Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Les contaré algo peculiar en un mundo cada vez más peculiar: Nací en julio de 1944 en medio de una guerra mundial devastadora. Esa guerra acabó en agosto de 1945 con la eliminación física de dos ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, producida por las dos bombas más devastadoras de la historia hasta ese momento, cuyos nombres en código eran “Little Boy” (Muchachito) y “Fat Man” (Hombre gordo).
Entonces yo era muy pequeño. Ya han pasado más de tres cuartos de siglo desde que, el 2 de septiembre de 1945, el ministro de asuntos exteriores japonés Mamoru Shigemitsu y el general Yoshijiro Unezu firmaron el acta de rendición sobre la cubierta del USS Missouri en la bahía de Tokio, que ponía fin oficialmente a la Segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos se conoce a ese día como V-J (el día de la victoria sobre Japón) pero, en cierto sentido, para mí, para mi generación y para Estados Unidos, lo cierto es que la guerra nunca ha terminado realmente.
Estados Unidos ha estado en guerra, o al menos en conflictos armados (a menudo en tierras lejanas), durante toda mi vida. Es cierto que, durante algunos de esos años, la guerra era “fría” (lo que suele significar que esa carnicería, patrocinada con frecuencia por la CIA, ocurría en su mayor parte fuera de la pantalla, fuera de la vista), pero la guerra como forma de vida, no ha terminado nunca, no hasta este momento.
De hecho, a medida que se sucedían las décadas, la guerra pasaría a ser la “infraestructura” en la que se invertía cada vez más el dinero de los impuestos, en portaaviones, cazabombarderos de billones de dólares, drones armados con misiles Hellfire y en la creación y mantenimiento de cientos de guarniciones militares por todo el planeta, dinero que dejaba de invertirse en carreteras, puentes o líneas de ferrocarril (o en su versión de alta velocidad) en nuestro propio país. Durante esos mismos años, el presupuesto del Pentágono se ha ido apoderando de un porcentaje cada vez mayor del gasto federal discrecional, y la inversión anual a gran escala en lo que se conoce como el Estado de seguridad nacional ha aumentado hasta alcanzar la escalofriante cifra de 1,2 billones de dólares o más.
En cierto sentido, es inconcebible pensar en futuros días V-J. No ha vuelto a haber momentos, ni siquiera cuando las guerras terminaban, en los que surgiera alguna versión de la paz y los enormes contingentes militares de EE.UU pudieran, como al final de la Segunda Guerra Mundial, regresar a casa desmovilizados. El momento más cercano a esta situación fue sin duda cuando la Unión Soviética se desmoronó en 1991, la Guerra Fría terminó oficialmente, y el establishment de Washington declaró su triunfo sobre el mundo. Pero, por supuesto, el prometido “dividendo de paz” nunca llegó, ya que la primera Guerra del Golfo contra Irak empezó ese mismo año y la reducción del ejército estadounidense (y de la CIA) nunca se produjo.
La guerra interminable
Como muestra, consideremos que cuando el presidente Biden anunció recientemente el final oficial de los casi 20 años de conflicto en Afganistán, con la retirada de las últimas tropas de EE.UU. de ese país para el 9 de septiembre de 2021, el Pentágono informaba al mismo tiempo de un nuevo aumento de su presupuesto, superior al récord registrado en los años de Trump. Como dijo recientemente el teniente coronel retirado de las fuerzas aéreas e historiador William Astore: “Solo en Estados Unidos aunque las guerras terminen los presupuestos bélicos aumentan”.
Claro está que incluso el final de la interminable guerra afgana puede ser una exageración. Por un momento consideremos Afganistán como algo aparte del historial de guerras de este país. Al fin y al cabo, si en 1978 hubiera afirmado que 30 de los próximos 42 años Estados Unidos estaría en guerra contra un solo país y hubiera pedido que lo identificarais, os aseguro que no habríais pensado en Afganistán. Y, sin embargo, así ha sido. Desde 1979 hasta 1989 tuvo lugar en aquel país la guerra de los extremistas islamistas, con el respaldo de la CIA (con miles y miles de millones de dólares) contra Rusia. Sin embargo es evidente que las lecciones obvias que los rusos aprendieron de aquella aventura, cuando sus militares regresaron derrotados y maltrechos a casa y la Unión Soviética se derrumbó poco después –que Afganistán es realmente el “cementerio de los imperios”– no tuvieron ningún impacto en Washington.
