Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
La victoria de Trump se ve ensombrecida por una crisis moral aún más profunda: la complicidad bipartidista en el apoyo a las tropelías de Israel en Gaza, una postura que ha alienado a los progresistas y dañado gravemente la posición moral de Estados Unidos en todo el mundo
Los resultados de la reciente elección presidencial –marcados por la victoria de Donald Trump sobre Kamala Harris– suponen algo más que un contratiempo para el Partido Demócrata: revelan un fracaso profundamente arraigado en la cultura política estadounidense y echan por tierra el persistente mito de Estados Unidos como «la ciudad que brilla sobre una colina». Este resultado electoral subraya el arraigado racismo de Estados Unidos, la miopía de su élite política y una ceguera moral bipartidista que tolera injusticias abominables en el extranjero, en particular el genocidio en curso en Gaza. Cualquier pretensión de valores democráticos ilustrados queda emborronada, sofocada por la hipocresía y la decadencia.
La incapacidad del Partido Demócrata para presentar una alternativa creíble a Trump es poco menos que catastrófica. Durante demasiado tiempo confió en Joe Biden, cuyo visible deterioro cognitivo y avanzada edad crearon malestar, incluso entre sus partidarios. Ante un expresidente cuyo mandato estuvo marcado por la división y los impulsos autoritarios, cabría haber esperado presentar un contrincante formidable. En lugar de ello, el partido se aferró a un plan de sucesión poco inspirado, encumbrando a Kamala Harris por defecto y no por atractivo popular o genuino impulso. Este fracaso pone de relieve la creciente influencia de los intereses económicos en el partido, donde la innovación política y el liderazgo moral se sacrifican con demasiada frecuencia por el dinero de las campañas y los apoyos corporativos. ¿Cuál es el resultado? Un partido que considera la lealtad de los votantes como un hecho en lugar de algo que se gana a través de un liderazgo audaz y significativo.
Para muchos estadounidenses, la campaña de Harris carecía de consistencia, ofreciendo poco más que una continuación de la Administración Biden y una dependencia de la política de identidad más que una visión transformadora. Su condición histórica de mujer de color en una candidatura importante fue significativa, pero nunca suficiente para inspirar confianza por sí sola. Sin el carisma ni la profundidad política necesarios para atraer a un electorado desilusionado por una economía que no satisface sus necesidades, Harris se convirtió en el emblema del creciente distanciamiento del Partido Demócrata de la opinión pública estadounidense. ¿Dónde estaba el liderazgo decisivo necesario para contrarrestar el impulso populista de Trump? En lugar de dinamizar a los votantes con nuevas ideas, el partido presentó una plataforma predecible y cauta que no logró conectar con un electorado agobiado por la ansiedad económica y la desilusión cultural.
A esta desilusión se suma la aceptación tácita del Partido Demócrata de un gasto militar sin freno, que muchos estadounidenses consideran emblemático de un sistema que da prioridad a los conflictos mundiales sobre las necesidades nacionales. Cada vez son más los estadounidenses desilusionados por los billones de dólares gastados en guerras interminables –ya sea en Ucrania, Palestina o el mantenimiento de bases militares en todo el mundo– que enriquecen al complejo militar-industrial mientras millones de personas sufren la pobreza, la falta de vivienda, la inflación, la deuda estudiantil y el colapso de las infraestructuras. No hay problema para encontrar dinero para financiar la guerra en Ucrania y auxiliar a Israel, pero conseguir fondos para ayudar a los pobres o reparar la decadente infraestructura de Estados Unidos sigue siendo casi imposible. Esta desconexión entre las prioridades de gasto y las necesidades apremiantes de los ciudadanos estadounidenses no ha hecho sino agravar la desconfianza y la alienación, a pesar de que Trump no ha ofrecido ninguna solución a estos problemas acuciantes.
La reelección de Trump no es un caso atípico, sino una condena mordaz del electorado estadounidense. Su vuelta al poder demuestra que Estados Unidos está dispuesto a respaldar los aspectos más feos de su carácter: un nativismo resurgente, una xenofobia natural y un llamamiento al autoritarismo que desprecia los principios democráticos. La victoria de Trump no es sólo una declaración política, sino también cultural, que afirma los impulsos más oscuros de la sociedad estadounidense, arraigados en una larga podredumbre cultural y racial que se ha enconado sin control.
Esta decadencia está alimentada en parte por un sistema educativo y una socialización que ensalzan la falsa conciencia del excepcionalismo estadounidense. A generaciones de estadounidenses se les ha enseñado a ver a Estados Unidos como una democracia modélica, al tiempo que permanecen aislados de la verdad de sus injusticias históricas y actuales. Este mito ha generado una forma de ignorancia voluntaria que ciega a los votantes ante los problemas más profundos que asolan la nación y los prepara para apoyar a líderes como Trump, figuras que no ofrecen soluciones reales a los problemas acuciantes, pero que explotan hábilmente este patriotismo distorsionado.
La victoria de Trump se ve ensombrecida por una crisis moral aún más profunda: la complicidad bipartidista en el apoyo a las tropelías de Israel en Gaza, una postura que ha alienado a los progresistas y dañado gravemente la posición moral de Estados Unidos en todo el mundo. Durante décadas, los líderes de los dos principales partidos han perpetuado el mito de Israel como aliado democrático, incluso cuando aplica políticas que expolian y oprimen sistemáticamente a los palestinos. Aquí radica una flagrante contradicción: Estados Unidos, autoproclamado defensor mundial de los derechos humanos, sigue siendo cómplice de acciones que violan flagrantemente estos mismos principios, encubriendo su apoyo con el disfraz de la «solidaridad democrática».
