El asesinato de Floyd no es un hecho fortuito. El año pasado 1.099 personas fueron asesinadas por la policía en Estados Unidos, de las cuales muchísimas eran negras. El 99 % de estos asesinatos están en la más escandalosa impunidad. Una tasa alarmante que compite con las cifras de otras “lumbreras” de los derechos humanos como Colombia. Esto demuestra que la violencia policial, lejos de ser una anomalía, es aupada por las élites de los EE.UU., tanto por republicanos como por demócratas.
Por fin se agotó la paciencia de las masas en la autoproclamada “tierra de la libertad”. El brutal asesinato de George Floyd, quien fue torturado hasta morir de asfixia durante 10 minutos a plena luz del día, se convirtió en la chispa que incendió la pradera. La vida de Floyd era más barata para la policía que el miserable billete falso de U$20 que lo acusaron de tener. En todo el país hay protestas que se han enfrentado a una impresionante violencia estatal, y que han desafiado las amenazas del presidente Donald Trump de militarizar, de disparar, de enviar perros rabiosos.
Imaginémonos por un segundo que fuera Maduro en  Venezuela o Rouhani en Irán quienes estuvieran utilizando este lenguaje  violento y quienes estuvieran reprimiendo así a su pueblo. Con toda  seguridad, en estos momentos, se estarían imponiendo sanciones  económicas, se estarían convocando a reuniones extraordinarias del  Consejo de Seguridad de la ONU, se estaría hablando de intervención  militar o incluso de bombardeos “inteligentes” en contra de estaciones  policiales para proteger a los “pobres ciudadanos” de los carniceros  gubernamentales. Tal vez el G-7 ya habría designado a dedo a un  presidente pelele y espurio al estilo de Guaidó como autoridad legítima.  
 La hipócrita de Michelle Bachelet, desde su oficina de Alta Comisionada  de la ONU para los Derechos Humanos, deplora el asesinato de Floyd pero  no dice nada de la violencia del Estado en contra de los manifestantes.  Qué diferencia con la vehemencia con la que ataca lanza en ristre a  Venezuela. Mientras tanto Almagro en la OEA –el mismo que monta una  bulla inmamable cada vez que a Maduro se le arranca un pedo- ha  mantenido un silencio sepulcral. ¿No resulta obvio que en este flamante  orden mundial hay una ley para el cártel de los países ricos y otra muy  diferente para los demás?
 El asesinato de Floyd no es un hecho fortuito. El año pasado 1.099  personas fueron asesinadas por la policía en Estados Unidos, de las  cuales muchísimas eran negras. El 99 % de estos asesinatos están en la más  escandalosa impunidad [1]. Una tasa alarmante que compite con las cifras  de otras “lumbreras” de los derechos humanos como Colombia. Esto  demuestra que la violencia policial, lejos de ser una anomalía, es  aupada por el establishment de los EEUU. Por todos, tanto republicanos como demócratas. 
 Como se vienen elecciones, los oportunistas del Partido Demócrata ya  están oliendo votos en el humo de las barricadas. Pero, ¿quién entre los  demócratas tiene autoridad moral para protestar por el racismo o la  violencia? ¿Obama? ¿El presidente que más personas ha deportado en la  historia de los EEUU? ¿Quién presidió la represión racial en Ferguson? ¿el hombre que derramo lágrimas de cocodrilo por el asesinato de Eric  Garner en el 2014, en circunstancias calcadas al asesinato de Floyd, sin  tomar ninguna acción al respecto? ¿Los Clinton? ¿La pareja de  “demócratas” que empezó la construcción del muro con México (aunque  ahora parece que no se acuerdan de eso), que hambreó a Haití e Irak y  bombardeó este último, pavimentando así el camino a la guerra de  Bush? ¿Los que financiaron, armaron y apoyaron a esas bellezas  fundamentalistas de Al-Qaeda mientras masacraban a diestra y siniestra  en Siria? ¿Sanders? ¿El que se llena la boca hablando de socialismo y  que no es capaz siquiera de enfrentarse a los líderes de su partido? Es  hora de llamar a esta pandilla de “demócratas” como lo que son, un  fraude. Son parte del problema, no de la solución. Todo lo que les  importa son las próximas elecciones. Les importan un bledo el racismo  estructural y la violencia policial, como lo han demostrado una y otra  vez cuando han llegado al poder. 
