Han pasado apenas dos horas de mi arribo a La Habana y, después de instalado en un céntrico departamento de la calle Neptuno, a escasas cuadras del Capitolio y el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, me arrimo a un teléfono público, deposito 20 centavos de moneda nacional y marco el número de Katiuska […]
Han pasado apenas dos horas de mi arribo a La Habana y, después de instalado en un céntrico departamento de la calle Neptuno, a escasas cuadras del Capitolio y el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, me arrimo a un teléfono público, deposito 20 centavos de moneda nacional y marco el número de Katiuska Blanco, amiga y -para la ocasión- entrevistada.
Como es habitual en ella, se alegra de la sorpresa y con voz sosegada y cristalina me pregunta acerca de los pormenores del viaje, si sufro cansancio o calor, aunque la capital, según comenta la propia gente en las calles, desde hace días se despierta mojada, a causa de un frente frío que la envuelve.
De inmediato le comparto mis planes de conversar acerca de la infancia de Fidel, y una hora más tarde me encuentro en su departamento, siempre con la mente puesta -lo confieso- de que al atardecer, Silvio Rodríguez, guitarra en mano, se presentará literalmente en medio de una calle del barrio de El Pilar, en el populoso municipio de El Cerro. ¿Los invitados especiales? El ex presidente uruguayo José Mujica y su esposa, Lucía Topolansky, además del héroe cubano Antonio Guerrero. Como parte de la velada cultural, el poeta Víctor Casaus hará entrega de una amplia biblioteca a los vecinos del barrio. La propuesta guitárrica-poética, según dice el trovador, es llevar la cultura a cada rincón del país; para mí no es otra cosa que el prodigio de darle vida a la utopía.
Con Katiuska primero tomamos un café con algunas tartaletas, charlamos de un cuadro de Oswaldo Guayasamín que cuelga de una de las paredes de la sala, de su vecino el maestro Leo Brouwer y hasta de una cajita marrón de origen asiático que le obsequió Fidel, para ella «el Comandante», mientras me cuenta que él era muy desprendido y generoso, que «le trajeron esta bella cajita, una delegación, y un día, trabajando, me la regaló».
Fidel Castro nació el 13 de agosto de 1926 en el caserío de Birán, en la provincia de Holguín, al nororiente de la isla. De ahí que ambicione que Blanco me transporte en el tiempo, hasta aquel terruño y época, me reseñe cuán trascendental fue la infancia para el líder histórico de la Revolución.
Antes una pausa, la escritora me narra los recuerdos de un viaje que hizo hasta allí, junto a Fidel y García Márquez, en agosto de 1996, para que vaya midiendo la verdadera dimensión de mis propósitos: «Fui invitada por el Comandante a un recorrido por Birán, cuando él cumplía sus 70 años. Recuerdo que él hablaba muy bajito con García Márquez, y una de las cosas que le decía, dos frases que se me quedaron grabadas siempre en la memoria, era que su papá había dicho que se había establecido allí ‘porque en Birán nunca hay seca, siempre llueve’, figura que me hacía pensar en los aguaceros torrenciales, infinitos y eternos de Cien años de Soledad. Posteriormente dijo algo que me pareció muy poético, que cuando llovía en Birán se sentía el olor a cedros, agregando, ‘a mi padre le gustaba plantar cedros’. Por eso la biografía que escribí la intitulé Todo el tiempo de los cedros, porque siempre he considerado que el viejo Ángel, padre del Comandante, no sólo plantó cedros vegetales sino también plantó cedros humanos. Ya que haciendo una especie de reflexión poética, el cedro es un árbol de madera resistente y de gran hidalguía, atributos que me recordaban un poco lo que era Fidel».
En esas lejanas tierras se establecieron sus padres, el gallego Ángel Castro y la joven oriunda de Pinar del Río, Lina Ruz, formando una extensa y unida familia a inicios de la tercera década del siglo pasado. En relación ese paisaje familiar, Katiuska amplía: «Siempre digo que esos años fueron determinantes para la formación de la personalidad de Fidel, pues su familia era inclusiva, aun cuando había logrado una cierta posición holgada, desde el punto de vista económico. Pero él siempre reivindicaba su extracción social de gente trabajadora, por eso solía decir: ‘soy no hijo de hacendado, sino nieto de labriegos humildes o pobres en Galicia y en Cuba'».
