haití), Latinoamérica ha vivido, desde 2001, tan cerca de un abandono benigno por parte de Washington como pueda ser imaginado. En esos años, han comenzado a formarse nuevos bloques, el más sorprendente de los cuales podría ser un creciente conjunto de democracias tendientes a la izquierda en Latinoamérica, determinadas a dedicarse a sus propios intereses colectivos, no a cualquier cosa que se proponga el gobierno de Bush.
A medida que Rusia se alzó de las cenizas como una superpotencia energética y comenzó a utilizar su control sobre el gas natural para aplicar una presión renovada sobre partes de su antiguo «extranjero cercano,» EE.UU. distraído se ha mantenido algo moroso respecto al estado de su patio trasero. Vale la pena señalar, sin embargo, que el Pentágono acaba de reconstituir oficialmente la «Cuarta Flota de EE.UU.» – para el Caribe y las costas de Centroamérica y Sudamérica, «después de un sopor de casi 60 años.» Por el momento, sigue siendo un gesto simbólico con el que se pretende, como ha dicho el contralmirante James Stevenson, enviar «la señal adecuada, incluso a gente de la que se sabe que no es necesariamente nuestra mayor partidaria.»
En cuanto al patio de quién resulte ser Latinoamérica en los años por venir, si será el de alguien, dejemos que Greg Grandin, autor de ese libro indispensable sobre el papel imperial de EE.UU. en Latinoamérica: «Empire’s Workshop,» se ocupe del tema con su inteligencia usual. Tom
¿Está realmente muerta la Doctrina Monroe?
¿Cómo será la Doctrina Obama?
Greg Grandin
Busca en Google «desatención,» «Washington,» y «Latinoamérica,» y serás llevado a miles de llamados desgarradores de políticos y expertos para que Washington «preste más atención» a la región. Es verdad que Richard Nixon dijo una vez que «a la gente le importa un carajo» el lugar. Y su Consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, dijo sarcásticamente que Latinoamérica es un «puñal que apunta al corazón de la Antártica.» Pero Kissinger también hizo el mismo chiste sobre Chile, Argentina, y Nueva Zelanda – y, de los tres países, sólo el último no sufrió asesinatos políticos generalizados como resultado de sus políticas, un alto precio que pagar por un lugar supuestamente tan insignificante.
Latinoamérica, en los hechos, ha sido indispensable para la evolución de la diplomacia de EE.UU. Se refieren a menudo a la región como «patio trasero» de EE.UU., pero una metáfora mejor sería «reserva estratégica» de Washington, el sitio donde coaliciones ascendentes de política exterior se reagrupan y alteran los contornos del poder de EE.UU., después de momentos de crisis global.
Cuando la Gran Depresión tuvo a EE.UU. al borde del abismo, por ejemplo, los diplomáticos del Nuevo Trato elaboraron en Latinoamérica los fundamentos del multilateralismo liberal, un marco diplomático que Washington llegaría a introducir con mucho éxito en otros sitios después de la Segunda Guerra Mundial.
En los años ochenta, la primera generación de neoconservadores se dirigió a Latinoamérica para materializar sus fantasías de «retroceso» – no sólo contra el comunismo, sino contra una política exterior multilateralista tambaleante. Fue en gran parte en una Centroamérica agitada por insurgencias izquierdistas donde la Nueva Derecha desarrolló por primera vez los principios fundacionales de lo que, después del 11-S, llegó a ser conocido como la Doctrina Bush: el derecho a librar la guerra unilateralmente en términos altamente moralistas.
Una vez más nos encontramos ante encrucijadas históricas. Un poder menguante – esta vez causado, en parte, por una sobre-extensión militar – enfrenta a una Latinoamérica movilizada; y, ante un cambio de régimen en EE.UU., con la coalición neoconservadora de George W. Bush en ruinas después de ocho años de gobierno desastroso, los pretendientes a responsables políticos vuelven a mirar hacia el sur.
