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Mártires de la Guerra Fría

Ethel Rosenberg, condenada a la pena de muerte

Fuentes: CounterPunch - Foto: Ethel y Julius Rosenberg, 1942

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

No queremos morir… Deseamos reintegrarnos algún día en la sociedad para poder contribuir con nuestra energía en la construcción de un mundo en el que tengamos paz, pan y rosas”. -Ethel Rosenberg, primera petición de indulto.

Comunista y judía

Ethel Rosenberg fue una estadounidense compleja. Madre cariñosa de dos niños, devota esposa de un hombre que espiaba para la Unión Soviética y una resuelta comunista en una nación decididamente anticomunista. “Somos víctimas del montaje político más burdo conocido en la historia de Estados Unidos”, escribió. Y añadió: “pedimos al pueblo de Estados Unidos que… acuda en nuestra ayuda”. No se puede ser más comunista en el periodo posterior al Frente Popular y en la era de Earl Browder, quien afirmó: “El comunismo es el americanismo del siglo XX”.

Anne Sebba ha escrito una nueva biografía de Ethel Rosenberg (que murió en la silla eléctrica del penal de Sing Sing el 19 de junio de 1953, a la edad de 35 años) en donde analiza las distintas etapas de su vida, subtitulada “An American Tragedy” (St. Martin Press). Por desgracia, la autora da la impresión de asumir algunas de las ideas de la Guerra Fría cuando escribe sobre el “mundo libre” y cuando adopta una perspectiva liberal y sostiene que “durante un breve momento, la histeria superó al sentido común”. Perdona, pero la histeria ha durado decenas de años.

He leído atenta y cuidadosamente el libro de Sebba. Quería que me gustara. Me ha parecido emocionante y muy lacrimógeno en algunas partes y al mismo tiempo exasperante y muy decepcionante. Sebba ha investigado a fondo. Es útil saber que Ethel trabajó para Carl Marzini, que según parece firmó una petición del Partido Comunista (PC) para Peter Cacchione, un concejal de Nueva York, y que Julius, su marido, vendió ejemplares del [diario editado por el Partido Comunista de EE.UU.] Daily Worker. El libro de Sebba está repleto de citas al pie y contiene una copiosa bibliografía y un índice muy útil.

Su salva inicial es muy potente: “Julius y Ethel Rosenberg son los únicos estadounidenses sentenciados a muerte en tiempos de paz por conspiración para cometer espionaje, los dos únicos civiles estadounidenses ejecutados por delitos relacionados con el espionaje cometidos durante la Guerra Fría… y Ethel es la única mujer que ha sido ejecutada por un delito diferente al asesinato”.

En su introducción Sebba se pregunta “hasta dónde llegaba la complicidad” de Ethel en las labores de espionaje de su marido. Pero no llega a proporcionar una explicación satisfactoria de su implicación en las actividades de Julius en beneficio de los rusos, algo que describe como “una historia de traición” contra su propio país. Los primeros capítulos, en los que la autora se propone psicoanalizar a Ethel y describir sus relaciones con familiares, son flojos y poco profesionales, aunque hace referencias a la psicoterapia de Ethel. He seguido el rastro de las familias de origen de Jack London, Allen Ginsberg y Abbie Hoffman en las tres biografías que he escrito sobre ellos. Conozco lo peligroso que resulta adentrarse en ese territorio. La ignorancia es atrevida.

Recuerdos de los años 50

Supongo que era lógico que el libro de Sebba me decepcionara. He conocido a Ethel y Julius Rosenberg a lo largo de toda mi vida adulta. Conservo un recuerdo de cuando tenía alrededor de diez años, en 1952. Iba en coche con mi padre y uno de sus amigos y al salir este le susurró: “Me gustaría conseguir algo de dinero para los Rosenberg”. Mi padre le respondió: “Claro, yo te ayudo”. Mi padre fue miembro del Partido Comunista desde 1938 a 1948, luego un “compañero de viaje” a lo largo de los 50 y de nuevo abiertamente radical en los 60. Era abogado y ayudaba a sus parientes, incluyendo a mi tía Lenore, investigada por comunista.

Desde muy pequeña aprendí lecciones sobre los secretos y el secretismo, sobre dónde y cuándo hablar y sobre la paranoia y la conspiración. En la facultad conocí a Helen Sobel, cuyo marido, Morton, había sido declarado culpable de espionaje y sentenciado a una larga condena. Helen me entregó una transcripción del juicio de los Rosenberg que utilicé para escribir un trabajo sobre la pareja y sus batallas dentro y fuera de la sala del tribunal. También leí su correspondencia publicada en 1953 con el título “Cartas de Ethel y Julius Rosenberg desde la Casa de la Muerte”.

Tenía once años cuando fueron ejecutados. Pensé que si les enviaban a la silla eléctrica mis propios padres, que eran judíos, comunistas y prosoviéticos, también podrían ser ejecutados. Su muerte tuvo un impacto similar en muchos de mis coetáneos, que también eran hijos e hijas de judíos y comunistas y prosoviéticos cuando parecía un crimen ser judío, comunista y prosoviético.

