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Hipocresía imperial

Fuentes: Progreso Semanal

«Los norteamericanos tienen un ejército profesional en Irak, pero se está volviendo tremendamente descuidado acerca de la manera en que mata a mujeres y niños en Faluya, simplemente negando que sus ataques aéreos estén matando a los inocentes, e insiste en que todos los 120 muertos de su operación en Samarra son insurgentes, cuando es […]

«Los norteamericanos tienen un ejército profesional en Irak, pero se está volviendo tremendamente descuidado acerca de la manera en que mata a mujeres y niños en Faluya, simplemente negando que sus ataques aéreos estén matando a los inocentes, e insiste en que todos los 120 muertos de su operación en Samarra son insurgentes, cuando es imposible que sea cierto.

Robert Fisk (Counterpunch, 11 de octubre de 2004)

El imperio se ha convertido en el elefante en la sala colectiva de EEUU. Millones aún niegan que su nación sea un coloso mundial, no una república a la antigua usanza (ver Progreso Semanal del 15 de abril de 2004). Los encuestadores no preguntan si un imperio y una república pueden cohabitar en el mismo espacio político. ¿Constituyen los cincuenta estados una república en funcionamiento o se han convertido en una fachada administrativa para el mayor y más poderoso -aunque informal- imperio del mundo?

La clase imperial hace su campaña por el poder durante la cual sus candidatos mantienen una retórica republicana; es más, ocurren elecciones vigorosas y muy televisadas en las cuales los candidatos difieren en cuanto a táctica y estrategia imperiales, tanto en el exterior como internamente -cómo cuánto dar o quitar a los pobres y a la clase media, cuánta degradación al entorno se puede permitir y si invadir a otros países con o sin alianzas formales.

¿Cómo responderían Bush y Kerry si se les pidiera en privado que definieran las diferencias entre el imperio y la república? ¿Se habrán convertido los perpetradores del mito republicano en los más fanáticos creyentes de sus propias invenciones? ¿Quiénes entre los poderosos mantienen en realidad la conciencia del engaño perpetuado por medio de los axiomas políticos? ¿Sonríen cínicamente los miembros de las juntas corporativas cuando oyen a Bush o a Kerry parlotear trivialidades acerca de libertad y democracia mientras aviones norteamericanos bombardean Faluya? ¿Se habrán ajustado los poderosos a la verbosidad orwelliana, como el sonsonete tan repetido por Bush de un «Irak libre»? ¿Disfruta el Secretario de Estado de fantasías sexuales cuando el gabinete discute de qué manera la política norteamericana mantiene la paz por medio de la guerra constante, logra los derechos humanos por medio de repetidas intervenciones y extiende la democracia al fomentar golpes de estado?

En el Senado de EEUU algún Solón, como Robert Byrd de Virginia Occidental, levanta su voz para recordar a los líderes de la nación que el imperialismo invalida la democracia. Pero él es un anciano y en el siglo 21 la juventud y el vigor, no la experiencia y el conocimiento, se han convertido en la prueba de la sabiduría. George W. Bush admite con orgullo que no lee. Pero el difunto Senador William Borah, ávido lector, pidió a sus colegas en el Senado que no confundieran los trucos lingüísticos con la lógica política. El patrioterismo, temía él, pudiera inducir a los norteamericanos a morir en guerras imperiales, a «someterse a cargas colocadas innecesariamente en sus espaldas por sus gobiernos». El Senador J. William Fulbright agregó durante la guerra de Viet Nam que «el precio del imperio es el alma norteamericana, y ese precio es demasiado alto».

Sin embargo, la cobertura verbal para el expansionismo siempre ha incluido la oratoria moralista. En 1898 el Presidente McKinley informó a la prensa que Dios le había dicho que tomara a Filipinas. Con referencia a su decisión de invadir Irak, Bush sugiere que tiene similares conexiones divinas. Los presidentes tradicionalmente fingen respeto por el derecho internacional -que violan cuando es conveniente. Durante casi un siglo, desde que el Presidente Woodrow Wilson pidió al congreso que declarara la guerra a Alemania a fin de «hacer el mundo más seguro para la democracia», los presidentes norteamericanos han dirigido cruzadas «democráticas»: contra el fascismo, el comunismo, el narcotráfico y ahora el terrorismo. (Otros cruzadas incluyen guerras contra la pobreza, el crimen y el cáncer.)

Para dar más peso a la retórica del apoyo al derecho internacional, los presidentes Franklin Roosevelt y Harry Truman apoyaron los Juicios de Nuremberg, en los cuales la guerra agresiva fue prohibida, y las Cartas de la ONU, la OEA y la OTAN afirmaron la no intervención como principio absoluto. Siempre que Estados Unidos decide realizar una guerra «preventiva» o intervenir encubiertamente en los asuntos internos de otra nación, enarbola la bandera retórica de la democracia.

Detrás de los lemas patrióticos está la suposición de que la causa norteamericana es la quintaesencia de la nobleza, ya sea para invadir a México y Cuba en el siglo 19 o a Viet Nam, Granada e Irak a fines del 20.

Durante las cuatro décadas de Guerra Fría, los líderes de EEUU usaron el axioma de la bondad de corazón para racionalizar el derrocamiento de incontables gobiernos y para afirmar la no intervención como un principio absoluto.

El bien inherente se ha mantenido como axioma de la seguridad nacional para irradiar a miles de sus propios ciudadanos en pruebas atómicas y para situar a tropas en bases alrededor del mundo a fin de proteger libertad, Dios, democracia y justicia. Y así sucesivamente.

