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Nunca más Día de Acción de Gracias

Ha llegado el momento de establecer un día de la expiación

Fuentes: Znet

Traducido para Rebelión por Felisa Sastre

Un indicio de progreso moral en Estados Unidos sería reemplazar el Día de Acción de Gracias y su auto indulgente festín familiar por un Día de la Expiación acompañado de un ayuno colectivo de autorreflexión.

De hecho, los pueblos indígenas ya han ofrecido un ejemplo parecido: desde 1970 han establecido el cuarto jueves de noviembre como el Día del Duelo con una ceremonia espiritual y política en Coles Hill, ante la Plymouth Rock, en Massachussets, uno de los primeros lugares de la invasión europea de las Américas.

No sólo resulta imposible imaginar un cambio semejante en esta celebración de la supremacía blanca sino que la sóla mención de la idea lleva a la mayoría de los estadounidenses al borde de la apoplejía, lo que pone de manifiesto nuestra hipocresía histórica y su relación con las políticas imperiales contemporáneas de Estados Unidos.

Que las grandes potencias del mundo han alcanzado su «grandeza» por medio de una criminal brutalidad a gran escala no es nada nuevo, por supuesto. Y que esas mismas sociedades se nieguen a arrojar luz sobre esta historia de barbarie también es algo predecible.

Pero en Estados Unidos este rechazo a reconocer nuestro pecado original- el genocidio de los pueblos indígenas- hoy resulta especialmente importante. Ahora es algo rutinario- incluso entre los comentaristas conservadores- describir Estados Unidos como un imperio, en la medida en que todos entendemos que somos un imperio intrínsecamente benevolente pero, habida cuenta de que toda nuestra historia, contradice esa pretensión, la historia debe manipularse y falsearse para servir a los fines de los poderosos.

Uno de los instrumentos para domesticar la historia lo constituyen las diversas celebraciones patrióticas, con el Día de Acción de Gracias como eje de la construcción del mito estadounidense. Desde muy pequeños, los estadounidenses escuchamos la historia de los valerosos peregrinos, cuya búsqueda de la libertad los llevó desde Inglaterra a Massachussets. Allí, ayudados por los amigables indios Wampanoag, sobrevivieron en un entorno duro y desconocido, que terminó con el banquete de la primera cosecha en 1621 tras el primer invierno que pasaron allí.

Algunos aspectos de la historia convencional son ciertos, pero también es verdad que en 1637 el gobernador de Massachussets, John Winthrop, instituía la Acción de Gracias por el éxito de la masacre de centenares de indios Pequot, hombres, mujeres y niños, como parte de un largo y sangriento proceso para conseguir tierras adicionales en las que asentar a los invasores ingleses. El modelo se repetiría en todo el continente hasta exterminar al 95-99 por ciento de los indios americanos mientras al resto se le permitió integrarse en la sociedad blanca o que se extinguiera en las reservas, fuera la vista de la buena sociedad.

En pocas palabras, el día de Acción de Gracias es el día en el que la clase blanca dominante (y, tristemente, la mayoría de los que no son blancos pero tampoco población indígena) celebra el principio de un genocidio, bendecido de hecho por los hombres que consideramos nuestros heroicos Padres Fundadores.

El primer presidente, George Washington, dijo en 1783 que él prefería comprar las tierras de los indios en lugar de echarlos de ella porque esto equivaldría a echar a las «fieras salvajes» del bosque. Comparaba a los indios con los lobos: «ambos son bestias de presa aunque se diferencian en la forma». A Thomas Jefferson- tercer presidente y autor de la Declaración de Independencia, que se refiere a los indios como los «despiadados indios salvajes»- se le conoce por haber idealizado a los indígenas y a su cultura lo que no le impidió escribir a su secretario de Guerra, en 1807, ante un inminente enfrentamiento con ciertas tribus, «los exterminaremos a todos».

Cuando el genocidio llegaba a su fin a principios del siglo XX, Theodore Roosevelt (vigésimo sexto presidente) defendía la expansión de los blancos en todo el continente como un proceso inevitable «debido exclusivamente a la energía de las razas civilizadas que no han perdido su instinto bélico y que con su expansión están llevando la paz a las llanuras rojas donde dominan los pueblos bárbaros del mundo. Roosevelt en cierta ocasión también dijo, «No llego a pensar que los únicos indios buenos son los indios muertos pero creo que nueve de cada diez no lo son y no me atrevería investigar demasiado sobre el décimo».