Ángel había pisado por primera vez suelo cubano para participar como soldado español y repeler a los independentistas que luchaban por liberarse de la Corona. Aunque, en menos de un lustro, tras un breve paso por su Galicia natal, tomó la decisión de retornar a la isla y probar suerte, alcanzando en poco tiempo cierta fortuna, plasmada en decenas de cientos de hectáreas dedicadas a distintos cultivos y a la explotación maderera. Por su parte, Lina se había trasladado hasta Holguín, con sus padres y tíos, después del huracán que azotó a Pinar del Río en 1910, acabando con plantaciones, animales y decenas de vidas humanas. Por eso la investigadora nos cuenta que Raúl «recuerda a sus padres como personas de trabajo, que se levantaban a las cinco de la mañana y se retiraban a dormir muy temprano, porque al otro día había que seguir trabajando».
Y es justamente en aquel lugar donde Fidel da sus primeros pasos, me cuenta concentrada mi amiga: «Sus padres no tenían ese sentimiento de discriminación y exclusión hacia los empleados, por eso los hijos jugaban y se mezclaban con todo el mundo. Incluso Fidel y sus hermanos, sobre todo los mayores, tenían amistades como un muchacho al que le decían ‘Juan la noche’, porque era muy negro. En la casa de Ángel y Lina nunca hubo un sentido de superioridad en relación con las familias que los rodeaban, y sus hijos se educan y crecen con gran amor hacia quienes les rodean, como vecinos o amigos, sin distinción alguna de clases».
Al revisar fotografías y documentos de Todo el tiempo de los cedros reparamos que, entre otras instalaciones, en aquella zona rural se contaba con una modesta escuelita donde estudiaban los hermanos Castro Ruz y «los hijos de los trabajadores del batey», señala Katiuska, mientras evoca y cita una carta escrita por Fidel en prisión, luego de asaltar el Moncada, donde, en alguna medida, se remonta a aquella raíz para dar explicación a su causa: «Mi escuelita -dice Fidel- un poco más vieja, mis pasos un poco más pesados, la mirada de los niños quizás la misma mirada de asombro, y nada más. Hacen más de veinte años y nada ha cambiado». A ojos de la autora de Guerrillero del tiempo, es cuando «empieza a hablar de la condición injusta de aquellos que por no tener recursos económicos no pueden hacer lo que él sí pudo, ilustrarse; le duele que tanta inteligencia se pierda en esa localidad, el que sus amigos de infancia no hayan llegado a nada o que las niñas crezcan para esposas y lavanderas».
La tarde transcurre en el reparto habanero de El Vedado y desde el departamento de Katiuska se divisa la Plaza de la Revolución, con ese eterno y distinguido «misterio que nos acompaña», como definió José Lezama Lima a José Martí. Degustamos otra taza de café acaramelado, se incorpora a la plática una de sus hijas, estudiante de arqueología en el Colegio Universitario de San Gerónimo en La Habana Vieja, y mi entrevistada, visiblemente emocionada, continúa con lo narrado y nos recita otra cavilación de aquel joven rebelde: «¡Y todavía pensamos que tenemos una noción de lo que es la justicia!». A su modo de ver, el futuro Comandante nunca olvidará sus años vividos en Birán, y no comulgará con la idea «de que las personas se queden sin conocer, sin saber, que estén condenadas a vivir una vida eternamente de miseria espiritual y material».
Pero el pequeño y verde caserío, cuya casa de madera a la usanza gallega estaba empotrada sobre pilotes para que los animales hallaran cobijo noche a noche, sintetizaba quizás como pocos lugares el devenir económico y social de una isla aparentemente destinada a ser neocolonia norteamericana. Al respecto, Katiuska es muy detallista al explicarme que «allí Fidel conoce la condición de Cuba, ya que la finca de su papá estaba rodeada de las tierras de las compañías norteamericanas, siendo él mismo un propietario que era español». De igual manera, a pocos kilómetros, los pinares de Mayarí eran explotados en aserraderos propiedad de migrantes alemanes, o sea que la infancia de Fidel transcurre en una región «donde los cubanos no poseen propiedades ya que están en manos extranjeras».
