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Favorecer la crisis en el Golfo

Fuentes: Middle East Report

Traducción para Rebelión de Loles Oliván

Aunque se afirme lo contrario, las monarquías del Golfo Pérsico se han visto profundamente afectadas por el fermento revolucionario árabe de 2011-2012. Puede que Bahréin sea el único país que experimenta una agitación permanente propia pero el impacto se ha hecho sentir también en otros lugares. Las reivindicaciones de una política más participativa aumentan al igual que los llamamientos a la protección de los derechos y a la formación de diversos tipos de organizaciones ciudadanas y políticas. Aunque tales reivindicaciones no sean nuevas, resultan más contundentes que antes incluso allí donde el precio de la disidencia es más alto, como en Arabia Saudí, Omán y también en los normalmente silenciosos Emiratos Árabes Unidos. La capacidad de resistencia de un amplio sector de activistas al denunciar la autocracia y a los desconcertados autócratas resulta inspiradora. De momento no hay fisuras en los cimientos del orden del Golfo pero el edificio ya no parece firme.

La situación plantea un desafío histórico al garante número uno de dicho orden, Estados Unidos. La tarea no es, como algunos podrían pensar, reconciliar la profesada afinidad por la democracia árabe de la administración Obama con su firme alianza con los Estados que los activistas intentan quebrar. De lo que se trata es de ayudar a los Estados a gestionar sus crisis internas para que el orden regional pueda permanecer intacto.

Campaña de represión

Los regímenes del Golfo han respondido con dureza a los nuevos desafíos que emanan desde abajo y han virado rápidamente desde la iniciativa de cooptación hacia la coacción. Al principio, cuando se desataron las revueltas en Túnez y Egipto, Arabia Saudí, Bahréin, Omán, Qatar y Kuwait incrementaron los salarios del sector público, los subsidios y otras formas de mecenazgo literalmente para intentar escapar de los problemas potenciales. Pero, igualmente, se ha producido un incremento de la violencia estatal y hay miles de detenidos, desaparecidos y asesinados. No es que las autoridades del Golfo se hayan dado a conocer por aplicar un tacto delicado pero en estos momentos la represión está siendo a la vez sensiblemente más intensa y más a la vista. Preocupadas normalmente por ocultar los disturbios por temor a parecer débiles o impopulares, hoy en día a las monarquías del Golfo no parece interesarles enmascarar su respuesta violenta. En parte, los Estados han perdido control; los activistas pueden transmitir detalles de las agresiones de la policía antidisturbios a través de los medios sociales. Pero la brutalidad que se exhibe es también intencional. Las autoridades quieren enviar el mensaje de que pueden y van a aplastar a la disidencia impunemente.

El giro represivo es colectivo. Salvo en Bahréin, donde Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos enviaron tropas en marzo de 2011, no ha existido colaboración evidente entre los ejércitos del Golfo. Si se da, sin embargo, un patrón regional. Omán ha detenido a centenares y ha condenado a decenas a penas de cárcel, entre ellos destacados activistas de derechos humanos, por participar en las protestas. Emiratos Árabes Unidos ha detenido a manifestantes pro-reformistas y les han retirado la ciudadanía. Arabia Saudí ha detenido a miles de personas y ha asesinado a un importante número de manifestantes chiíes en la provincia oriental. Las autoridades kuwaitíes han desplegado la fuerza contra miembros de la oposición así como contra los bidun, residentes nativos que no tienen derechos de ciudadanía. El Estado de Bahréin ha sido el que más duramente ha reprimido de todos, matando a docenas, torturando a centenares y aterrorizando a la mayoría de la población con gases lacrimógenos y balas de perdigones. Las principales figuras de la oposición y de los derechos humanos, como ‘Abd al-Hadi al-Jawaja, Sharif Ibrahim y Nabil Rajab, han sido encarcelados.

La celeridad en la campaña de violencia y represión de los regímenes del Golfo no responde únicamente al vigor del movimiento de protesta local y más extensamente, árabe. La iniciativa se deriva parcialmente también de la ansiedad mezclada con un sentido del oportunismo que está relacionado con el equilibrio de poder con Irán.