Adiós a todo eso
«La era de EE.UU. como influencia dominante en Latinoamérica ha pasado,» dice el Consejo de Relaciones Exteriores [CFR, por sus siglas en inglés], en un nuevo informe repleto de sugerencias políticas sobrias sobre maneras como EE.UU. puede recobrar su influencia decreciente en una región que desde hace tiempo pretende que es suya.
Latinoamérica es gobernada actualmente en su mayor parte por gobiernos de izquierda o de centroizquierda que difieren en política y estilo – desde el populismo de Hugo Chávez en Venezuela al reformismo de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y Michelle Bachelet en Chile. Pero todos comparten un objetivo común: hacer valer más autonomía de EE.UU.
Los latinoamericanos atraen ahora inversiones de China, abren mercados en Europa, discrepan de la Guerra contra el Terror de Bush, estancan el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas, y marginan al Fondo Monetario Internacional que, durante las últimas décadas, ha servido de estratagema a Wall Street y al Departamento del Tesoro.
Y eligen a presidentes como Rafael Correa en Ecuador, quien recientemente anunció que su gobierno no renovará el acuerdo para la Base Aérea Manta, la base militar más destacada de EE.UU. en Sudamérica. Correa había sugerido anteriormente que, si Ecuador podía establecer su propia base en Florida, consideraría la extensión del acuerdo. Cuando Washington respingó, Correa ofreció Manta para una concesión china, sugiriendo que la pista aérea podría ser convertida en una «puerta a Latinoamérica de China.»
En el pasado, una desfachatez semejante habría sido considerada como una clara violación de la Doctrina Monroe, proclamada en 1823 por el presidente James Monroe, quien declaró que Washington no permitiría que Europa volviera a colonizar ninguna parte de las Américas. En 1904, Theodore Roosevelt actualizó la doctrina para justificar una serie de invasiones y ocupaciones en el Caribe. Y los presidentes Dwight Eisenhower y Ronald Reagan la invocaron para validar golpes y otras operaciones clandestinas de la CIA durante la Guerra Fría.
Pero las cosas han cambiado. «Washington no puede perder a Latinoamérica,» dice el informe del CFR, «ni Washington tiene que salvarla.» La Doctrina Monroe, declara, es «obsoleta.»
Buenas noticias para Latinoamérica, se podría pensar. Pero la última vez que alguien del CFR, que desde su fundación en 1921 ha representado la opinión dominante en política extranjera, declaró difunta la Doctrina Monroe, el resultado fue genocidio.
Llegan los círculos dominantes liberales
Tuvo que ser Sol Linowitz quien dijo, en 1975, como presidente de la Comisión de Relaciones entre EE.UU. y Latinoamérica, que la Doctrina Monroe era «inapropiada e irrelevante ante las realidades cambiadas y las tendencias del futuro.»
La poco recordada Comisión Linowitz estaba compuesta de respetados académicos y empresarios de lo que era llamado en aquel entonces el «establishment liberal.» Sólo fue una parte de un intento más amplio de la elite de la política exterior de EE.UU. de responder a las crisis sucesivas de los años setenta – la derrota en Vietnam, el creciente nacionalismo en el tercer mundo, la competencia asiática y europea, los precios de la energía en rápido aumento, la caída del dólar, el escándalo Watergate, y el disenso en el interior. Enfrentado a un abrupto colapso de la legitimidad global de EE.UU., el CFR, junto con otros ‘think-tanks’ de la línea dominante como el Brookings Institute y la recién formada Comisión Trilateral, presentó una serie de propuestas que podrían contribuir a que EE.UU. estabilizara su autoridad, mientras permitía «una evolución sin problemas y pacífica del sistema global.»
Existía un consenso generalizado entre los intelectuales y los dirigentes corporativos afiliados a esas instituciones de que el tipo de fervor anticomunista que había llevado a EE.UU. al desastre en Vietnam debía ser controlado, y que había que elaborar «nuevas formas de gestión común» entre Washington, Europa, y Japón. Propugnadores de un orden mundial más tranquilo venían del mismo bloque corporativo que respaldaba al Partido Demócrata y al ala Rockefeller del Partido Republicano.