¿Cómo debe un país afrontar el hecho de que sus más reverenciadas figuras históricas tenían unos valores morales y opiniones políticas prácticamente idénticas a las de los nazis? Pues así es como los políticos «respetables», los especialistas y los profesores representan su papel:

Cuando se invoca un aspecto glorioso y grande de nuestro pasado entonces la historia es absolutamente importante. Se nos habla de lo trascendental que resulta para la gente el conocimiento de la historia, y se producen muchas lamentaciones sobre el desconocimiento de las jóvenes generaciones sobre y respecto a esa historia. En Estados Unidos oímos hablar constantemente de la profunda sabiduría de los padres fundadores, del espíritu aventurero de los primeros exploradores, de la obstinada determinación de quienes «colonizaron» el país, y de lo fundamental que resulta que los niños lo aprendan.

Pero en cuanto uno introduce en las discusiones históricas hechos e interpretaciones que cuestionan la historia triunfal e incomodan a la gente- como el genocidio de los pueblos indígenas o el acta fundacional de Estados Unidos- de pronto la importancia de la historia desciende vertiginosamente y se le pregunta a uno, » ¿por qué insistes en dar vueltas al pasado?

Este es el signo de la bien disciplinada clase intelectual: la que puede alabar la importancia de conocer la historia para los ciudadanos contemporáneos y, al mismo tiempo, argumentar que no deberíamos invertir tanto tiempo en pensar en la historia.

Este compromiso parcial con la historia no es un asunto de interés meramente académico; como potencia mundial del momento, las elites estadounidenses tienen un interés evidente en el valor propagandístico contemporáneo de esa historia. Ocultar las verdades amargas sobre los crímenes históricos ayuda a perpetuar las fantasías sobre la benevolencia estadounidense, lo que facilita el vender las aventuras imperiales contemporáneas- tal que la invasión y ocupación de Irak- como otra acción altruista.

Cualquier tentativa de complicar esta historia garantiza la hostilidad de la cultura de los medios de comunicación. Tras poner de relieve durante una conferencia el salvajismo de los muy reverenciados padres fundadores de Estados Unidos, se me acusó de intentar «humillar a nuestra orgullosa nación» y de «minar la confianza de los jóvenes en nuestro país».

Sí, desde luego que eso es exactamente lo que querría conseguir, ya que deberíamos cultivar la virtud de la humildad y contrarrestar el excesivo orgullo que puede, combinado con la enorme fuerza, conducirnos a los grandes abusos de poder.

La Historia es importante, y esa es la razón por la que la gente en el poder se esfuerza en controlarla. Estados Unidos no es la única sociedad que se ha inventado una mitología semejante. Mientras algunos historiadores en Gran Bretaña continúan defendiendo los beneficios que el Imperio produjo en India, los movimientos políticos de la India quieren transformar en hechos históricos la mitología de Hindutva. El maltrato de la historia continúa en el antiguo Imperio y en la antigua colonia.

La historia puede ser una de la muchas formas de crear e imponer las jerarquía, o puede formar parte del proceso de liberación. La verdad no nos hace libres pero decir la verdad al menos abre posibilidades a la libertad.

Cuando los estadounidenses se sienten el Día de Acción de Gracias para atiborrarse con la grandeza del Imperio, muchos se preocuparán sobre los efectos que las comilonas tendrán en sus cinturas. En su lugar, deberíamos reflexionar sobre los efectos paralizantes para nuestras mentes de los mitos que se conmemoran este día.

Robert Jensen es profesor de periodismo en la Universidad de Texas en Austin, y autor de The Heart of Whiteness: RACE, Racism, an White Privilege and Citizens of the Empire: The Struggle to Claim Our Humanity (El corazón de los blancos: raza, racismo, privilegios blancos y ciudadanos del Imperio: la lucha para reivindicar nuestra humanidad), City Light Books). Su dirección es [email protected]

Enlace original:

http://www.zmag.org/content/print_article.cfm?itemID=9158&sectionID=105