La periodista y columnista sindicada Inez Robb (1901-1979) señaló esto mismo en el diario The Minneapolis Star el 12 de marzo de 1951 cuando escribió: “Hay 50.000 Ethel Rosenberg viajando en el metro cualquier día laborable”.

Tumbas de Ethel y Julius Rosenberg, cementerio de Westwood, Nueva York.

¿Por qué los Rosenberg?

Ethel y Julius eran los típicos sospechosos habituales a quienes había que detener y encarcelar para salvar las apariencias. Los rusos habían probado su bomba atómica en 1949, el mismo año que China se hizo comunista. La Guerra de Corea había comenzado en 1950. Alger Hiss fue enviado a la cárcel por perjurio. El senador McCarthy afirmaba que el gobierno de Estados Unidos estaba infiltrado por comunistas (algo no del todo falso), y [el primer director del FBI] Edgar Hoover avisaba a la nación de que decenas de miles de estadounidenses estaba afiliados al Partido Comunista. El “miedo a los rojos” se hizo viral.

Ethel y Julius se convirtieron en las caras más humanas del Partido Comunista. A diferencia de Alger Hiss, no eran intelectuales de clase alta ni espías de nombres extraños como Klaus Fuchs, el físico británico nacido en Alemania que participó en el Proyecto Manhattan. Pertenecían a la clase media y eran blancos (tenían una empleada negra llamada Evelyn Cox que trabajaba en su apartamento de Nueva York). El marido era el sostén de la familia y la esposa era madre y ama de casa. Neoyorquinos de nacimiento, se casaron en una sinagoga.

Alguien tenía que pagar por todo el fiasco (así lo veían los Republicanos) del New Deal y la guerra contra el fascismo que llevó a la Conferencia de Yalta y a la abdicación ante Stalin y los estalinistas. Ethel y Julius fueron cabezas de turco convertidos en mártires por socialistas, comunistas y artistas famosos de todo el mundo, como Sartre y de Beauvoir, Picasso y el novelista estadounidense Nelson Algren.

La encarcelación y la ejecución de los Rosenberg dañaron la imagen de EE.UU. en Europa, que ya se había deteriorado a partir de 1945, cuando se consideró a los estadounidenses como los grandes libertadores. La ejecución agravó las divisiones ya existentes en la comunidad judía de EE.UU, contribuyó a lanzar la carrera de Roy Cohn [brazo derecho del senador McCarthy y figura clave para la fiscalía en el juicio] y alimentó la imaginación de escritores como Sylvia Plath (La campana de cristal), E.L. Doctorow (El libro de Daniel) y Tony Kushner, quien supo escoger bien entre los personajes de la vida real y colocó a Ethel Rosenberg y a Roy Cohn en su obra teatral Angels in America [convertida posteriormente en mini serie de TV]. Ellos provocaron chispas durante el juicio y dan dinamismo a la obra.

Sebba intenta centrarse en la vida de Ethel Rosenberg, figura central de la obra junto a otras mujeres de su familia, durante una parte de la misma. La autora escribe cerca del final de la biografía: “Esta historia, de hecho, trata de mujeres”. Pero parece olvidar que los hombres desempeñan los principales papeles en las 250 páginas que preceden esa observación.

En realidad es imposible contar la historia de Ethel sin incluir las de su marido Julius, su hermano David Greenglass (un soplón), sus dos hijos, Michael y Robert, y los hombres que fueron responsables de enviarla a la silla eléctrica.

Entre estos están el presidente del tribunal, el juez Irving Kaufman, los fiscales Irving Saypol y Roy Cohn (quien aparentemente dijo de Ethel: “Es peor que Julius… fue la que organizó todo”), así como el presidente Eisenhower, que rechazó su petición de indulto y se negó a salvar la vida de los Rosenberg.

Dado el elenco exclusivamente masculino, cargado de testosterona, que persiguió y procesó a Ethel, no es extraño que Sebba cargue contra el patriarcado y la misoginia. La autora describe asimismo la era posterior a la Segunda Guerra Mundial como “una época en la que las mujeres eran subyugadas a una vida de domesticidad”, lo cual era cierto hasta cierto punto. Las mujeres que habían trabajado durante la guerra dejaron sus empleos, se casaron con los soldados que regresaban a casa, parieron hijos, los alimentaron y los criaron. Pero esa no fue la única historia.

La resistencia de los rojos

Mi propia madre, que perteneció al Partido Comunista, creaba arte, crió a tres hijos, cuidó de su marido, mantenía la casa, cocinaba, fundó una guardería cooperativa, participó activamente en la Asociación Padres-Maestros y fue una defensora del control de natalidad. Mildred Raskin, que pertenecía a la misma generación que Ethel, no estaba sola.

Como en el caso de Ethel, no todas las estadounidenses estuvieron sometidas a la vida doméstica. A finales de los años 40 y principios de los 50 hubo notables mujeres artistas, escritoras y activistas políticas que se apartaron del hogar, como Helen Frankenthaler, Katherine Anne Porter, Rosa Parks –miembro de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP) que asistía a reuniones del PC– e incluso Robin Morgan, que se convirtió en líder feminista en los años 60 y fue niña actriz en televisión en el programa Mama protagonizado por Peggy Wood.