Esperaban que una normalización de la política global detuviera, si no invirtiera, la erosión de la posición económica de EE.UU. La desescalada militar liberaría ingresos públicos para inversiones productivas, mientras hacía frente a presiones inflacionarias (que asustaban a los gerentes de valores de los bancos multinacionales). Relaciones mejoradas con el bloque comunista abrirían la URSS, Europa Oriental, y China, al comercio y a la inversión. Existía también un acuerdo general en que Washington debería dejar de ver al socialismo del Tercer Mundo a través del prisma del conflicto de la Guerra Fría con la Unión Soviética.
En ese momento, a través de toda Latinoamérica, los izquierdistas y los nacionalistas exigían, como lo hacen ahora, una distribución más equitativa de la riqueza global. A fin de que no se extendiera la radicalización, el director ejecutivo de la Comisión Trilateral, Zbignew Brzezinski, quien pronto sería consejero de seguridad nacional del presidente Jimmy Carter, argumentó que sería «sabio que EE.UU. hiciera un acto explícito de abandono de la Doctrina Monroe.» La Comisión Linowitz estuvo de acuerdo y presentó una serie de recomendaciones con ese fin – incluyendo la devolución del Canal de Panamá a Panamá y una disminución de la ayuda militar de EE.UU. a la región – que definirían en gran parte la política latinoamericana de Carter.
Mutis del establishment liberal
Por cierto, no fue el liberalismo corporativo sino más bien un militarismo resurgente y revanchista de la derecha lo que finalmente ofreció la solución más coherente y, durante un cierto tiempo, exitosa a las crisis de los años setenta.
Uniendo a una coalición creciente de anticomunistas de la vieja escuela, partidarios del orden público, de neoconservadores de la primera generación, y de evangélicos recientemente fortalecidos, la Nueva Derecha organizó un conjunto en metástasis permanente de comités, fundaciones, institutos y revistas que se concentró en temas específicos – las negociaciones de desarme nuclear SALT II, el Tratado del Canal de Panamá, y el propuesto sistema de misiles MX, así como la política de EE.UU. en Cuba, Sudáfrica, Rodesia, Israel, Taiwán, Afganistán, y Centroamérica. Todos estaban ampliamente comprometidos con el desquite por la derrota en Vietnam (y la «puñalada por la espalda» de los medios liberales y del público en el interior). También se proponían restaurar un propósito ético a la diplomacia estadounidense.
Como lo habían hecho los liberales corporativos, ahora los intelectuales conservadores miraron hacia Latinoamérica para poner a punto sus ideas. La embajadora del presidente Ronald Reagan ante la ONU, Jeane Kirkpatrick, por ejemplo, se concentró sobre todo en Latinoamérica al presentar los principios fundacionales del pensamiento neoconservador moderno. Fue particularmente dura con Linowitz, quien, dijo, representaba el «espíritu internacionalista desinteresado» del «apaciguamiento» – una palabra que vuelve a sonar entre nosotros. Su informe, insistió, significaba «abandonar la perspectiva estratégica que había conformado la política de EE.UU. desde la Doctrina Monroe hasta antes del gobierno de Carter, al centro de la cual había una concepción del interés nacional y una creencia en la legitimidad moral de la defensa.»
Al principio Brookings, el CFR, y la Comisión Trilateral, así como la Mesa Redonda Empresarial, fundada en 1972 por la flor y nata de los directores ejecutivos, se opusieron al impulso por remilitarizar la sociedad estadounidense, pero, a fines de los años setenta, se hizo evidente que la «normalización» no había logrado resolver la crisis económica global. Europa y Japón no se preocupaban de estabilizar el dólar, y las economías de Europa Oriental, la URSS, y China, eran demasiado anémicas para absorber suficientes cantidades de capital estadounidense o servir de socios comerciales lucrativos. Durante todos los años setenta, firmas financieras como el Chase Manhattan Bank de los Rockefeller se vieron inundadas de petrodólares depositados por Arabia Saudí, Irán, Venezuela, y otras naciones exportadoras de petróleo. Tenían que hacer algo con todo ese dinero, pero la economía de EE.UU. seguía lenta, y gran parte del Tercer Mundo era zona prohibida.
