Los próximos 6 y 9 de agosto se conmemorará el sesenta aniversario del bombardeo atómico sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki respectivamente. Más de 150.000 personas perdieron la vida al instante, y miles más murieron como consecuencia de las heridas producidas por las explosiones y por las enfermedades relacionadas con la radiación. Ahora, el mundo vuelve su mirada a aquellos dos fatídicos días de 1945
Hace calor. Son las siete de la mañana y el sol ya golpea con fuerza en un típico día de verano en Hiroshima. Akira Onogi tiene 16 años y disfruta de su día libre en el porche de su casa. Como miles de estudiantes más, ha sido reclutado para trabajar durante la guerra en la fábrica de armas de Mitsubishi. Aunque él no lo sabe, Japón está al borde de la derrota y Alemania ya ha caído. En la ciudad de Potsdam, los aliados determinan las condiciones de la rendición de Japón, cuyo territorio es bombardeado día tras día por los B-29 estadounidenses. Onogi, sin embargo, esta convencido de que su país ganara la II Guerra Mundial.
Suenan las agudas alarmas que avisan de un posible bombardeo. Junto a los otro cuatro miembros de su familia, Onogi corre hacia el refugio antiaereo. Pasan los minutos. Nada. El cielo sigue limpio, azul, sin rastro de bombarderos. Akira retoma el libro que estaba leyendo y su familia vuelve a los quehaceres cotidianos. Son las 8:14 horas. De repente, una fuerte luz azul ciega su vista. No le ha dado tiempo a abrir los ojos cuando la onda expansiva destroza su casa. Onogi no ha escuchado siquiera el estruendo de la explosión cuando pierde la consciencia. La primera bomba atómica que se lanza contra seres humanos ha caído a 1,2 kilometros de su hogar.
A esa misma hora, Isao Kita, de 33 años, se encuentra en el Instituto Meteorológico de Hiroshima, a 3,7 kilometros del epicentro en el que ha estallado ‘Little boy’. Desde los amplios ventanales del edificio, Kita observa el destello azul. Tal y como le han enseñado, el hombre salta de su silla y se tumba en el suelo con la cara boca abajo. Comienza a contar los segundos desde la explosión. Cinco. La estancia se llena repentinamente de un aire extremadamente caliente. Kita no comprende lo que sucede. No hay tiempo para pensar. Las ventanas estallan y el edificio se tambalea. Kita vuela, literalmente, hasta el extremo de la sala. Todo queda en silencio.
Una enorme columna de humo se eleva 20 kilómetros hacia el cielo. Un gris oscuro va invadiendo el radiante azul que ha reinado hasta ahora. Hiroshima ha sido arrasada. A lo lejos, el bombardero B-29 Enola Gay vuelve a la base estadounidense de la que ha partido dos horas antes. Misión cumplida. La bomba atómica ha sido lanzada en el centro de la ciudad. Con una capacidad destructiva equivalente a la de 12.500 toneladas de TNT, los 60 kilos de Uranio-235 de ‘Little boy’ han hecho explosión a 580 metros del suelo. La temperatura sobre la superficie en ese punto alcanza los 3.000 grados. Todo en un radio de cuatro kilometros comienza a arder.
Akira Onogi despierta. Está cubierto de escombros, pero puede moverse. Cree que una bomba convencional ha caído junto a su casa. Sin embargo, más de 80.000 personas han muerto ya de forma instantanea. Busca a su familia. Encuentra a su padre pocos metros más alla, cubierto de cascotes y con profundos cortes por todo el cuerpo. Aturdido, extrae con torpeza algunos de los cristales que sobresalen de su torso. Juntos continúan la búsqueda de la madre y sus tres hermanas y el hijo de una de ellas. Milagrosamente, todos están vivos. Onogi y su familia miran entonces alrededor. Todo ha desaparecido. Casas, calles, vehículos y personas.