¿Cómo explicar si no los más de 19 años de guerra que siguieron a los atentados del 11-S, cometidos en realidad por un pequeño grupo de islamistas, al-Qaeda, surgido como aliado de Washington en aquella primera guerra afgana? Hace poco el inestimable proyecto Costes de la Guerra estimaba que la segunda guerra afgana de EE.UU. ha costado a este país 2.300 billones de dólares (sin incluir el precio de los cuidados a los veteranos por el resto de su vida) y ha provocado la muerte de al menos a 241.000 personas, incluyendo 2.442 miembros del ejército estadounidense. Si en 1978, tras el desastre de la Guerra de Vietnam, os hubiera dicho que nuestro futuro estaría lleno de fracasos bélicos, no me cabe duda de que os habríais reído en mi cara.
No obstante, treinta años después, el alto mando del ejército de EE.UU. no parece haber captado la lección que “enseñamos” a los rusos y luego experimentamos nosotros mismos. Como resultado, según informes recientes, el alto mando se ha opuesto uniformemente a la decisión del presidente Biden de retirar todas las tropas de aquel país para el vigésimo aniversario del 11-S. En realidad, no está nada claro que para esa fecha, si la propuesta del presidente sigue los planes acordados, esa guerra haya acabado realmente. Al fin y al cabo los mismos comandantes y jefes de inteligencia parecen estar intentando organizar versiones a larga distancia de ese conflicto o, como lo ha expresado el New York Times, siguen dispuestos a “combatir desde lejos” allí mismo. Incluso están considerando establecer nuevas bases en territorios vecinos para hacerlo.
Las “guerras eternas” de Estados Unidos –lo que se conoció como Guerra Global contra el Terror y que incluía a 60 países cuando el presidente George W. Bush la proclamó– parecen estar poco a poco desinflándose. Desgraciadamente, otro tipo de guerras potenciales, especialmente las nuevas guerras frías con China y Rusia (con el uso de nuevos tipos de armamento de alta tecnología) parecen estar en preparación.
La guerra de nuestro tiempo
Una clave para entender todo esto es que, en estos años, cuando la guerra de Vietnam iba llegando a su fin en 1973, se eliminó el servicio militar obligatorio y la propia guerra se convirtió en una actividad “voluntaria” para los estadounidenses. Es decir, fue más fácil que nunca no solo no protestar por tener que ir a la guerra, sino no prestarle atención a la propia guerra o a los militares que iban a ella. Y al hecho de que el ejército estaba cambiando y creciendo de manera notable.
En los siguientes años, por ejemplo, el cuerpo de élite de las Boinas Verdes de la era Vietnam fue incorporado a un conjunto más amplio de fuerzas de Operaciones Especiales, que llegó a incluir hasta 70.000 efectivos (es decir, un número mayor que el de las fuerzas armadas de muchos países). Esos cuerpos de operaciones especiales se convertirían funcionalmente en un segundo ejército, más hermético, integrado dentro del propio ejército y mayormente libre de cualquier tipo de supervisión ciudadana. En 2020, según informa Nick Turse, estarían emplazados nada menos que en 154 países de todo el planeta, a menudo participando en conflictos “en la sombra” a los que los estadounidenses apenas prestan atención.
Desde la Guerra de Vietnam (que tanto enojó a los políticos de esta nación y fue protestada en las calles por un movimiento pacifista del que formaban parte un número significativo de soldados en activo y veteranos de guerra) la guerra cada vez ha tenido un papel menos determinante en la vida de los estadounidenses. Es cierto que ha habido una serie de actos de reconocimiento a “las tropas” por parte de ciudadanos y empresas. Pero hasta ahí llega la atención, mientras que ambos partidos políticos, año tras año, siguen apoyando firmemente el aumento del presupuesto del Pentágono y el lado industrial (es decir, la fabricación de armamento) del complejo militar-industrial. La guerra “al estilo americano” puede ser eterna pero –a pesar, por ejemplo, de la militarización de las políticas de este país y del modo en que esas guerras llegaron a casa, hasta el Capitolio, el pasado 6 de enero– sigue siendo una realidad sorprendentemente distante para la mayor parte de los estadounidenses.