Por lo tanto, después de la victoria presidencial de Ronald Reagan en 1980, los responsables políticos e intelectuales de la línea dominante, muchos de ellos auto-descritos como liberales, llegaron a respaldar cada vez más la agenda interior y exterior de la Revolución de Reagan: vaciar el Estado de bienestar, aumentar los gastos de defensa, abrir el Tercer Mundo al capital de EE.UU. y acelerar la Guerra Fría.
Una década después que la Comisión Linowitz proclamara que la Doctrina Monroe ya no era viable, Ronald Reagan la invocó para justificar el patrocinio de su gobierno para asesinos anticomunistas en Nicaragua, Guatemala y El Salvador. Unos pocos años después que Jimmy Carter anunciara que EE.UU. se había «liberado de ese desmedido temor del comunismo,» Reagan citó a John F. Kennedy diciendo que: «la dominación comunista en este hemisferio no será jamás negociada.»
Reagan patrocinó ilegalmente a los Contras – los asesinos a los que saludó como «el equivalente moral de los padres fundadores de EE.UU.» y los envió a desestabilizar el gobierno sandinista de Nicaragua, su gobierno financió escuadrones de la muerte en El Salvador y Guatemala, y unió, por primera vez, a los dos electorados principales de la Nueva Derecha. Los neoconservadores dieron a la resurrección por Reagan de la presidencia imperial la justificación legal e intelectual, mientras la derecha religiosa respaldaba el nuevo militarismo con energía proveniente de la base.
Esta asociación fue erigida primero – tal como ha continuado más recientemente en Iraq – sobre una montaña de cadáveres mutilados: 40.000 nicaragüenses y 70.000 salvadoreños asesinados por aliados de EE.UU.; 200.000 guatemaltecos, muchos de ellos campesinos mayas, sacrificados en una campaña de tierras arrasadas que la ONU decidió que fue genocida.
El fin de las ‘vacaciones de la historia’ de los neoconservadores
El reciente informe del CFR sobre Latinoamérica, que llega precisamente en otro momento de decadencia imperial, parece indicar una vez más un nuevo consenso emergente, similar en tono al de los años setenta, después de Vietnam. En cada dimensión aparte de la militar, argumenta el editor de Newsweek, Fareed Zacharia,
en su nuevo libro: «The Post-American World»: «la distribución del poder está cambiando, alejándose de la dominación estadounidense.» (Qué importa que, hace sólo cinco años, en la víspera de la invasión de Iraq, haya insistido en lo exactamente contrario – que ahora vivimos en un «mundo unipolar» en el que la posición de EE.UU. era, y seguiría siendo, «sin precedente.»)
Para usar una frase de su propio léxico, las «vacaciones de la historia» de los neoconservadores han terminado. El fiasco en Iraq, la caída del valor del dólar, el ascenso de India y China como nuevas potencias industriales y comerciales, y de Rusia como superpotencia energética, el fracaso en el intento de afianzar Oriente Próximo, precios del petróleo y del gas en vertiginoso aumento (así como precios que se disparan para otras materias primas esenciales y alimentos básicos), y la consolidación de una Europa próspera, han llevado a que se derrumben sus sueños de supremacía global.
Barack Obama es obviamente el candidato mejor colocado para alejar a EE.UU. del borde de la irrelevancia. Aunque nadie que espere un puesto en la Casa Blanca lo diría en términos tan derrotistas, la tarea histórica del próximo presidente no será ganar la Guerra Global contra el Terror del actual presidente, sino negociar el reingreso de EE.UU. a la comunidad de naciones.
Parag Khanna, un asesor de Obama, argumentó recientemente que, al maximizar su ventaja cultural y tecnológica, EE.UU. puede, con un poco de suerte, asegurarse tal vez una posición como tercer socio en un nuevo orden tripartita global en el que Europa y Asia tendrían acciones por partes iguales, un eco diferente de la posición trilateralista de los años setenta. (Olvidad esas analogías con Munich, si el electorado de EE.UU. fuera más culto en lo histórico, los republicanos sacarían más provecho al calificar a Obama, no de Neville Chamberlain, sino de Fernando VII de Espala, o Clement Richard Attlee de Gran Bretaña, cada uno de los cuales presidió sobre la decadencia imperial de su país.