En relatos que ahora a mí me llevan al Macondo del más universal de los colombianos, me entero que los administradores extranjeros de los centrales azucareros y aserraderos de la región vivían en modernos y cómodos chalets, muy retirados del cotidiano de los lugareños. Ambiente que le toca visualizar a Fidel, según me cuenta la aguda biógrafa: «Ve al cubano en la posición de la persona de segunda categoría, de quienes no ocupan un lugar connotado en la sociedad».
Cada palabra y gesto de mi entrevistada desatan en mí profusas reflexiones, pero de pronto me distraigo observando otro cuadro de la pared, una fotografía de Fidel y Katiuska. No dejo de pensar en esas cientos de horas de infatigable labor a cuatro manos, con un Fidel convaleciente, para dejar testimonio de sus propias memorias de vida en Guerrillero del tiempo y las de la lucha revolucionaria cubana en esos dos sendos e invaluables volúmenes intitulados La contraofensiva estratégica y La victoria estratégica.
En un momento su hija Patricia me hace señas y risueña me da un consejo: «deberás cargar la batería de la grabadora porque Katy se emociona cuando habla del Comandante». Mi amiga-entrevistada revela que le hubiera gustado ser maestra de historia en alguna escuelita, mientras se disculpa conmigo por ser tan minuciosa en sus respuestas. Pero ahora soy yo quien se ve obligado a ripostar: «Katiuska, nunca olvidaré que hace años me dijiste, siendo yo un joven estudiante de historia, que el Comandante te solía aconsejar: ‘los detalles son los que importan en la Historia'».
Fidel Castro se me descubre como una especie de síntesis de historia larga de su Patria, absorbiendo a cada instante las relaciones sociales que le circundan, conmoviéndose ante la discriminación racial y económica, aprehendiendo los valores de unos padres modestos, sobrios, rectos y honestos. Volviendo sus ojillos sobre obreros del campo que tras luchar tres décadas por la independencia de Cuba, se han visto despojados de las tierra que puedan asegurar el sustento de sus familias, siendo de paso reprimidos por una Guardia Rural de sombrero alado y caballos finos, al más puro estilo texano.
Si bien Cuba, una vez llegados los conquistadores europeos, vio apresuradamente desaparecer a su población aborigen y deforestados sus bosques, primero, para la construcción de navíos y, luego, para la combustión en los centrales azucareros, supo esconder un verde rincón en su natal Holguín, la meseta de La Mensura, serranías donde ese niño pudo además valorar la naturaleza, acto que Katiuska desentierra: «A finales del 2012 Fidel me hablaba del asombro que había vivido desde niño escalando los pinares de Mayarí, donde creía que había visto árboles de 300 o 400 años, sobrevivientes de la colonización; él me platicaba de los árboles, de la floresta, del clima, de los arroyos, de los ríos. Mientras yo pensaba que en los maestros de hoy debía prevalecer esta mirada que privilegia el verdor, el frescor, lo natural y la vida, aunque sin desechar el uso de las tecnologías y de la modernidad».
Katiuska mira el reloj y me comenta que le apunté medio a medio con las tartaletas de chocolate, que la panadería de la esquina se está especializando en dulces deliciosos y de presentación fina. A lo largo de la tarde hemos hablado además de la influencia de los padres de La Salle y jesuitas en la adolescencia de Fidel y de su paso por la Universidad de La Habana, de cuando su intuición e inclinación por lo justo se complementan con una sólida y disciplinada formación intelectual que con los años abrazará las ideas de Marx.
Pero el tiempo apremia, Silvio Rodríguez nos espera en El Pilar y mi amiga, apoyada ahora en la puerta de entrada, me lanza sus últimas y fulminantes palabras: «Como ser humano, Fidel tenía un alto sentido de la honorabilidad, de la caballerosidad, una ética venida como de algo caballeresco, como de don Quijote, de luchar contra los molinos de viento, de defender al débil, al despojado, todo valores que le vienen desde la raíz familiar».
(Publicado en La Correo No. 77, Agosto de 2018, Bolivia)
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.