Sé que puede parecer insólito pero, en Estados Unidos, fumar va a ser dentro de algunos años un hábito obligado a la hora de preservar la salud. Curiosamente, las extremas medidas adoptadas en ese país contra los fumadores, a quienes se trata como si fueran apestosos delincuentes, podrían ser la causa de que se revierta […]
Sé que puede parecer insólito pero, en Estados Unidos, fumar va a ser dentro de algunos años un hábito obligado a la hora de preservar la salud.
Curiosamente, las extremas medidas adoptadas en ese país contra los fumadores, a quienes se trata como si fueran apestosos delincuentes, podrían ser la causa de que se revierta la situación y los fumadores terminen siendo los únicos ciudadanos sanos en una sociedad enferma.
A ello contribuiría, notablemente, el propio modelo social al uso.
Lo he comprendido en estos días en que un amigo me narraba su odisea en Nueva York, invitado a comer a casa de unos amigos, en un quinto piso sin ascensor y en el que estaba terminantemente prohibido fumar, ni siquiera en el balcón.
Así que, mi amigo, fumador impenitente, para no exponer al resto de comensales a la infame insania del cigarrillo, bajó los cinco pisos y, un cigarrillo más tarde, los volvió a subir, escalón por escalón.
Mientras tanto, en la casa, los demás dieron buena cuenta de la ensalada de tomates transgénicos, lechuga irrigada con insecticida, extracto de patata con celulosa, pepinillo clonado, más un sabroso vino tinto mejorado con sangre animal para ganar color y espesor.
Como ya no quedaba nada en la mesa que llevarse a la boca y todavía no habían sacado el segundo plato, mi amigo se decidió por fumarse otro cigarrillo, bajando de nuevo los cinco pisos de escalera en deportivo ejercicio que, por cierto, le ayudó a desentumecer músculos y articulaciones hasta que, apurada la colilla, regresó a la casa de la única manera posible.
Cuando llegó arriba ya los comensales habían engullido en su ausencia un pollo con hormonas, hamburguesas de vaca loca, pato con gripe, costillas de cordero con aftosa, salchichas residuales, y más vino y refrescos de coca con colorantes cancerígenos.
Y ni siquiera quedaban para su consuelo restos de pan residual o agua con bacterias. Cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo y, en la esperanza de llegar al postre, mi amigo se volvió a lanzar escaleras abajo, desarrollando al máximo su capacidad pulmonar y poniendo a trabajar a su organismo.
En la calle, tuvo ocasión, también, de disipar los vapores de la calefacción y, recostado sobre la pared, disfrutar el tímido sol del mediodía, mientras saludaba a alguna joven distraída y prendía otro cigarrillo.
Quizás se entretuvo más de la cuenta. Lo cierto es que, cuando llegó a la casa, los demás habían terminado con todo el chocolate, incluyendo la grasa; no habían dejado un solo dulce sintético y se habían bebido toda la leche con brucelosis que tenían como postre. La hartura los mantenía varados en sus sillones, desparramados sus abdómenes, sin fuerzas, en un lamentable estado de sopor a la espera de una próxima y reconfortable cena.
Suerte que, insiste mi amigo, todavía estamos a tiempo de evitar que la epidemia alimenticia se extienda, que todavía estamos a tiempo de implementar campañas de educación que extiendan el hábito de fumar a escuelas y centros de maternidad porque…»no hay ningún estudio que diga que fumando vivirás más años, pero la felicidad alarga la vida» ¿o no?