De modo que hay que preguntar: Si Obama gana en noviembre y trata de implementar un despliegue más racional, menos incandescente en lo ideológico del poder estadounidense – utilizando tal vez a Latinoamérica como la escena para una nueva política – ¿provocaría de nuevo el tipo de reacción nacionalista que purgó al rockefellerismo del Partido Republicano, barrió a Jimmy Carter de la Casa Blanca, y armó los escuadrones de la muerte en Centroamérica?
Ciertamente, ya hay muchos febriles ‘think tanks’ conservadores, desde el Hudson Institute a la Heritage Foundation, que doblarían las cruzadas de Bush como un camino para salir del actual lío. Pero en los años setenta, la Nueva Derecha estaba en ascenso; hoy en día, se descompone visiblemente. Luego, podría cargar la responsabilidad por la profunda y prolongada crisis que afectó a EE.UU. sobre las espaldas del «establishment,» mientras ofrece soluciones – más acumulación de armas, un nuevo empuje hacia el Tercer Mundo, y fundamentalismo de libre mercado – que condujeron a gran parte de ese establishment a su órbita.
En la actualidad, la derecha reconoce totalmente la actual crisis, junto con su causa más inmediata, la Guerra de Iraq. Incluso si John McCain lograra vencer por un pelo en noviembre, sería el equivalente funcional no de Reagan, que encarnó un movimiento en marcha, sino de Jimmy Carter, tratando desesperadamente de mantener unida una coalición desgastada.
El sitio en el que es más evidente la decadencia de la derecha como fuerza intelectual es en los arrebatos de cólera que sufre frente a los progresos de la izquierda – o de China – en Latinoamérica. La vitalidad segura de sí misma con la que Jeane Kirkpatrick utilizó a Latinoamérica para inmovilizar al gobierno de Carter ha sido reemplazada por los chillidos desesperados, de oropel, de la desesperanza. «¿Quién perdió a Latinoamérica?» pregunta Frank Gaffney del Centro para la Política de Seguridad – a casi cada persona que encuentra. La región, dice, es ahora «un magneto para terroristas islamistas y un caldo de cultivos para movimientos políticos hostiles… El líder crucial es Chávez, el multimillonario dictador de Venezuela que ha declarado una yihád latina contra EE.UU.»
Diplomacia que recurre a «comillas que asustan»
Pero sólo el que sea poco probable que la derecha despliegue de nuevo su bandera sobre Latinoamérica no significa que la diplomacia hemisférica de EE.UU. vaya a ser desmilitarizada. Después de todo, fue Bill Clinton, no George W. Bush, quien, a pedido de Lockheed Martin, revocó una prohibición del gobierno de Carter (basada en recomendaciones del informe de Linowitz) sobre la venta de armamentos de alta tecnología a Latinoamérica. Eso, por su parte, provocó una carrera armamentista imprudente y despilfarradora en el Cono Sur. Y fue Clinton, no Bush, quien aumentó dramáticamente la ayuda militar al asesino gobierno colombiano y a mercenarias corporativas como Blackwater y Dyncorp, escalando aún más la descaminada «guerra contra la droga» de EE.UU. en Latinoamérica.
De hecho, una rápida comparación entre el informe de Linowitz y el nuevo estudio del CFR sobre Latinoamérica suministra un modo aleccionador para medir hasta qué punto el «establishment liberal» ha pasado a la derecha durante las últimas tres décadas. El CFR aconseja admirablemente a Washington que normalice relaciones con Cuba y colabore con Venezuela, mientras minimiza la posibilidad de que «terroristas islámicos» utilicen el área como escala – una antigua fantasía de los neoconservadores. (Douglas Feith, ex subsecretario del Pentágono, sugirió que, después del 11-S, EE.UU. postergara la invasión de Afganistán y en lugar de hacerlo bombardeara Paraguay, que tiene una gran comunidad chií, sólo para «sorprender» a la suní al-Qaeda).