Desde la Revolución Islámica de 1979 los monarcas árabes del Golfo han evocado el espectro de una amenaza iraní. En la actualidad, sin embargo, la histeria anti-iraní alcanza el nivel más alto de todos los tiempos incitada por lo que se percibe como el beneficio estratégico obtenido por Irán desde el derrocamiento de Sadam Husein, por el ascenso de los partidos islamistas chiíes al poder en el Iraq post-Sadam, por la posición de «resistencia» de Irán durante las guerras de Israel contra Líbano y Gaza, y ahora, por las revueltas árabes. Riad y Manama han sido particularmente provocadoras atizando deliberadamente a su rival en todo el Golfo. La suya es una iniciativa consciente para desacreditar el empoderamiento chií -la población de Bahréin es mayoritariamente chií al igual que un 15% de la de Arabia Saudí- y para socavar el apoyo popular a las protestas internas. Para Arabia Saudí, en particular, avivar el temor de Irán es una manera de evitar que las protestas se propaguen desde la Provincia Oriental, donde vive la mayoría chií, al resto del país. Sin duda, los saudíes, los bahreiníes y también otros consideran que las tensiones con Irán ayudan a asegurar el respaldo de sus benefactores, principalmente Estados Unidos.

Aquí, los regímenes del Golfo parecen haber calculado correctamente, porque, hasta la fecha, Washington ha prestado mucha más atención a las maniobras iraníes, reales o imaginarias, que a la fuerza excesiva empleada para desgastar a los activistas a favor de la democracia y de los derechos humanos en la parte árabe del Golfo. Los gobernantes árabes del Golfo han convertido lo que históricamente ha sido una fuente de ventajas estadounidenses -garantías de seguridad y poderío militar- en su propio beneficio. De hecho, debido a que la contención de Irán supone una prioridad estratégica para Washington, el ejército de Estados Unidos ha aprovechado su retirada de Iraq para estrechar las relaciones bilaterales con las monarquías árabes del sur estacionando 15.000 soldados en Kuwait y presionando para que haya más patrullas navales y aéreas en una [región del] Golfo vital por su riqueza petrolera. El jefe del Comando Central, general Karl Horst, califica este cambio como de «regreso al futuro» [1].  Y, de hecho, el enfoque de la administración Obama para el Golfo -que sus aliados árabes son socios estratégicos indispensables para el comercio regional, para la guerra contra el terrorismo y para la contención de Irán- coincide con la política estadounidense de los años 60. A este respecto, los levantamientos árabes no han modificado nada.

Estados Unidos en el Golfo

La clara preferencia de Washington porque se mantenga el statu quo en el Golfo tiene un coste considerable para los activistas de la región. Estados Unidos ha permitido que los regímenes del Golfo se comporten mal; los regímenes, por su parte, se han aprovechado de las rivalidades geopolíticas para consolidar el poder en sus países.

No obstante, hay una debilidad estructural en la posición estadounidense que se ha hecho evidente con el tiempo. Estados Unidos está ligado a unos socios en el Golfo que son políticamente vulnerables, como claramente lo demuestran las protestas de 2011-2012 y el fracaso de los habituales sobornos y halagos para restaurar la calma. Desde siempre, Washington se ha comprometido con una serie de garantías de seguridad que tienen por objeto mantener un sistema regional que no es sostenible por sí mismo. La consecuencia es una paradoja: Estados Unidos es, con diferencia, la potencia más poderosa del Golfo. Su Vª Flota, los escuadrones de aviones de combate y la infantería y los blindados pre-posicionados mantienen unida a la región. Pero su influencia es limitada. Ni la Casa Blanca ni el Pentágono son capaces de dictar los resultados políticos, ni en Iraq, ni en Irán ni, especialmente, en los Estados árabes del Golfo. El Golfo no se vuelve más estable como resultado del despliegue cada vez más intenso de Estados Unidos, o de las intervenciones cada vez más directas en nombre de garantizar la estabilidad. De hecho, desde el final del siglo XX, los compromisos de seguridad estadounidenses han contribuido a la tendencia opuesta. Estados Unidos ha contribuido a desestabilizar una región que dice proteger.

