Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
«Hola, soy el Tío Sam y soy un adicto a la guerra» Introducción de Tom Engelhardt
Era el verano de 2002. Los funcionarios más encumbrados de la administración Bush sabían que lo de Iraq era algo realmente grande. De momento, estaban en los planes pero esperaban la llegada del otoño para lanzar la campaña a todo gas para convencer al Congreso y el pueblo de Estados Unidos de que debían respaldarlos. Como dijo en ese momento el jefe del equipo de la Casa Blanca, Andrew Card, que supervisaba la venta de la invasión, «Desde el punto de vista del marketing, nunca lanzas un nuevo producto en agosto».
Para ellos, no había que pensarlo tanto. ¿El poder militar estadounidense contra el destartalado ejército de Saddam? Aquello sería, como lo describió un fanático neocon, un «paseo». De hecho, ya estaban pensando hacia dónde se volverían después. Como bromeaban los que estaban ala tanto de la cuestión, «Todos quieren ir a Bagdad; los hombres de verdad quieren ir a Teherán». Sin embargo había una figura clave que tenía sus dudas. Según Bob Woodward, del Washington Post, el secretario de Estado Colin Powell le hizo esta advertencia al presidente: «Usted será el orgulloso dueño de 25 millones de personas. Será el dueño de todas sus esperanzas, aspiraciones y problemas. Será el dueño de todo». Woodward señaló también que «en privado, Powell y Richard Armitage, secretario de estado adjunto, llamaban a esto la ‘Regla de la cacharrería’: ‘Lo que rompas es tuyo'».
De hecho, la cacharrería no tenía reglas, pero cualquiera que fuera la regla pensada por Powell resultó ser el comienzo de algo que él no podía haber imaginado. Una vez que las cosas empezaron a ir desesperadamente mal, por supuesto, no había manera de volver atrás con la invasión y se comprobaría que el «título de propiedad» de Iraq era hereditario. El presidente que accedió al poder a continuación, en parte por haberse opuesto a la guerra y jurado que cuando llegara al Despacho Oval sacaría a los militares de Iraq para siempre, es ahora el dueño de la tercera guerra de Iraq, algo de lo que no se siente precisamente orgulloso. Y si ha habido una nación rota, esa nación es Iraq.
Al final, la regla de Powell se ha convertido en algo aplicable a cada país tocado por el poder militar de Estados Unidos en los últimos años, entre ellos, Afganistán, Yemen y Libia. En cada una de estas instancias, las esperanzas de Washington planearon muy alto. En cada una de estas instancias, el país quedó roto. En cada una de estas instancias, Estados Unidos acabó «adueñándose» de él de una manera cada vez más horrorosa. Lo peor de todo es que en ninguna de estas instancias, Washington pudo arreglárselas para terminar la lucha de algún modo, ya fuera utilizando unidades de Fuerzas Especiales, drones o -en el caso de Iraq- todos esos recursos a la vez y miles de instructores despachados para poner en pie a un ejercito quebrado, la criatura de la administración Bush en la cual se invirtieron 25.000 millones de dólares. El fracaso en todo el tablero sería la historia del siglo XXI de Washington en el Gran Oriente Medio y el norte de África; aun así, la única lección que aparentemente se ha aprendido es que -militarmente- ha de hacerse más, nunca menos.
William Astore, teniente coronel (retirado) de la fuerza aérea de Estados Unidos y colaborador habitual de TomDispatch, sugiere que -tanto como país como individualmente- deberíamos reconocer inmediatamente que este tipo de conducta es una adicción y actuar consecuentemente. * * *
De cómo hacer la guerra por cualquier cosa: pobreza, drogas, Afganistán, terror… Guerra contra las drogas. Guerra contra la pobreza. Guerra en Afganistán. Guerra en Iraq. Guerra contra el terror. El mayor error político de Estados Unidos -tanto en el extranjero como dentro del país- es mirar cualquier cosa como un objetivo de guerra. Cuando se impone la mentalidad guerrera, esta elige las armas y las tácticas que se utilizarán. Limita los términos del debate antes incluso de empezar. Da respuesta a preguntas que todavía no habían sido formuladas.
Cuando algo se define como una guerra, queda establecido el empleo de la fuerza militar (o de las policías, prisiones y otras formas de coerción, todas ellas militarizadas) como principal instrumento de la política. La violencia se convierte en el medio decisivo y la victoria total, en el objetivo. Cualquiera que sugiera otra cosa es un soñador, un apaciguador o incluso un traidor.
