El derecho al libre porte de armas de fuego constituye unos de los hechos más curiosos de la cultura y del ordenamiento legal norteamericanos. El mismo emana de su sistema constitucional y de su mitología nacional. Lo primero es consecuencia directa de una prerrogativa ciudadana garantizada por la Segunda Enmienda de la Constitución, mientras que […]
El derecho al libre porte de armas de fuego constituye unos de los hechos más curiosos de la cultura y del ordenamiento legal norteamericanos. El mismo emana de su sistema constitucional y de su mitología nacional. Lo primero es consecuencia directa de una prerrogativa ciudadana garantizada por la Segunda Enmienda de la Constitución, mientras que lo mítico se inserta dentro del llamado «espíritu de frontera».
La Segunda Enmienda es expresión de la «milicia armada» que se enfrentó a las fuerzas británicas y que le dio su libertad a los Estados Unidos y que aún pervive como un anacronismo histórico y legal que identifica a sus ciudadanos como los defensores naturales frente a cualquier agresor externo. Así las cosas, en la época de los misiles nucleares el ciudadano armado de una pistola o de un fusil sigue siendo visto como el protector emblemático de la seguridad y de la independencia del país. El carácter inmanente de este derecho quedó plasmado y refrendado en una sentencia histórica dictada por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos el pasado mes de junio. En ella, el Tribunal Supremo declaraba la improcedencia de una ley estadal que se atrevía a prohibir el libre porte de armas. Remontándose al año de 1791, fecha de la Enmienda, reconoció el derecho de todo ciudadano a poseer y llevar consigo armas de fuego.
El llamado «espíritu de frontera» se nos presenta, por su parte, como un componente fundamental de esa mitología patria a la que adhiere un sector mayoritario de su población. Al igual que el denominado «excepcionalismo», éste responde a la creencia de que los habitantes de los Estados Unidos constituyen un pueblo especial que se ha forjado a sí mismo enfrentando retos, amenazas y peligros muy particulares. En su esencia esta noción, tan etérea como omnipresente, simboliza el temor ante la hostilidad circundante. El mismo temor que experimentaron los colonos originarios ante un nuevo mundo y los conquistadores del Oeste en su expansión hacia horizontes cargados de riesgo e incertidumbre. De acuerdo a Ziauddin Sardar y Merryl Wyn Davies: «La frontera del Oeste no es historia, es la expresión de ideas acerca del significado de la historia, un genuino espacio mítico. Es atemporal…La frontera del miedo, al igual que ocurrió con la frontera del Oeste, está siempre en continuo movimiento» (American Dream, Global Nightmare, London, Icon Books, 2004, pp. 47 y 48). El «espíritu de frontera» se expresa fundamentalmente en la necesidad de estar armados, lo cual se proyecta a escala individual y como nación. Pero también se expresa en la convicción de que no importa cuan armado se esté, pues el riesgo estará siempre presente. La paranoia extrema resultante del 11 de septiembre, se inscribe dentro de una tradición que abarca desde las brujas de Salem hasta el mccarthismo. Es la tradición del enemigo que acecha.
El derecho constitucional pasa así a imbricarse con el espacio mítico que alimenta su identidad de pueblo, para brindar a los estadounidenses un particular apego a la posesión de armas de fuego. Como siempre ocurre cuando el derecho y la cultura se unen, la forja resultante se torna extremadamente difícil de romper. Poco importa que el principio constitucional invocado resulte tan arcaico como desligado de todo sentido plausible de realidad o que el mito no resista el escrutinio del sentido común. ¿Cómo hacer comprender a los estadounidenses que lo que para ellos luce evidente resulta manifiestamente absurdo para los demás? ¿Cómo hacerles entender que el resto del mundo asiste atónito al espectáculo de armas de fuego -de cualquier calibre, sofisticación o capacidad mortífera- vendidas con la misma facilidad con la que se vende un televisor o un refrigerador?
La consecuencia de lo anterior no es otra que la de haber convertido a los Estados Unidos en uno de los lugares más violentos del planeta. De acuerdo a The Economist de fecha 21 de abril del 2007, 240 millones de armas se encuentran en manos de la población de ese país. Es decir, más armas que adultos. El resultado inevitable de ello son las matanzas periódicas al estilo Columbine o Virginia Tech, en donde decenas de seres humanos son asesinados gratuita y absurdamente ante el fácil acceso a las armas por parte de desequilibrados mentales.
Sin embargo, no son sólo sus ciudadanos quienes deben soportar los costos de tan tremenda irracionalidad. El Estado mexicano, lanzado a una lucha frontal contra el narcotráfico, debe presenciar impotente como las bandas que confronta se equipan con las armas más modernas y potentes al otro lado de la frontera. Es la misma impotencia que siente la Casa Blanca de Obama que, sometida a los dictados de su ordenamiento legal, no puede hacer nada para evitar que los narcotraficantes accedan a un arsenal de libre venta que luego utilizaran contra las fuerzas del orden mexicanas. Así las cosas, se llega al mayor de los absurdos que quepa imaginar: México asumiendo el costo en vidas de una lucha, cuyo principal beneficiario es el mismo país que provee abierta y descaradamente las armas que matan a sus soldados y policías.
Comprender a los Estados Unidos resulta siempre una tarea difícil, pero en este caso concreto la dificultad se eleva a nivel exponencial.