Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
Mujeres y niños, civiles afganos inermes, muertos y mutilados por las bombas lanzadas desde aviones americanos, «efectos colaterales» de la nueva ofensiva militar estadounidense contra la resistencia armada talibán.
O bien asesinados a golpe de fusil por soldados del nuevo ejército afgano entrenado por los EE.UU, que abrieron fuego sobre la multitud para dispersar una manifestación de protesta antiamericana.
La crónica de estos últimos días demuestra que, en Afganistán, la guerra no ha terminado porque tampoco ha terminado la ocupación estadounidense del país, que se sigue expandiendo y arraigando cada vez más, militarmente y políticamente, en el territorio. Una ocupación que sigue encontrando una fuerte resistencia, no sólo la armada de los talibanes, sino también la pacífica de la gente, igualmente reprimida con las armas. ¿Acaso cabe hablar de un Afganistán pacificado y democrático cuando los afganos continúan recibiendo bombas y balas de sus «liberadores»?
Ataques aéreos de castigo
El martes pasado, el sargento Allen Johnson, de 31 años, nacido en California, fue asesinado en un atentado perpetrado por guerrilleros talibanes a su patrulla, que realizaba tareas de reconocimiento en la desolada provincia central de Uruzgan. La emboscada tuvo lugar en la zona de Deh Rawood, la misma de la masacre del matrimonio de julio de 2002, cuando la aviación de EE.UU bombardeó una fiesta nupcial asesinando a 48 civiles e hiriendo a otros 117. Johnson es el primer soldado americano muerto por «fuego enemigo» (no de una mina) en los últimos cuatro meses. Un desafío al que el general David Barno, que dirige las fuerzas de EE.UU en Afganistán, quiso dar una respuesta ejemplar, desencadenando una dura represalia militar contra la provincia rebelde. Los cazas de la aviación de EE.UU empezaron a bombardear todo lo que pudiera ser un refugio talibán. El viernes, en uno de estos bombardeos, junto a cuatro «militantes», fueron asesinados también tres civiles, entre los cuales había un niño y una mujer. Otros dos niños resultaron gravemente heridos. «No es culpa nuestra -se justificaron los mandos de EE.UU- si los talibán se esconden entre los civiles».
La punta de un iceberg
El incidente del viernes no es un caso aislado, sino sólo uno de los pocos que salen a la luz. De hecho, suele suceder que los civiles afganos sean asesinados «por error» en los ataques aéreos de EE.UU contra los talibanes, pero una vez contados como «combatientes», es raro que los mandos de EE.UU se preocupen de rectificar el balance cuando se viene a saber que eran civiles inermes. Así, su muerte, queda, simplemente, ignorada. El último caso sabido se remonta a hace un mes, al 22 de marzo, cuando, en el transcurso de un asalto a un refugio de la guerrilla, soldados de EE.UU asesinaron a una mujer y dos niños junto a tres talibanes; otro niño y otra mujer, quedaron gravemente heridos.
Las organizaciones humanitarias afganas han protestado repetidamente contra estos «accidentes», sosteniendo que así no se consigue sino aumentar la hostilidad de la población hacia las fuerzas de ocupación estadounidenses así como hacia el gobierno de Hamid Karzai, apoyado por EE.UU y confirmado en el poder con «elecciones democráticas» no poco discutibles). Una hostilidad que crece a medida que la presencia militar de EE.UU se extiende en el territorio afgano con la construcción de nuevas bases en el sur y en el oeste del país. Una hostilidad alimentada por el malestar social de una población a la que se le prometió tanto (seguridad, trabajo, desarrollo, democracia, derechos) pero que, hasta ahora, no ha visto ningún cambio.
Los accidentes de Herat
El viernes pasado, en el parque público de la ciudad afgana oriental de Herat, una manifestación que conmemoraba el decimotercer aniversario de la victoria de los muyahidín sobre el régimen comunista de Najibullah, se transformó en una protesta antiamericana y antigubernamental, en apoyo del potente líder histórico de esta región, Ismail Khan, el «león de Herat», quien, en 1992, contribuyó a la reconquista de Kabul, y a quien, en el pasado diciembre, destituyeron de su cargo de gobernador por voluntad de Karzai y de los EE.UU. Al parecer, en un cierto momento, se lanzaron piedras contra los soldados del nuevo ejército afgano (creado y adiestrado por los americanos) que presidían la zona de la manifestación: los militares reaccionaron abriendo fuego sobre la multitud y asesinando a una mujer y su hija. Entonces, intervino la policía local arrestando a un soldado, pero sus compañeros lo defendieron con las armas, desencadenando una violenta batalla entre policía y ejército. Durante una hora se enfrentaron haciendo uso de metralletas y granadas. Al final, se contaban otros seis muertos, de los cuales tres eran civiles.
La mañana siguiente una muchedumbre enfurecida salió a la calle gritando: «¡Abajo América!», y lanzando piedras contra los palacios gubernamentales: el ejército volvió a responder con las armas, disparando sobre la manifestación, matando a un anciano e hiriendo a once personas.
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