Sin embargo, en circunstancias que el informe Linowitz provocó la ira de gente como Jeane Kirkpatrick al escribir que EE.UU. no debiera tratar de «definir los límites de diversidad ideológica para otras naciones» y que los latinoamericanos «son capaces de evaluar, y lo harán, los méritos y desventajas del enfoque cubano,» el CFR es mucho menos dispuesto a aceptar nuevas ideas. Insiste en presentar a Venezuela como un problema que EE.UU. debe encarar – a pesar de que el gobierno en Caracas es reconocido como legítimo por todos y es considerado como aliado, incluso estrecho, por la mayoría de los países latinoamericanos. Los latinoamericanos podrán «saber lo que es mejor para ellos mismos,» como concede el nuevo informe, pero Washington sigue sabiéndolo mejor, y por lo tanto debería respaldar temas de «justicia social» como un medio para hacer que los venezolanos y otros latinoamericanos se aparten de Chávez.
El que el informe del CFR coloque regularmente la «justicia social» entre comillas que asustan sugiere que utiliza la expresión sobre todo como un truco de mercadeo – algo como «Nueva Coca-Cola» – que para indicar que los bancos y las corporaciones de EE.UU. estén dispuestos a hacer concesiones sustanciales a los nacionalistas latinoamericanos. Hace siete décadas, Franklin Roosevelt apoyó el derecho de los países latinoamericanos a nacionalizar intereses de EE.UU., incluyendo propiedades de Standard Oil en Bolivia y México, diciendo que era hora de que otros en el hemisferio obtuvieran «su justa parte.» Hace tres décadas, la Comisión Linowitz recomendó el establecimiento de un «código de conducta» que definiera las responsabilidades de compañías extranjeras en la región y que reconociera el derecho de los gobiernos a nacionalizar industrias y recursos.
El CFR, al contrario, desprecia los esfuerzos mucho más limitados de Chávez de crear compañías conjuntas con las multinacionales petroleras, y no ofrece nada a cambio excepto papilla para bebés. Su recomendación central – orientada a cultivar a Brasil como una posible ancla para un orden hemisférico pos-Bush, pos-Chávez – insta a abolir subsidios y aranceles que protegen a la agroindustria estadounidense a fin de promover una «Asociación de Biocombustible» con el colosal sector agrícola de Brasil.
Sería un desastre medioambiental, que llevaría grandes plantaciones mecanizadas cada vez más profundo dentro de la cuenca del Amazonas, y no contribuiría en nada a generar puestos de trabajo decentes o a distribuir la riqueza de un modo más justo.
Dominado por representantes del sector financiero de la economía de EE.UU., el Consejo recomienda poco que vaya más allá de continuar con las fracasadas políticas corporativas de «libre comercio» de los últimos veinte años – y, en este caso, las ‘comillas que asustan’ son justificadas porque lo que están propugnando es tan libre como sólo puede ser la «justicia social» corporativa.
¿Una Doctrina Obama?
Hasta ahora Barack Obama promete poco que sea mejor. Hace unas pocas semanas, viajó a Miami para pronunciar un importante discurso sobre Latinoamérica ante la «Fundación Nacional Cubano Americana«. No se puede decir que haya sido un sitio de reunión auspicioso para un discurso que prometía «involucrar a la gente de la región con el respeto debido a un socio.»
Seguramente sus prioridades para la participación humana habrían sido diferentes si se hubiera dirigido no a los acaudalados exiliados derechistas cubanos sino a un público, digamos, del tipo de los inmigrantes latinos en Los Ángeles que han revitalizado el movimiento laboral de EE.UU., o de familias centroamericanas en Postville, Iowa, donde autoridades de inmigración y del Departamento de Justicia realizaron recientemente una masiva redada en una planta embaladora de carne, arrestando a unos 700 trabajadores indocumentados. Obama pidió una reforma exhaustiva de la inmigración y prometió cumplir con la agenda de las Cuatro Libertades de hace 68 años, de Franklin Roosevelt, incluyendo la socialdemocrática «libertad de la necesidad.» Pero pasó gran parte de su discurso satisfaciendo a su público cubano.