En resumen, la guerra es el gran simplificador, e incluso puede funcionar cuando se combate contra auténticas amenazas militares (como sucedió con la Segunda Guerra Mundial). Pero no funciona cuando cada problema se define como un problema de vida o muerte y se emprende una guerra contra un complejo problema social (la delincuencia, la pobreza, las drogas) o contra una ideología o una creencia religiosa (el islam radical).
El omnipresente espíritu guerrero de Estados Unidos
Pensad en la guerra de Afganistán. No en la de los ochenta, cuando Washington canalizó dinero y armas al fundamentalismo yihadista para -con la intención de rendir a la Unión Soviética- crearle un atolladero similar al de Vietnam, sino en la fase más reciente que empezó inmediatamente después del 11-S. Recordad que el desencadenante de esa guerra fueron los ataques de 19 secuestradores (15 de ellos de nacionalidad árabe saudí), que representaban una organización relativamente modesta sin parecido alguno con un país, una Estado o un gobierno. Por supuesto, también estaba el movimiento fundamentalista Talibán que por entonces controlaba buena parte de Afganistán. Este movimiento había surgido de los escombros de nuestra anterior guerra en ese sitio, un movimiento que había proporcionado apoyo y refugio, algo a regañadientes, a Osama bin Laden.
Con las imágenes del desmoronamiento de aquellas torres neoyorkinas ardiendo en la conciencia colectiva de los estadounidenses, la idea de que Estados Unidos podía responder con una acción internacional de «mantenimiento del orden» destinada a quitar a unos criminales de las calles del planeta fue desterrada instantáneamente de la discusión. Lo que surgió en cambio en la mente de los más altos funcionarios de la administración Bush fue la decisión de vengarse mediante una «guerra contra el terror» a gran escala, global y generacional. Su objetivo, totalmente militarizado, no fue solo eliminar al Qaeda sino toda organización terrorista en cualquier lugar de la Tierra, mientras estados Unidos se embarcaba en un experimento total de construcción violenta de una nación en Afganistán. Después de más de 13 funestos años, aquel experimento-guerra sigue en curso a un costo asombroso y con el más decepcionante de los resultados.
Mientras la noción de una guerra global adquiría atractivo, la administración Bush lanzó su invasión de Iraq. La fuerza militar más avanzada tecnológicamente de la Tierra, aquella de la que el presidente habló como «la mayor fuerza para la liberación humana que el mundo ha conocido», fue dejada suelta para que instaurara la «democracia» y la Pax Americana en Oriente Medio. Por supuesto, Washington estaba en conflicto con Iraq desde la operación Tormenta del Desierto, en 1990-1991, pero lo que empezó como algo parecido a un golpe de estado (apodada operación «decapitación») por parte de un poder extranjero, es decir, un intento de derrocar a Saddam Hussein y eliminar tanto a su ejército como a su partido político, pronto tomó otro cariz y pasó a ser una larguísima ocupación y otro experimento político y social de construcción violenta de una nación. Tal como sucedió en Afganistán, el experimento bélico iraquí aún continúa coleando y ocasionando enormes gastos, cuyos resultados son aún más desastrosos.
De estas guerras conducidas por Estados Unidos, el islam radical ha extraído fortaleza. Ciertamente, los radicales islamistas hablan de la presencia invasiva y aparentemente permanente de las tropas estadounidenses y bases militares en Oriente Medio y Asia Central como la confirmación de su convencimiento de que esas fuerzas están a la cabeza de una cruzada contra ellos y, por extensión, contra el propio islam (es revelador que el presidente Bush se fuera una vez de lengua llamara «cruzada» a su guerra contra el terror). Considerada en estos términos, semejante guerra es por definición un esfuerzo perdido ya que cada «éxito» sirve solo para reforzar la narrativa de los enemigos de Washington. Sencillamente, no hay manera de ganar una guerra así como no sea parándola. De cualquier modo, ese curso de acción nunca está en el «menú» de opciones en el que supuestamente los funcionarios de Washington eligen sus estrategias. Porque hacer esto, en el contexto del pensamiento guerrero, significaría admitir la derrota (a pesar incluso de que la auténtica derrota está ahí desde el mismísimo instante en que el problema fue definido como una guerra).
Al menos en parte, nuestros gobernantes persisten en semejante locura de violencia porque por encima de cualquier cosa temen admitir una derrota. Después de todo, en el mundo de la política o la cultura de Estados Unidos no hay nada más peyorativo que cargar con el sambenito de perdedor de una guerra, el de alguien que «se largó».
En los sesenta, a pesar de sus serias dudas sobre el curso del conflicto en Vietnam, el presidente Lindon B. Johnson estableció una regla de oro con su determinación de que no sería el primer presidente de Estados Unidos que perdiera una guerra, sobre todo en un «pequeño país de mierda» como Vietnam. Fue así que se mantuvo firme; de cualquier manera, el conflicto acabó haciendo de él un perdedor y destruyendo su presidencia.