Una posible explicación es la siguiente: aunque, como he dicho, Estados Unidos ha estado funcionalmente en guerra desde 1941, el país solo sintió sus consecuencias directas en dos ocasiones, el 7 de diciembre de 1941, cuando Japón atacó Pearl Harbor, y el 11 de septiembre de 2001, cuando 19 secuestradores (en su mayoría saudíes) estrellaron aviones comerciales contra el World Trade Center de Nueva York y el Pentágono.
Y, no obstante, en otro sentido, la guerra ha estado y sigue estando en nosotros. Consideremos por un momento algunas de esas guerras. Los que tenemos cierta edad podemos recordar las más grandes: Corea (1950-1953), Vietnam (1954-1975) –sin olvidar el brutal baño de sangre en los países vecinos, Laos y Camboya–, la primera Guerra del Golfo de 1991 y la desastrosa segunda, la invasión de Irak en 2003. Luego, claro está, vino la Guerra Global contra el Terror que comenzó pocos después de aquel 11-S de 2001, con la invasión de Afganistán, para extenderse luego al resto de Oriente Próximo y a significativas partes de África. En marzo pasado, por ejemplo, llegaron a un asediado Mozambique los primeros 12 instructores de fuerzas especiales, apenas una pequeña nueva ampliación del despliegue del terrorismo estadounidense anti-islamista (que está fracasando) por gran parte de ese continente.
Y, además de todo lo anterior, por supuesto, están los pequeños conflictos (aunque no sean necesariamente pequeños para quienes viven en esos países) que por lo general ya hemos olvidado, aquellos que tuve que rebuscar en mi debilitado cerebro para poder recordar. Quiero decir, ¿quién se acuerda hoy día del desastre del presidente Kennedy y de la CIA en Bahía de Cochinos en 1961? O del envío por parte del presidente Lyndon Johnson de 22.000 soldados a la República Dominicana en 1965 para “restaurar el orden”. O de la versión de “autodefensa agresiva” de los marines enviados por el presidente Reagan al Líbano que, en octubre de 1983, sufrieron un atentado suicida en sus cuarteles que acabó con la vida de 241 de ellos. O de la invasión anticubana de la pequeña isla caribeña de Granada ese mismo mes, en el que murieron 19 estadounidenses y 116 fueron heridos.
Y además, llámelos cada uno como prefiera, están los interminables intentos de la CIA (a veces con ayuda del ejército estadounidense) de intervenir en los asuntos de otros países, actuaciones que van desde el apoyo a los nacionalistas contra las fuerzas comunistas de Mao Tse-Tung en China de 1945 a 1949, hasta atizar el fuego de un pequeño conflicto aún activo en Tíbet en los años 50 y principios de los 60, y el derrocamiento de los gobiernos de Guatemala e Irán, entre otros lugares. Se estima que desde 1947 a 1989 se produjeron 72 intervenciones de ese estilo, muchas de ellas de carácter bélico. Tenemos, por ejemplo, las guerras por delegación en América Central, primero en Nicaragua contra los sandinistas y luego en El Salvador, acontecimientos sangrientos aunque pocos soldados o agentes estadounidenses de la CIA murieran en ellos. No puede decirse que estas fueran “guerras” en el sentido tradicional de la palabra, no todas ellas, aunque en ocasiones tuvieran lugar golpes de Estado militares y similares, pero por lo general se produjeron matanzas en todos esos países. Y esto es solo para dar una idea del tipo de intervenciones militarizadas de EE.UU en la era posterior a 1945, como explica claramente el periodista William Blum en “A Brief History of Interventions”.
