Cuando escribo estas líneas los colegios electorales todavía continuarán abiertos durante algunas horas más. Solo bien entrada la madrugada surgirán los primeros datos sobre el que será el próximo presidente de los Estados Unidos. En el caso altamente indeseable de que llegara a triunfar el general McCain, lo que estoy escribiendo parecerá obra de alguien […]
Cuando escribo estas líneas los colegios electorales todavía continuarán abiertos durante algunas horas más. Solo bien entrada la madrugada surgirán los primeros datos sobre el que será el próximo presidente de los Estados Unidos. En el caso altamente indeseable de que llegara a triunfar el general McCain, lo que estoy escribiendo parecerá obra de alguien cuyas ideas sobre el mundo en que vive pecan de total irrealidad, de un desconocimiento absoluto de los hilos con que se tejen los hechos políticos y los diversos objetivos estratégicos del planeta. Nunca el general McCain, siendo él, para colmo, como la propaganda no deja de considerar y un mísero paisano como yo nunca se atrevería a contradecir, un héroe de la guerra contra Vietnam, nunca osaría liquidar el campo de concentración y de tortura instalado en la base militar de Guantánamo y desmontar la propia base hasta el último tornillo, dejando el espacio que ocupa entregado a quien es su legítimo dueño, el pueblo cubano. Porque, se quiera o no se quiera, si es cierto que no siempre el hábito hace al monje, el uniforme, ése, hace siempre al general. ¿Derribar, desmontar? ¿Quién es el ingenuo que ha tenido semejante idea?
Y, pese a todo, es de eso precisamente de lo que se trata. Hace pocos minutos una cadena de radio portuguesa ha querido saber cuál sería la primera medida de gobierno que le propondría a Barack Obama en el supuesto de que sea él, como tantos andamos soñando desde hace un año y medio, el nuevo presidente de Estados Unidos. Fui rápido en la respuesta: desmontar la base militar de Guantánamo, mandar de vuelta a los marines, derribar esa vergüenza que ese campo de concentración (y de tortura, no lo olvidemos) representa, volver la página y pedir disculpas a Cuba. Y, de camino, acabar con el bloqueo, ese garrote con el que, inútilmente, se pretendió doblegar la voluntad del pueblo cubano. Puede suceder, y ojalá que así sea, que el resultado final de estas elecciones acabe invistiendo a la población norte-americana de una nueva dignidad y de un nuevo respeto por los demás, pero me permito recordarles a los falsos distraídos que, lecciones de la más autentica de las dignidades, de las que Washington podría haber aprendido, las ha estado dando cotidianamente el pueblo cubano en casi cincuenta años de patriótica resistencia.
¿Que no se pode hacer todo, así, de una sentada? Sí, tal vez no se pueda, pero, por favor, señor presidente, por lo menos haga algún gesto. Al contrario de lo que quizá le hayan dicho en los corredores del senado, esa isla es más que un dibujo en el mapa. Espero, señor presidente, que algún día quiera ir a Cuba para conocer a quien allí vive. Finalmente. Le prometo que nadie le hará daño.