Como lo hizo notar el historiador George Herring, aunque L.B. Johnson combatió su guerra, no quería ser recordado como un «presidente guerrero». Dos generaciones más tarde, otro tejano, George W. Bush, aceptó el mote de «presidente guerrero» con genuino entusiasmo. Cuando las cosas empezaron a estropearse, también él juró que ganaría su guerra. Frente a una creciente insurgencia en Iraq en el verano de 2003, Bush no eludió el compromiso: «Háganlos salir de la madriguera», dijo en el mejor estilo Clint Eastwood/Harry el Sucio. Hoy día, Washington está enviando otra vez tropas a Iraq por tercera vez para contener a una insurgencia cada día más intratable, la versión radical del islam llamada Estado Islámico, un movimiento originado y en parte criado en Camp Bucca, una prisión militar estadounidense en Iraq.
Y solo para mantener las cosas en su lugar, el presidente Obama también aceptó la preeminencia de la guerra en la política estadounidense cuando pronunció su discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz 2009 en Oslo. Allí, hizo una conmovedora defensa del papel de Estados Unidos, «la única superpotencia militar del mundo»:
«Con todos los errores que hayamos cometido, el hecho es este: Estados Unidos de América ha ayudado a garantizar la seguridad durante más de 60 años con la sangre de nuestros ciudadanos y la fuerza de nuestras armas. El servicio y el sacrificio de nuestros hombres y mujeres en uniforme han promovido la paz y la prosperidad desde Alemania a Corea y permitido que la democracia se haga fuerte en lugares como los Balcanes. Nos hemos hecho cargo de esta tarea no porque busquemos imponer nuestra voluntad. Lo hemos hecho -aparte de nuestro interés por el progreso- porque buscamos un futuro mejor para nuestros hijos y nietos y porque creemos que su vida será mejor si los hijos y los nietos de los demás pueden vivir en libertad y prosperidad.»
Fue un momento en el que la presidencia Obama se declaró en sintonía con el ya omnipresente espíritu guerrero de Estados Unidos. Fue la auténtica negación de las nociones de «esperanza» y «cambio» y el inicio de la transformación de Obama, vía su programa de asesinatos con drones elaborado por la CIA, en el asesino en jefe.
Todo es una yihad
Los líderes estadounidenses de los últimos tiempos tienen algo en común con sus equivalentes en el extremismo islámico: implícita o explícitamente, todos ellos definen cualquier cosa como una yihad, una cruzada, una guerra sagrada. Pero los violentos métodos utilizados por las varias yihads -sean islámicas o seculares- en la consecución de sus objetivos solo sirven para eternizar y a menudo agravar el conflicto.
Pensad en las numerosas así llamadas guerras estadounidenses y evaluad si acaso ha habido algún progreso mensurable en alguna de ellas. En 1964, Lindon Johnson declaró la «guerra contra la pobreza». Más de medio siglo después, todavía existe un número alarmante de personas desesperadamente pobres y, en lo que va del siglo XXI, la brecha entre los más pobres y los más ricos se ha ensanchado hasta convertirse en un abismo (de hecho, desde los días del presidente Ronald Reagan se podría hablar de una guerra contra los pobres y no contra la pobreza). ¿Y contra las drogas? Cuarenta y cuatro años después de que el presidente Richar Nixon anunciara la guerra contra las drogas aún hay millones de personas en la cárcel, se han gastado miles de millones de dólares y las drogas abundan en las calles de las ciudades estadounidenses. ¿Y la guerra contra el terror? Ya van 13 años -y seguimos contando- desde que se lanzara aquella «guerra»; los grupos terroristas, menores por sus efectivos y alcances en 2001, han proliferado salvajemente y ahora existe una cosa llamada «califato» -lo que una vez fuera una fantasía de Osama bin Laden- en Oriente Medio: el Estado Islámico, que se ha hecho con partes de Iraq y Siria; al Qaeda crece en Yemen; Libia es el reino del caos y se la reparten cada vez más organizaciones extremistas; y hoy muchos inocentes continúan muriendo víctimas de los ataques con drones de Estados Unidos. ¿Y sobre Afganistán? El negocio del opio se ha recuperado a lo grande, el Talibán está resurgiendo y la región es cada día menos estable. ¿Y en cuanto a Iraq? Es un caldero donde hierven las rivalidades y los odios étnicos y religiosos, con más armamento estadounidense en viaje para alimentar la matanza en un país que, desde el punto de vista funcional, ha dejado de existir. La única certeza en buena parte de esas «guerras» estadounidenses es su violenta continuación, aun cuando de cada una de las misiones originales solo quedan jirones.