Esta hipocresía es tan descarada como corrosiva y muestra la podredumbre que subyace en el núcleo de la política exterior estadounidense. Al defender una retórica de libertad al tiempo que permite que se subyugue a todo un pueblo, los dirigentes estadounidenses han optado por la conveniencia política en vez de por la integridad moral. Las pocas voces que en el seno del Partido Demócrata que se han atrevido a oponerse a esta postura han sido marginadas, dejando desilusionados y descorazonados tanto a los progresistas como a los ciudadanos de a pie.
La reelección de Trump expone la vacuidad del mito estadounidense como «la ciudad que brilla sobre una colina». Esta imagen, apreciada en la retórica estadounidense, siempre ha sido más una ilusión que una realidad, y ahora está destrozada por las injusticias históricas, la profundización de las divisiones raciales y una política exterior empañada por la contradicción. ¿Cómo puede pretender el liderazgo moral en la escena mundial un país que elige a un dirigente que desprecia las normas democráticas y se inclina por los aliados autocráticos?
El segundo mandato de Trump debería obligar a la clase dirigente liberal a enfrentarse a su propia hipocresía: una nación que profesa ideales democráticos pero los descarta cuando resultan inconvenientes, tanto en casa como en el extranjero. La retórica de la libertad suena hueca ante el telón de fondo de desigualdades flagrantes, prejuicios raciales profundamente arraigados y un desprecio bipartidista por el derecho internacional. La ilusión de la superioridad moral estadounidense ya no resiste el escrutinio mundial. Estados Unidos debe enfrentarse a una verdad incómoda: ha incumplido repetidamente sus supuestos principios, alimentando impulsos autoritarios en el interior y apoyando la opresión en el exterior.
Los fracasos del Partido Demócrata no son meramente tácticos, sino que revelan una profunda desconexión con el electorado. Recluidos en los pasillos de Washington D.C., los líderes demócratas suponían que el postureo moral y la retórica progresista serían suficientes. Fueron incapaces de comprender que una gran parte de los estadounidenses se sentían abandonados por un partido más volcado en los clichés que en abordar las quejas reales.
Aunque el programa del partido abordaba superficialmente cuestiones de justicia social, omitía hacer frente a la ansiedad económica y la inestabilidad social, dejando un vacío que Trump aprovechó fácilmente. La política de identidad, aunque valiosa, no puede sustituir a una visión de cambio estructural, especialmente en una nación tan dividida como Estados Unidos. Pero aún más atroz es el apoyo implícito del partido a los abusos de Israel, una postura que ha alienado a los progresistas y ha profundizado la crisis moral del Partido Demócrata.
Los votantes progresistas quedaron políticamente a la deriva, sintiéndose abandonados por un Partido Demócrata que dejó de lado las políticas transformadoras en favor de un enfoque tibio y centrista bajo la candidatura de Harris, una estrategia que resultó desastrosamente ineficaz. Ante un programa carente de compromisos audaces en materia de sanidad, cambio climático y justicia económica, muchos progresistas se desilusionaron. La ausencia de una visión genuina llevó a algunos a abstenerse en las elecciones o a decantarse por terceras alternativas, subrayando el abismo entre el establishment del partido y las prioridades de sus bases.
La ausencia de coraje moral del aparato del partido para abordar las incesantes violaciones de derechos humanos de Israel distanció aún más a la izquierda, impidiendo que muchos progresistas apoyaran una agenda que consideraban moralmente en entredicho. Al aferrarse al statu quo, el partido socavó la propia coalición que podría haber asegurado su victoria.
La victoria de Trump representa algo más que un retorno político: es una advertencia aleccionadora. Estados Unidos ha elegido a un líder que encarna algunos de sus rasgos más preocupantes: la animadversión racial, el desprecio por las normas democráticas y el antintelectualismo populista. Sin embargo, más allá del atractivo personal de Trump, esta elección revela una nación que lucha contra sus propios defectos no abordados y una élite peligrosamente desconectada del creciente abismo entre su retórica y las realidades vividas por los ciudadanos de a pie. Tanto en el ámbito nacional como en el internacional, esta desconexión señala la urgente necesidad de reconciliar los ideales estadounidenses con sus acciones, especialmente en política exterior, donde la imagen de Estados Unidos como líder moral ha terminado de erosionarse.
La influencia desaforada del dinero en la política, unida a un sistema educativo deficiente que perpetúa los mitos del excepcionalismo estadounidense, ha obstaculizado el compromiso crítico con estas cuestiones profundamente arraigadas. Las élites políticas parecen incapaces de enfrentarse a estas hipocresías, tanto a nivel nacional como internacional. Reconocer y rectificar la complicidad en el trato que Israel dispensa a los palestinos sería un comienzo. Sólo alineando sus acciones con los valores que profesa puede Estados Unidos esperar alcanzar cierta apariencia de integridad. Hasta entonces, el mito de «la ciudad que brilla sobre una colina» seguirá erosionándose, dejando tras de sí una imagen más precisa: una nación atrapada en contradicciones morales, en busca de su verdadero papel en la escena mundial.
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