Desde los escombros del Centro Meteorológico, situado en una colina, Isao Kita tiene una panorámica de la ciudad. Anonadado, ve cómo pequenos fuegos surgen aquí y allá. Van creciendo y amenazan con cubrirlo todo. Poco a poco, van apareciendo las siluetas de quienes han sobrevivido a la explosión. Sufren quemaduras de gravedad extrema, su piel cuelga a jirones y buscan desesperadamente agua. Tan pronto como beben unos sorbos, mueren. Una hora después de la deflagracion, comienza a llover. Se trata de un líquido negro y espeso que lo cubre todo pero que no impide la expansión del fuego. La lluvia radiactiva se encargara de hacer de la vida de los supervivientes un tormento. Hiroshima es la viva recreacion del infierno.
‘Fat man’
El 9 de agosto de 1945, tres días después de que Hiroshima desapareciera bajo el fuego y los escombros, la vida continuaba su curso habitual en Nagasaki. El trabajo en las fábricas de armas y explosivos seguía a pleno rendimiento, y los ciudadanos no conocían la magnitud de lo sucedido a poco más de un centenar de kilometros, aunque sí sabían de la existencia de una nueva bomba, de poder destructivo fuera de lo habitual, a la que habían apodado «bomba globo».
Chieko Watanabe tenía ese día 16 años. A las 11:00 de la mañana se encontraba en su puesto de trabajo en la fábrica de armas de Mitsubishi. Pasaban dos minutos de esa hora cuando vio una luz cegadora, como la de un rayo. A unos tres kilometros del recinto, el B-29 Bockscar había lanzado a «Fat man», la segunda bomba atómica que Estados Unidos dejaba caer sobre la población nipona. Esta vez, su potencial destructivo era similar al de 21.000 toneladas de TNT, y su corazón estaba compuesto por plutonio-239. Watanabe perdió el conocimiento y, cuando abrió los ojos, le pareció como si estuviera en otro mundo. La fábrica había quedado reducida a escombros, y los pilares de acero estaban completamente retorcidos. Una viga cayó sobre sus piernas impidiéndole moverse. Gracias a la ayuda de unas compañeras, consiguió salir y llegar al refugio aereo. Allí se encontró con cientos de heridos. Los más leves tenían grandes trozos de cristal incrustados por todo el cuerpo. Los más graves se encontraban en una situación tal que, a veces, era imposible determinar su sexo. El refugio pronto se llenó de cadáveres, tullidos y miembros humanos diseminados por el suelo. Watanabe salió a la calle. Una mujer había sufrido una decapitación instantanea mientras estaba sentada. Sin embargo, sus brazos seguían rodeando el cuerpo de un bebe cuya piel se había volatilizado. A pesar de ello, aun vivió unos instantes más.
Hideo Arakawa recuerda apesadumbrado aquel día. Trabajaba como profesor en la escuela de Shiroyama, a tan sólo 500 metros del epicentro en el que cayó «Fat man». Aun son visibles las cicatrices que la bomba atómica dibujó en su rostro. Habla con suavidad y de forma pausada, y al recordar los momentos más trágicos no puede contener las lagrimas. «No recuerdo haber visto ninguna luz ni haber escuchado estruendo alguno. Sólo sé que abrí los ojos y mis compañeros estaban muertos. No podía entender qué clase de explosivo podía haber causado tal destrozo. A pesar de que tenía los pies llenos de cristales, salí al exterior. Me encontré con mucha gente a la que el miedo le impulsaba a moverse como fuera. Un hombre caminaba con la cara en carne viva y sujetándose lo que parecían sus intestinos con la mano derecha. Se escuchaban gemidos procedentes de todas partes, gritos de ayuda que se iban extiguiendo. Los que podían moverse buscaban agua desesperadamente». Arakawa recuerda cómo el día oscureció hasta parecer de noche. «Había incendios por todas partes y casi todos los edificios habían sucumbido a la explosión. Algunos tranvías se habían quedado en el chasis, completamente calcinados». Como consecuencia directa de la explosión, 75.000 personas perdieron la vida en el acto. Otros 50.000 murieron en los meses siguientes, y 25.000 más como consecuencia de heridas y de enfermedades relacionadas con la radiación en años posteriores. En el caso de Hiroshima, en 2004 se contabilizaron 140.000 muertos totales.