La esencia misma de los métodos empleados por Estados Unidos y la mentalidad de los políticos que los adoptan garantizan su perpetuación. ¿Por qué? Porque mediante una guerra es imposible acabar con la adicción a las drogas y con la violencia ligada a ella. Lo mismo pasa con la pobreza. Lo mismo pasa con el terrorismo. Tampoco el islam radical puede ser derrotado con la construcción militar de una nación. Ciertamente, el islam radical encuentra su mejor caldo de cultivo en las condiciones bélicas creadas por Washington. El combate en la forma ya tan conocida no es más que el viento que aviva y propaga las llamas del incendio.
Lo que importa es la mentalidad. En lugares como Iraq y Afganistán, lugares que para la mayor parte de los estadounidenses existen dentro de un contexto de «guerra», Estados Unidos invade o ataca, queda empantanado, derrama recursos indiscriminadamente y «crea un desierto al que llama paz» (según palabras del historiados romano Tácito). Después de lo cual, nuestros líderes se muestran sorprendidísimos al ver que el problema no hace más que crecer.
Desgraciadamente, con todo lo monótona que es, la canción sigue siendo la misma en Estados Unidos: más guerras que son conducidas cada vez de peor manera debido a la impaciencia por ver resultados en coincidencia con cada nuevo ciclo electoral. Se trata de una fórmula en la que el país está condenado a perder siempre.
Los curiosos rasgos de las nuevas guerras estadounidenses Históricamente, cuando un país declara una guerra lo hace para movilizar la voluntad nacional de lucha, como claramente lo hizo Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en ocasión de las guerras de las últimas décadas, en lugar de la intención de movilizar a la población, ha habido el propósito de desmovilizarla; incluso aunque los «expertos» son alentados a luchar y el dinero de los contribuyentes empieza a volcarse en el estado de la seguridad nacional y el complejo militar-industrial para que los conflictos puedan continuar funcionando.
Las guerras recientes, sea la relacionada con las drogas o la de Oriente Medio, nunca aparecen como un desafío que pueda ser respondido y resuelto por todos sino como algo que debe ser asumido por aquellos que supuestamente poseen la competencia y las credenciales -y las armas- para entender la situación y luchar. George W. Bush sintetizó memorablemente esta mentalidad cuando después del 11-S recomendó a los estadounidenses que salieran a hacer compras o visitaran Disneylandia y dejaran el combate a los profesionales. En resumen, la guerra se ha convertido en otra forma más de control social. Debes tener un arma o algún tipo de placa y poder hablar con energía y hacer que te escuchen; si no es así, no tienes nada que decir.
Además, lo que hace que nuestras guerras estadounidenses sean únicas para el momento que vivimos es que nunca tienen un final discernible. Porque, ¿qué es la «victoria» en la guerra contra las drogas o en la guerra contra el terror? Por definición, una vez empezadas, esas guerras son muy difíciles de detener.
Los cínicos pueden alegar que en esto no hay nada nuevo. ¿Acaso Estados Unidos no ha estado siempre en guerra? ¿No hemos sido siempre un pueblo violento? Hay verdad en esto. Pero al menos las generaciones estadounidenses de los tiempos de mi abuelo y mi padre no se definieron como guerreros.
Lo que Estados Unidos necesita ahora mismo es un programa de 12 pasos para romper el impulso de alimentar todavía más nuestra adicción nacional a la guerra. Obviamente, el punto de inicio para Washington -y más en general para todos los estadounidenses- es aceptar la necesidad de dar ese primer paso y confesar que tenemos un problema que no podemos resolver nosotros solos. «Hola, soy el Tío Sam y soy un adicto a la guerra. Sí, mi adicción es a la guerra. Sé que esto es destructivo para mí y para los demás. Pero no puedo parar; no puedo sin ayuda.»
Es frecuente que el verdadero cambio empiece con una confesión. Una confesión hecha con humildad. Admitiendo que uno no puede controlar todo, no importa lo violenta que pueda ser la rabia que uno tenga; desde luego, esa rabia no hace más que agravar el problema. Estados Unidos necesita hacerse una confesión como esta. Solo a partir de ella podremos empezar a desengancharnos de la guerra.
William J. Astore es teniente coronel retirado de la Fuerza Aérea de Estados Unidos (USAF, por sus siglas en inglés); es colaborador regular de TomDispatch. Administra el blog The Contrary Perspective.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176016/tomgram:_william_astore,_»hi,_i’m_uncle_sam_and_i’m_a_war-oholic»/