¿Sirve la Unión Europea para algo más que para salvar a regañadientes a economías en apuros, a cambio de draconianas políticas de austeridad? Puede que muchos descubran ahora que sí, tras el escándalo del ciberespionaje desvelado por Edward Snowden, el joven «soplón» de la CIA que ha puesto al Gobierno de Obama contra las cuerdas […]
¿Sirve la Unión Europea para algo más que para salvar a regañadientes a economías en apuros, a cambio de draconianas políticas de austeridad?
Puede que muchos descubran ahora que sí, tras el escándalo del ciberespionaje desvelado por Edward Snowden, el joven «soplón» de la CIA que ha puesto al Gobierno de Obama contra las cuerdas por espiar masivamente las comunicaciones electrónicas de cientos de miles de ciudadanos. El caso ha salido a la luz justo cuando la UE se prepara para librar una batalla frente a EEUU y frente a gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Yahoo o Microsoft por la privacidad de nuestros datos en la red.
Snowden abrió la caja de los truenos al desvelar el masivo espionaje a través del programa PRISM, diseñado en teoría para interceptar comunicaciones potencialmente peligrosas para la seguridad estadounidense. En realidad, la vigilancia se extendía a otros campos: ayer domingo, The Guardian, el periódico que junto al Washington Post sacó a la luz estas denuncias, publicaba que también se había espiado a los políticos y asesores internacionales que participaron en las cumbres del G-20 en Londres en 2009, cuando el laborista Gordon Brown era primer ministro. El centro de escuchas británico, gemelo de la Agencia de Seguridad de EEUU, espió las llamadas telefónicas y correos de los delegados oficiales, poco sospechosos de conspiraciones terroristas o de ser criminales organizados.
El espionaje político es una categoría en sí mismo, y estas últimas revelaciones pueden provocar un escándalo mayúsculo o quedar en agua de borrajas si la diplomacia consigue atenuar las protestas y solucionar el asunto bajo cuerda. Pero las filtraciones de Snowden tienen implicaciones muy serias para todos los ciudadanos: Facebook y Microsoft han reconocido que accedieron a dar información a la Agencia de Seguridad Nacional sobre 50.000 usuarios, y Google está negociando hacer públicas sus cifras. Apenas conocerse la megafiltración, Barack Obama salió como una bala a defender el derecho del Gobierno a proteger a sus ciudadanos, con la eterno argumento de que la máxima privacidad no siempre es compatible con la máxima seguridad. EEUU está dividido entre quienes consideran a Snowden un héroe y quienes le tildan de traidor.
Comunicarnos de manera instantánea, interactuar en las redes sociales, recabar información en la red, comprar a través de internet bienes y servicios, o solucionar trámites bancarios y administrativos online son algunas de las innumerables ventajas que la revolución tecnológica nos ha traído. A cambio, realizamos un striptease integral de quiénes somos, qué nivel de vida tenemos, qué nos gusta, qué odiamos y qué nos preocupa. Existe un uso comercial legítimo de esa información que tan inconsciente e ingenuamente vamos soltando, pero, como bien saben los ciudadanos de países que no gozan de los mismos derechos y libertades civiles, también estamos expuestos a que nuestros datos personales acaben siendo utilizados con fines espúreos.
Google, Facebook, Microsoft, Apple, Yahoo, Amazon, Ebay y todos los demás gigantes tecnológicos norteaemericanos defienden la privacidad de sus datos porque de ello depende que su negocio siga vivo; ahora estamos comprobando que no son tan diligentes como guardianes de nuestra intimidad como aseguran, si su Gobierno les pide colaboración: y es inevitable que surjan las dudas sobre si esa colaboración está limitada a sospechosos y criminales o se extiende de manera indiscriminada, tal y como denuncia Snowden. En cualquier caso, la legislación sobre privacidad en EEUU es mucho más laxa que la europea. Y la UE está preparando una nueva ley, más estricta aún, que se va a convertir en uno de los debates estrella de la próxima temporada -si la crisis no lo impide-. De momento, la ley ha puesto a trabajar a toda máquina a los lobbies del sector, si bien por motivos puramente comerciales. Hasta el momento, los debates giran fundamentalmente en torno al derecho al olvido -la capacidad de borrar de la red información que afecte negativamente a una persona-, y sobre la capacidad de estas empresas de manejar, vender o intercambiar los datos que han recabado sobre nosotros con o sin nuestro consentimiento.