En los días siguientes al bombardeo de Nagasaki, conscientes de la desinformacion existente entre la población nipona, aviones estadounidenses dejaron caer miles de octavillas sobre pueblos y ciudades japonesas. «Estamos en posesión del mayor explosivo jamás diseñado por el hombre, equiparable a todo el arsenal que pueden transportar 2.000 aviones B-29. Hemos comenzado a utilizar esta nueva bomba contra vuestro pueblo. Si tenéis alguna duda preguntad sobre lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki». El 15 de agosto, el emperador declaró la rendición de Japón, un país en ruinas. Terminaba así la II Guerra Mundial.
Una muerte lenta
En las horas siguientes a las deflagraciones de las bombas atómicas se vivieron escenas dantescas en los hospitales de Hiroshima y Nagasaki. Los ya de por sí escasos recursos quedaron completamente desbordados. Hiroshi Sawachica trabajaba como médico en el Hospital Militar de Ujina en Hiroshima, a 4,1 kilometros del epicentro en el que cayó ‘Little boy’. «Acababa de entrar a trabajar cuando, de repente, el cielo se tornó rojo», recuerda. «Tuve justo el tiempo suficiente para gritar que la gente se tirara al suelo. Cuando volví en mí, vi que todo estaba destrozado y que nadie permanecía de pie. Por el hueco de una ventana pude ver el hongo nuclear, aunque no sabía lo que eso significaba». Afortunadamente, las heridas de Sawachica y del resto del personal eran leves y tuvieron tiempo de tratarlas antes de que llegara «una riada de heridos».
Sawachica se preguntaba qué había ocurrido. «Los heridos llegaban como si fuesen fantasmas. Algunos tenían la cara tan quemada que era imposible reconocer sus facciones. Recibimos una avalancha como nunca en nuestras vidas. Lo peor era que podíamos hacer muy poco por salvar a la gente. Dejábamos a los heridos graves en una habitación y a los leves en otra. Iban muriendo poco a poco, y con mucho sufrimiento. Al final, los cadáveres se amontonaban por doquier. Lo que más me chocó es el olor que desprendían muertos y heridos. Todo el hospital quedó impregnado del mismo olor de las sepias secas cuando se ponen a la plancha».
Los médicos de los hospitales de Hiroshima y Nagasaki trabajaban de forma mecánica, desprovistos de sentimientos. «Creo que todos nos volvimos insensibles. Fue tan duro que nos pusimos una coraza para poder resistirlo», rememora Sawachica. Sin embargo, quedan imágenes grabadas en su memoria. «Aunque ya han pasado 60 años, me acuerdo perfectamente de una mujer embarazada que me agarró del pie en el hospital. Otros médicos ya la habían desahuciado debido a sus graves heridas y ella me dijo que sabía que iba a morir, pero que notaba las patadas que daba su hijo y que, por favor, se lo sacara para que pudiera vivir. Pero no había personal adecuado, así que lo único que pude hacer era decirle que volvería pronto con todo preparado. Cuando regresé, ya había muerto».
Aquellos que sobrevivieron a las primeras consecuencias del bombardeo atómico tuvieron que hacer frente a desconocidas enfermedades relacionadas con la exposición a la radiación de rayos gamma. Chieko Watanabe fue una de ellas. Tras haber caminado por las inmediaciones del epicentro y de haber recibido tratamiento para sus heridas, y cuando parecía que su estado de salud era bueno, la carne de sus piernas comenzó a pudrirse. Habían pasado ya varias semanas desde la explosión en Nagasaki y nadie se explicaba el porqué de esas secuelas. Su madre le quitaba diariamente la carne podrida con una cuchilla hasta que llego al hueso. Entonces la llevaron al hospital, pero no había medicamentos disponibles. En una grabación guardada en el Museo de la Bomba Atómica de Nagasaki, Chieko Watanabe relata su experiencia personal. «Aunque la situación de mis piernas mejoró, vomitaba líquidos extraños a menudo, y tenía una fuerte diarrea. Mi cuerpo olía fatal y en esos momentos pensaba que hubiese preferido morir». Watanabe estuvo diez años en la cama hasta que pudo volver a moverse por sí misma. Murió en 1993.