Dondequiera que intentemos encontrar el equivalente a un breve tiempo sin guerras estadounidenses tropezamos con la realidad. Por ejemplo, quizá tengáis en mente el breve periodo comprendido entre la derrota del Ejército Rojo en Afganistán en 1989 y la implosión de la Unión Soviética en 1991, ese momento en que los políticos de Washington, inicialmente conmocionados por el fin inesperado de la Guerra Fría, declararon su triunfo en el planeta Tierra. Ese breve periodo casi podría haber pasado por un periodo de “paz”, al estilo americano, si al ejército de EE.UU. bajo la presidencia de George Bush padre no le hubiera dado por invadir Panamá (“Operación Causa Justa”) a finales de 1989 para deshacerse de su líder autocrático Manuel Noriega (un antiguo agente de la CIA, por cierto). En esa operación murieron unos 3.000 panameños, muchos de ellos civiles, y 23 soldados estadounidenses.
Y luego, en enero de 1991, empezó la Primera Guerra del Golfo. Tuvo como resultado la muerte de entre 8.000 y 10.000 iraquíes y “solo” un pequeño número de bajas entre las fuerzas de la coalición de fuerzas liderada por EE.UU. Los siguientes años se produjeron una serie de ataques aéreos contra Irak. Y no olvidemos que ni siquiera Europa quedo exenta de la intervención estadounidense puesto que, en 1999, durante la presidencia de Bill Clinton, las fuerzas aéreas de EE.UU. lanzaron una destructiva campaña de bombardeos contra los serbios en la antigua Yugoslavia que duró 10 semanas.
Todo esto no es más que una lista incompleta, especialmente en este siglo, con unos 200.000 soldados estadounidenses desplegados en un asombroso número de países, al tiempo que los drones de EE.UU. lanzaban regularmente ataques contra “terroristas” en una y otra nación y los presidentes de este país se convertían literalmente en “asesinos en jefe”. Hasta el día de hoy, lo que el académico y exasesor de la CIA Chalmers Johnson denomina “el imperio de las bases militares” (alrededor de 800 en todo el mundo, todo un récord histórico) sigue inmutable, y en cualquier momento podría aumentar, pues el presupuesto militar del país es equivalente al del conjunto de los 10 países que le siguen en la lista (¡sí, al de todos juntos!), incluyendo a China y Rusia.
Cronología de matanzas
Las últimas tres cuartas partes de este siglo estadounidense posterior a la Segunda Guerra Mundial han sido, en efecto, una cronología de matanzas, aunque pocos ciudadanos de este país sean conscientes de ello o lo reconozcan. Al fin y al cabo, desde 1945 los estadounidenses solo han sentido una vez la guerra en casa, cuando casi 3.000 civiles murieron en un atentado que pretendía ser una provocación y que dio lugar a la guerra contra el terror, que se convirtió en una guerra de terror y extendió los movimientos terroristas por todo nuestro mundo.
Tal y como ha expresado recientemente el periodista William Arkin, Estados Unidos ha creado un estado de guerra permanente con el objetivo de facilitar una “guerra interminable”. Como afirma dicho autor, en este mismo momento nuestra nación “puede estar matando o bombardeando en 10 países diferentes”, posiblemente en más, y eso no es algo realmente extraordinario en nuestro pasado reciente.
La pregunta que los estadounidenses raramente se plantean es esta: ¿Qué pasaría si EE.UU. comenzara a desmantelar su imperio de bases militares, cambiara la asignación de esos dólares captados por los impuestos y destinados al ejército y los utilizara para cubrir nuestras necesidades internas, abandonara su foco en la guerra permanente y dejara de considerar al Pentágono como nuestra santa iglesia? ¿Qué ocurriría si se detuvieran, aunque fuera brevemente, las guerras, los conflictos, las conspiraciones, los asesinatos y los atentados con drones?
¿Cómo sería nuestro mundo si simplemente declararan la paz y volvieran a casa?
Tom Engelhardt es el creador y editor de la web TomDispatch.com y cofundador del American Empire Project, así como autor de una elogiada historia del triunfalismo estadounidense en la Guerra Fría, The End of Victory Culture.
Fuente: https://tomdispatch.com/american-style-war-til-the-end-of-time/
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