La seguridad del Golfo, en particular la «seguridad energética» que suministra el petróleo y el gas de la región, es una obsesión estadounidense perenne. En los primeros tiempos tras el descubrimiento del petróleo, fueron las ganancias empresariales las que situaron al Golfo en el centro del pensamiento estratégico de Estados Unidos, pero las preocupaciones comerciales y políticas habían convergido hacia la mitad del siglo XX [2]. El compromiso militar estadounidense en el orden regional se intensificó en la década de 1970 con el cierre de las bases británicas de Bahréin y otros lugares. Durante la mayor parte de esa década, cansado de proyectar su poder directamente, Estados Unidos intentó armar sustitutos -«los dos pilares» de Arabia Saudí y del Irán del Shah- para que ejercieran el mandato en su nombre. Esa política se derrumbó en 1979 con la revolución en Irán y la invasión soviética de Afganistán.

A partir de ese momento, Estados Unidos no externalizará la protección del territorio del petróleo. En su discurso sobre el Estado de la Unión de 1980, el presidente Jimmy Carter fue directo: «Cualquier intento de cualquier fuerza exterior para hacerse con el control de la región del Golfo Pérsico será considerado como un ataque a los intereses vitales de los Estados Unidos de América, y un ataque será repelido por todos los medios necesarios, incluida la fuerza militar». Las palabras de Carter iban dirigidas a los soviéticos en Afganistán pero su visión ha guiado a los estrategas estadounidenses mucho después de la disolución de la Unión Soviética. Ello ha quedado demostrado por el uso reiterado de la fuerza militar desde finales de 1980, en lo que debería considerarse como una larga guerra en el Golfo [3].

La preocupación por la seguridad del Golfo está ligada a consideraciones tales como el terrorismo y la superioridad militar israelí, el método elegido de Washington, junto con los tratados bilaterales entre Israel y Estados árabes importantes, para evitar otra gran guerra árabe-israelí. Lo más importante, sin embargo, es la energía. En concreto, la seguridad del Golfo se formula a menudo con el argumento de que el flujo de salida del petróleo, esencial tanto para la economía estadounidense como global, exige protección y que la mejor manera de protegerlo es garantizar el statu quo político regional. Cuando a finales de 2011 Irán amenazó con cerrar el Estrecho de Ormuz bloqueando la principal ruta de suministro de petróleo, no resultó extraño que Estados Unidos enviara más aviones y barcos estadounidenses al Golfo. Tal determinación resulta absolutamente complementaria, por supuesto, con los objetivos declarados de los Estados árabes del Golfo que también insisten en la primacía de la seguridad. Con el tiempo, se ha hecho evidente en el discurso político y diplomático, e incluso en el académico, que los Estados del Golfo están comprometidos en una «búsqueda incesante de la seguridad». Esta frase, de hecho, fue el subtítulo de un estudio de 1985 sobre Arabia Saudí escrito por Nadav Safran, un académico de Harvard que dimitió de su puesto administrativo en la Universidad después de que se revelase que la CIA había financiado su investigación.

Sin embargo, aunque los intereses de Estados Unidos y de las monarquías del Golfo se han satisfecho -ha fluido el crudo, los ingresos son elevados y los aliados de Washington permanecen en su lugar-afirmar que el Golfo es seguro y, mucho menos, estable, es una exageración. La región se ha visto azotada por la guerra durante más de tres décadas, con cientos de miles de muertos, perjudicado gran parte de su entorno natural, y todos los pronósticos apuntan a una repetición. La realidad es que cuando los dirigentes estadounidenses reiteran su compromiso con la seguridad del Golfo lo que quieren decir es que están comprometidos con la supervivencia de sus aliados y de los sistemas políticos que dominan en la región. El resultado -que Washington cierre los ojos ante la represión en los Estados del Golfo- se critica con frecuencia como inacción.

Pero también es verdad lo contrario. A pesar de la considerable oposición del Congreso, la administración Obama ha hallado una manera de vender más armas a Bahréin en 2012. También ha supervisado ventas significativas con otros aliados regionales, incluyendo casi 30 mil millones de dólares a Arabia Saudí, todo ello basándose en la pretensión de que estos Estados son fundamentales para controlar a un conflictivo Irán. La realidad, sin embargo, es que ninguno de los Estados árabes del Golfo es capaz de organizar su propia defensa. Dependen totalmente de Estados Unidos para su seguridad. Es algo que los políticos estadounidenses saben bien: desde principios de 2012 Estados Unidos ha situado en el Golfo la enorme base flotante USS Ponce, ha trasladado a un escuadrón de cazas F-22 a Emiratos Árabes Unidos, ha duplicado su presencia de dragaminas y desplegado el submarino teledirigido Sea Fox. Todos estos movimientos no apuntan a la inacción para ayudar a quienes aspiran a la democratización, sino a la intervención enérgica y decidida al lado de algunos de los Estados más autoritarios del planeta.