Ignorando el consejo no exactamente radical del CFR, el candidato prometió mantener el embargo contra Cuba. Y luego fue más lejos. Sonando un poco como Frank Gaffney, casi acusó al gobierno de Bush de «perder Latinoamérica» y de permitir que China, Europa y «demagogos como Hugo Chávez» llenen «el vacío.» Incluso sacó a relucir el espectro de la influencia iraní en la región, al señalar que «recién el otro día Teherán y Caracas lanzaron un banco conjunto con sus beneficios inesperados del petróleo.»
Sea cual sea la opinión que uno tenga de Hugo Chávez, cualquier diplomacia que afirma que toma en serio la opinión latinoamericana tiene que reconocer una cosa: La mayor parte de los dirigentes de la región no sólo no lo ven como un «problema,» sino se le han unido en importantes iniciativas económicas y políticas como el Banco del Sur, una alternativa al Fondo Monetario Internacional y la Unión de Naciones Sudamericanas, modelada según la Unión Europea, establecida hace sólo dos semanas. Y cualquier presidente de EE.UU. que sea sincero en su deseo de ayudar a los latinoamericanos a librarse de la «necesidad» tendrá que trabajar con la izquierda latinoamericana – en todas sus variedades.
Pero de aún más mal agüero que la pose de Obama sobre Venezuela es su opinión sobre Colombia. Los críticos han señalado hace tiempo que los miles de millones de dólares suministrados a las fuerzas de seguridad colombianas para derrotar a la insurgencia de las FARC y restringir la producción de cocaína, cortarían las alas a un fin negociado de la guerra civil en ese país y provocarían potencialmente su escalada a países andinos vecinos. Es exactamente lo que sucedió en marzo pasado, cuando el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, ordenó el bombardeo de un campamento rebelde situado en Ecuador (posiblemente con apoyo logístico de EE.UU. suministrado desde la Base de la Fuerza Aérea en Manta, lo que da una idea del motivo por el cual Correa quiere transferirla a China). Para justificar el ataque, Uribe invocó explícitamente el derecho de acción preventiva, unilateral, de la Doctrina Bush. Como reacción, Ecuador y Venezuela comenzaron a movilizar tropas a lo largo de sus fronteras con Colombia, llevando a la región al borde de la guerra.
Es muy interesante que en ese conflicto, una abrumadora mayoría de países latinoamericanos y caribeños se haya puesto de parte de Venezuela y Ecuador, condenando categóricamente el ataque colombiano y reafirmando la soberanía de las naciones individuales, reconocida por Franklin Roosevelt hace mucho tiempo. No por Obama, sin embargo. Esencialmente apoyó la campaña del gobierno de Bush por transformar las relaciones de Colombia con sus vecinos andinos en algo como las que Israel tiene con la mayor parte de Oriente Próximo. En su discurso de Miami, juró que «apoyará el derecho de Colombia a atacar a terroristas que busquen refugio al otro lado de sus fronteras.»
Es igualmente inquietante la aprobación de Obama a la controvertida Iniciativa de Mérida, que grupos de derechos humanos como Amnistía Internacional han condenado como una aplicación de la «solución colombiana» a México y Centroamérica, suministrando a sus militares y policías una masiva infusión de dinero para combatir la droga y las pandillas. El crimen es ciertamente un problema serio en esos países, y merece una atención considerada. Es escalofriante, sin embargo, que se ponga a Colombia – donde los escuadrones de la muerte han infiltrado todos los niveles del gobierno, y donde activistas sindicales y políticos son asesinados regularmente, – como modelo para otras partes de Latinoamérica.
Obama, sin embargo, no sólo apoya la iniciativa, quiere expandirla más allá de México y Centroamérica. «Debemos presionar también más hacia el sur,» dijo en Miami.
Parece que una vez más, como en los años setenta, los informes sobre la muerte de la Doctrina Monroe son muy exagerados.
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Greg Grandin enseña historia en la Universidad Nueva York. Es autor de «Empire’s Workshop: Latin America, the United States, and the Rise of the New Imperialism» y de «The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War.»
Copyright 2008 Greg Grandin
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