El macartismo y el “nixonismo” (como sagazmente lo denominó el periodista, editor y fundador del periódico National Guardian, James Aronson) pasaron factura a las personas creativas (y a los sindicalistas, profesores y librepensadores). La resistencia es parte fundamental de la historia de la Vieja Izquierda y de los escritores de los años 30, que en ocasiones se sintieron a la deriva en los 40 y los 50.

Sebba no valora lo suficiente la resistencia. Pero no hace falta ir muy lejos para encontrarla. Ethel Rosenberg fue tan resistente como cualquier mujer de aquella época o quizás más. No quería morir, pero no podía librarse a sí misma de la muerte, como tampoco podía salvarla Roy Cohn, que hizo carrera sobre su cadáver, ni su marido, ni su hermano, su madre, su cuñada o sus hijos, que eran demasiado pequeños para salvar a nadie excepto a ellos mismos.

Sebba pretende nadar y guardar la ropa. Resta importancia a las convicciones políticas de Ethel, a su radicalismo, y en ocasiones intenta incluso borrarlo. “En 1950 –escribe– el comunismo era tan solo un aspecto de la ambigua y polifacética vida de Ethel Rosenberg, y no su principal foco de interés”. Al mismo tiempo, Sebba permite que el comunismo se cuele en su libro por la puerta de atrás. Introduce una cita de Miriam Moskowitz, amiga encarcelada y camarada de Ethel, y autora de Phantom Spies, que dijo que Ethel “seguía la línea del Partido [Comunista]” y que era “doctrinaria”.

Pero también podría decirse que Ethel adoptó una cosmovisión basada en los movimientos obreros que pedían “pan y rosas”, en el judaísmo laico neoyorkino y en la rama estadounidense del comunismo, que se convirtió en algo así como una religión para ella. Como buena comunista, señaló que “la teoría si no se acompaña de la práctica puede ser una pose bastante hueca y carente de significado” y, como la más roja de los rojos, escribió a Julius el 5 de mayo de 1951 sobre “una cancioncilla” que tituló “Quién teme a la silla eléctrica / Por lo que a mí respecta se la pueden meter dónde les quepa“ (“Who’s afraid of the Big Electric Chair/They can shove it up their ‘spine’ for all I care”). Tenía la suficiente presencia de ánimo para rimar chair con care.

Sebba incluye una cita de Ethel que dice: “No podemos usar las plegarias al Todopoderoso como un pretexto para evadir la responsabilidad que tenemos hacia nuestros semejantes en la lucha diaria para establecer la justicia social. ¡Judíos y gentiles, negros y blancos, todos debemos unir nuestras fuerzas para vencer a la derecha!”.

No se puede estar más de acuerdo con la línea del partido que en las frases “lucha diaria”, o “judíos y gentiles, negros y blancos… juntos para vencer a la derecha”. Sebba no aprecia la inmensa carga política de esas afirmaciones cuando escribe: “Estas palabras no nos orientan mucho acerca de sus verdaderas creencias”. Nada puede estar más lejos de la verdad.

Sebba también intenta privar a Ethel de su judaísmo cuando escribe: “El judaísmo no influyó en su conducta” cuando estaba en [la prisión de] Sing Sing. Pero a continuación dice que asistía a los servicios religiosos cuando estaba entre rejas y que quería que sus hijos recordaran los Diez Mandamientos que Moisés supuestamente bajó del Monte Sinaí.

Una historia de amor

Una no puede dejar de sentir que Ethel demostró ser una persona demasiado grande y compleja para que Sebba pudiera abarcarla y comprenderla. Una docena de páginas antes del final del libro se pregunta “¿Quién fue exactamente Ethel Rosenberg?”. Ese es el tipo de cuestión que un autor se hace al empezar una biografía, no al acabarla.

También afirma justo al final del libro que la cosa va de “traición” y que “Ethel no traicionó a nadie y eso selló su destino”. Perdóname, pero creo que no se puede separar la historia de Ethel de la de Julius y que la suya es una historia de amor. La fotografía de la contracubierta que muestra a Ethel y Julius besándose esposados nos habla de una historia romántica. Y lo mismo nos cuentan sus apasionadas cartas de amor desde la Casa de la Muerte.

Lo has intentado, Sebba. Ojalá tengas más suerte la próxima vez y procura no utilizar tantos adjetivos innecesarios, como cuando escribes que Ethel llevaba un sombrero “espantoso”. A veces un sombrero es simplemente un sombrero.

Jonah Raskin es autora de For the Hell of it: The Life and Times of Abbie Hoffman y de American Scream: Allen Ginsberg’s `Howl´ and the Making of the Beat Generation.

Fuente: https://www.counterpunch.org/2021/05/27/ethel-rosenberg-she-could-not-save-herself-neither-could-anyone-else/

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