Tras el caso de ciberespionaje, es necesario que la ley trascienda lo comercial para entrar en un terreno más complejo; que aborde qué garantías tenemos de que nuestros datos no acaben cedidos y en manos del Gobierno de otro país; al fin y al cabo, fue el propio Obama quien aseguró que el PRISM sólo espiaba a ciudadanos «fuera de EEUU». Esa explicación irritó a los europeos; en el pleno de Estrasburgo del pasado martes, un buen número de parlamentarios aprovecharon su turno de palabra para cuestionar una cooperación con Washington que desborda las cuestiones de seguridad. La comisaria de Justicia, Viviane Reding, pidió explicaciones al fiscal general, Eric Holder, quien se apresuró a asegurar que el programa PRISM no es indiscriminado, sino que se concentra en personas sospechosas de terrorismo o ciberdelincuencia. También aseguró que está sujeto a supervisión judicial: pero esta resulta tan opaca y sesgada como describe Daniel Ellsberg -el hombre que desveló los Papeles del Pentágono sobre la guerra de Vietnam en 1971-, en este artículo cuya lectura recomiendo vivamente. En él, Ellsberg asegura que «no ha habido en la historia estadounidense una filtración más importante que la publicación por parte de Edward Snowden del material de la Agencia Nacional de Seguridad».
La UE tiene otro frente abierto en este debate: el de la opinión pública. Las grandes compañías tecnológicas gozan de una imagen fresca, próxima y amistosa; al fin y al cabo, nos están facilitando la vida, y en muchas ocasiones, gratis. ¿Gratis? No del todo: a cambio les damos mucha información sobre nosotros, y esa información no solo tiene valor, sino además un precio. Y no son ONGs, sino empresas -muchas de ellas cotizan ya en bolsa-, que buscan legítimamente obtener el máximo beneficio de los servicios que ofrecen. Que apenas tributen en los países donde operan; que un porcentaje ínfimo de lo que facturan -por ejemplo aquí en España- acabe en las arcas públicas gracias a una agresiva política financiera está empezando a socavar esa imagen impoluta de jóvenes emprendedores que, desde un garaje, y despreocupados por el dinero, crean un imperio con el único fin de cambiar y mejorar el mundo. Lo cierto es que en Silicon Valley cada vez hay más multimillonarios, al tiempo que aumenta exponencialmente el número de pobres sin techo: como George Packer narra en un polémico artículo en The New Yorker, el valle se convertido en el lugar donde más desigualdad hay, en un país en el que las desigualdades han ido creciendo en los últimas décadas. Packer retrata una élite tecnológica ensimismada en su multimillonarias empresas y absolutamente ajena a cualquier compromiso social o político.
En otro artículo reciente del Financial Times sobre los lazos de Obama con Silicon Valley, Edward Luce le recomendaba mirar atrás y recordar cómo hace un siglo Theodore Roosevelt se enfrentó al inmenso poder emergente de los magnates del ferrocarril y del petróleo, que entonces transformaban el mundo. En nuestro caso, es la UE quien puede y debe ahora exhibir músculo para defender unos principios y derechos que van a colisionar no sólo con EEUU, sino con los gigantes tecnológicos: la connivencia entre ambos en el escándalo de ciberespionaje revelado por Snowden puede empezar a agrietar la fabulosa buena imagen de la que han disfrutado hasta ahora ante la ciudadanía global.