Y el público parece hipnotizado por las eternas «amenazas» a su seguridad provenientes del extranjero.

Después de que Estados Unidos invadiera y ocupara Irak, un vocero del Departamento de Estado

tuvo las agallas -el niño que asesina a sus padres y luego pide clemencia sobre la base de que es huérfano- de quejarse de las «perturbaciones» de Cuba. ¿Era él conciente de que durante los últimos 45 años el gobierno de EEUU ha lanzado contra la isla miles de ataques terroristas y una invasión?

¿Se habrá convertido en un requerimiento para tener empleo en el Departamento de Estado que el vocero deba aprender las más sofisticadas formas de la hipocresía? Acusar a otros de perturbar la armonía internacional de hacer exactamente lo que Estados Unidos hace rutinariamente.

En este caso, según AP (8 de octubre), Cuba tuvo la audacia de entrenar a rebeldes y terroristas colombianos y «mantener una gran presencia en Venezuela».

Esta declaración repetía un reciente comentario del Secretario de Estado Colin Powell -cambió de opinión en esto- de que Castro se ha convertido en un perturbador en países sudamericanos y que «está haciendo que su propio pueblo sufra tremendamente».

El funcionario -las reglas del Departamento de Estado prohíben que se identifique- dijo que Cuba continúa entrenando a miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), las principales organizaciones guerrilleras colombianas. El Departamento de Estado identifica a ambos grupos en su lista de organizaciones terroristas internacionales. El funcionario no presentó pruebas de sus acusaciones.

Además, la noticia del 9 de octubre de AP asegura que el anónimo funcionario advirtió que el personal de Cuba en Venezuela podría dañar la democracia de Venezuela. El Departamento de Estado aún no ha explicado como puede amenazar la democracia el hecho de que se envíen miles de médicos y enfermeras para curar a los pobres de Venezuela, los cuales tienen poco acceso al cuidado de salud. Washington no hizo previamente comentarios acerca de cómo los anteriores presidentes venezolanos se negaron a usar la enorme riqueza petrolera del país para dar educación y servicios de salud a los pobres. Sin embargo, Estados Unidos sí apoyó un golpe de estado en abril de 2002 contra el presidente elegido Hugo Chávez. Es más, en nombre de la libertad EEUU ha apoyado o realizado golpes de estado en contra de gobiernos «desobedientes» en Guatemala (1954), Guyana (1958), República Dominicana (1963 y 1965), Brasil (1964), Chile (1973), Argentina (1974-5) y El Salvador (1979).

De alguna manera el Presidente venezolano Hugo Chávez mina la democracia al satisfacer las necesidades de salud y educación de la mayoría. Un indicio certero de «aceptabilidad» es el nivel de las relaciones con Washington. Las «buenas relaciones» con Estados Unidos tradicionalmente han significado la obediencia a los dictados de EEUU. Chávez ha demostrado ser tan desobediente que el pasado agosto sus oponentes, alentados por Estados Unidos, lo retaron a celebrar un referendo en el cual el Presidente obtuvo 59% del voto. Los antichavistas escandalizaron que Chávez había manipulado los resultados, pero la Organización de Estados Americanos y el Centro Carter, un grupo pro-democracia con sede en Atlanta y dirigido por el ex presidente Jimmy Carter, certificaron la transparencia del proceso electoral.

El público norteamericano sigue estando engañado. Oye confusos y repetidos dogmas de la Casa Blanca que repiten los medios más importantes. ¿A quién se puede creer?

Genuinos conservadores como Pat Buchanan han llamado al imperio por su nombre verdadero y aprendido las lecciones apropiadas. La historia enseña, advierte él en su libro Una república, no un imperio, que «todo intento por establecer la hegemonía provoca resentimiento y hostilidad. Las naciones más débiles buscan instintivamente entre sí la seguridad, creando las mismas combinaciones que los hegemonistas más temen.

Kerry niega la existencia del imperio y proyecta una imagen de «duro» para enfrentar al belicoso Bush -que en realidad nunca ha tenido que pelear, a no ser en una posible riña de bar durante sus días de fiesta y que la Casa Blanca no ha revelado.

Buchanan y otros conservadores comprenden que es hora de llamar al imperio por su nombre verdadero y cuestionar su aplicabilidad a los principios que aprendemos acerca de la democracia y la forma republicana de gobierno.

Después de que Kerry triunfe, los activistas serios deben comenzar a tratar el tema en su forma más creativa. Es un falso axioma que necesita ser desenmascarado antes de que el público norteamericano pueda comenzar a participar en la verdadera política. En los años 20, un grupo de senadores del Oeste liderados por William Borah de Idaho ayudaron a derrotar el Tratado de la Liga de las Naciones del Presidente Woodrow Wilson, basándose en que llevaba al país hacia una relación imperial. Estados Unidos hubiera tenido que servir de policía en el mundo. Tal tipo de acuerdo, argumentó Borah, planteaba contradicciones fundamentales con las reglas de una república; es más, imperio y gobierno republicano son totalmente incompatibles, aseguró. Tuvo razón entonces -y ahora.

El nuevo libro de Landau es El negocio de Estados Unidos: cómo los consumidores reemplazaron a los ciudadanos y de qué manera se puede invertir la tendencia. Landau dirige el programa de medios digitales en la Universidad Cal Poly Pomona y es miembro del Instituto para Estudios de Política.