 La violencia racial y de clase en los EEUU es un problema estructural  que requiere transformaciones radicales en las instituciones.  Cualquier cambio cosmético no sirve para nada. El asesinato de Floyd  está empezando a corroer la farsa de la “tierra de la libertad”, de la  “tolerancia”, construida por inmigrantes supuestamente libres, amorosos e  igualitarios. Este mito es una mentira burda, una de las mentiras  favoritas de los “demócratas” en las protestas anti-Trump del 2016. El  inmundo hedor del racismo estructural, que es dos siglos más viejo que  Trump, está saliendo a flote, dejando al descubierto la fetidez de un  país construido sobre el genocidio de millones de indígenas y esclavos.  Un país construido sobre las deportaciones masivas de “radicales” e  “izquierdistas” en la década del 1920. Un país que ha linchado a miles  de negros, chinos y sindicalistas. Un país donde un descerebrado  supremacista blanco como John Wayne es reverenciado como un ídolo,  mientras que los artistas de verdad eran censurados y perseguidos en  medio de la fiebre macartista. Un país cuyo sistema judicial, que  ejecuta a tantas personas como las más eficientes tiranías del planeta,  tiene en su saldo de muerte los linchamientos judiciales de los mártires  de Chicago, Sacco y Vanzetti, así como de los Rosenbergs, entre  tantos otros, tras parodias judiciales. 
 El pueblo tiene derecho a estar enojado. Muy enojado. No se trata sólo  de Floyd. Se trata de más de 200 años de opresión y salvajadas. Aquellos  que exigen que la protesta sea “civilista” y “pacífica”, y por lo mismo  inocua, aquellos que condenan el “vandalismo” en términos mucho más  fuertes que con los que nunca han condenado al racismo, no son sino  hipócritas defensores del statu quo. Los verdaderos vándalos son  aquellos que piensan que tener un uniforme policial les da derecho de  mutilar, torturar, arrancar ojos y asesinar según sea su capricho. No  podemos permitir que se desnaturalice lo que realmente está ocurriendo y  la razón por la que millones han salido a tomar las calles. Como dijo  Albert Camus, lo que realmente debemos condenar no son tanto los actos  de violencia de los oprimidos como la violencia que engendran las  instituciones [2]. Es hora de cuestionar y trasformar esas  instituciones, las estructuras de la violencia que están arraigadas en  el Estado y en este modelo económico que, en estos precisos instantes,  condena a millones a la muerte por inanición y desempleo. 
 El problema es el sistema, no tal o cual policía, ni tal o cual  presidente, ni tal o cual partido político. Se requiere de  transformaciones profundas de las instituciones políticas que son  producto de este legado de brutalidad, segregación, exclusión,  explotación, guerra, militarismo, invasiones e imperialismo. Trump ha  denunciado la presencia de “anarquistas profesionales” entre los  manifestantes. Bien por ellos. El mundo civilizado los debería aplaudir  de pie. Esperemos que su presencia ayude a las masas que hoy se rebelan a  imaginar un país diferente, construido desde abajo, en paz con el resto  del mundo, pero en guerra permanente contra sus injusticias domésticas.  Un país que se libere de las lacras del racismo, del sexismo, de la  explotación de la clase trabajadora, de la tentación imperial. Que sea  una alternativa real a un mundo hoy en peligro inminente de colapsar en  gran medida por las acciones de los EE.UU. en cuanto superpotencia. Es el  pueblo en las calles quien tiene las respuestas, mientras que las  élites gobernantes, sean republicanas o demócratas, ni siquiera saben  las preguntas que hay que hacerse. 
Fuente:  http://www.anarkismo.net/article/31916 