Prosperar mediante la espada espada

El recrudecimiento de la represión por parte de los Estados del Golfo en 2011 refleja la profunda inquietud compartida sobre su propia debilidad: cuentan con bases sociales limitadas e históricamente han intentado fabricar lealtades hacia gobiernos que son corruptos y egoístas. Desde Riad a Muscat, las revueltas árabes han inducido una sensación de inminente catástrofe de una intensidad tal vez sin precedentes. Está claro, sin embargo, que los regímenes creen haber llegado a una fórmula ganadora que convierte la crisis en oportunidad. Paradójicamente, por lo tanto, los Estados del Golfo han animado aquello -la agitación política- que durante tanto tiempo se han dedicado a afirmar que temían por encima de todo.

A mediados de la década de 2000, la mayor parte de los reinos del Golfo estaban dispuestos a satisfacer la pretensión de la reforma. Hicieron más hablando de la reforma que reformando -pero incluso ahora hablar resulta pasado. Hoy en día están de nuevo en boga el estado policial y las tácticas contrarrevolucionarias que predominaron en los años 70. De hecho, las revueltas árabes y la agitación local parecen haber convencido a los gobernantes del Golfo para ofrecer menos acuerdo y ejercer una fuerza más contundente. Se puede argumentar que en el Golfo del siglo XXI, las crisis no solo ya no son indeseables sino que comportan una utilidad política considerable. De hecho, dado el arco de la historia -en el que la redistribución de la riqueza petrolera no ha conseguido garantizar la estabilidad de los regímenes o el quietismo político- el sistema regional puede haber llegado a un punto en el que la supervivencia política requiere en realidad la fabricación de crisis permanentes en el interior y en la región.

Sin duda, el levantamiento en Bahréin y las protestas en otras partes son fuentes potenciales de revolución pero las monarquías han conseguido refundirlos como amenazas al sistema (y a la seguridad nacional y regional) y no como corrientes que reflejan intereses de sujetos reales. En lugar de comprometerse con los gobernados, los Estados del Golfo se sienten cada vez más forzados a caracterizar los términos de la política interna, y en particular los de la oposición política, como desestabilizadores, contrarios al interés nacional (ficticio) y deudores de una conspiración de extranjeros.

Puede ser que la aceptación de la crisis, al menos en lo que a obtención de beneficios políticos a corto plazo se refiere, represente la última etapa del desarrollo político de los ricos Estados petroleros del Golfo. Con una nueva energía política popular y reivindicaciones valientes a favor del cambio, es evidente que los viejos patrones de participación política, tales como la concesión de influencias, son cada vez menos eficaces. Aunque la redistribución de la riqueza nunca ha satisfecho a todo el mundo ni siquiera en tiempos de abundancia, los niveles de compromiso político de los y las árabes de a pie en el Golfo parecen hoy en día mayores que nunca. Lo que no ha cambiado, sin embargo, es el rechazo de las autoridades regionales a compartir el poder. Se mantienen firmes en la preservación de un orden político anticuado y podrido. Estos vectores contradictorios, las expectativas crecientes de participación frente a la intensificación de iniciativas para mantener un sistema hermético, ayudan a explicar el poder de la crisis en la conformación del comportamiento de los regímenes. En la medida en que Estados Unidos apoya el statu quo, es cómplice no sólo de las iniciativas de los regímenes del Golfo para acallar las protestas ciudadanas, sino también del rediseño de la arquitectura de seguridad del Golfo según el cual la crisis se convierte en norma.

Notas:

[1] New York Times, 29 de octubre de 2011.
[2] Timothy Mitchell: Carbon Democracy: Political Power in the Age of Oil (Londres: Verso, 2011).
[3] Para una version más desarrollada de este argument, véase: Toby Craig Jones: «America, Oil and War in the Middle East,» Journal of American History 99/1 (2012).

Fuente original: http://www.merip.org/mer/mer264/embracing-crisis-gulf