Desde el otro lado
Mientras Japón incineraba los cuerpos de los muertos en Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos celebraba su victoria y el final de la guerra. El plan para forzar a Japón a rendirse a través del uso de armas nucleares había surtido efecto. Culminaban así meses de una minuciosa planificación que comenzó tras el éxito de una prueba en Nuevo Méjico. Se elaboró entonces una lista de ciudades japonesas sobre las que podría efectuarse el ataque. Tenían que ser importantes núcleos urbanos situados en el radio de acción de alguna base estadounidense. Así se consideraron como objetivos principales las ciudades de Hiroshima, Kokura, Niigata y Kioto. Más tarde, los estadounidenses descartaron Kioto por su incalculable valor cultural y artístico. Nagasaki tomó su lugar.
El ataque debía realizarse en agosto y de forma visual, por lo que resultaba imprescindible contar con buena meteorología. El 26 de julio, a bordo del crucero Indianapolis, la bomba «Little Boy» llegó a su destino: el puerto de Tinian, en las Islas Marianas. Poco después, la «Fat Man» llegó por vía aérea. Mientras tanto, en Tokio se dictaban las condiciones para la recapitulación.
El 6 de agosto, el avión bombardero Enola Gay dejó caer en el centro de Hiroshima la primera bomba nuclear de la historia sin problema alguno. En el epicentro se formó una bola de fuego de unos 400 metros de diámetro, y alrededor de 60.000 edificios fueron completamente destruidos. Tres días después, Nagasaki no era el objetivo del bombardero Bockscar. La ciudad de Kokura era la elegida. Sin embargo, la meteorología no permitía un lanzamiento seguro, por lo que el capitán del B-29 decidió continuar hasta Nagasaki, objetivo secundario. Las condiciones tampoco eran óptimas pero decidieron dejar caer la «Fat Man» en lo que les pareció una calle céntrica. La bomba destruyó más de 40.000 edificios pero, a pesar de su mayor potencial destructivo, las consecuencias fueron menores gracias a que el bombardero erró en su lanzamiento y a que los montes Kompira e Inasa absorbieron gran parte de la onda expansiva.
Los supervivientes de las bombas atómicas, sin embargo, se preguntan qué culpa tenían ellos y sus allegados civiles. Y los hijos que nacieron con malformaciones genéticas. «Sean chinos, europeos o japoneses, los civiles siempre son quienes sufren el sinsentido de las guerras», comenta Chizue Fukutomi, quien, a pesar de encontrarse a tan sólo 1,3 kilometros del epicentro de Nagasaki, consiguió salvar su vida. «Hay que intentar erradicar la violencia, y las armas nucleares son su maximo exponente».
Despiece 1:
Un paseo por el horror
El corazón se encoge nada más entrar en el Museo de la Bomba Atomica de Nagasaki. Varias pantallas muestran en silencio el característico hongo de humo que se forma tras la detonación de un artefacto nuclear. A vista de pájaro, la imagen tiene una impactante belleza visual que esconde la brutalidad de las consecuencias en la superficie. Eso es lo único que vieron las tripulaciones del Enola Gay y del Bockscar, ajenos hasta días después de la tragedia que habían provocado.
En la sala a la que se accede a continuación, el visitante es capaz de sentir la fuerza de la explosion y el silencio que le sucedió. Presiden la estancia partes de la catedral de Urakami que se han restaurado. En una vitrina cercana, el reloj del edificio religioso es sólo un amasijo de hierros pero, terco, sigue marcando las 11.02, una hora que en Japón siempre irá ligada a la muerte.
No es fácil digerir las imagenes de la estancia central del museo. Cuerpos desnudos completamente calcinados, o en carne viva, consecuencia de las temperaturas extremas vividas cerca del epicentro. El cadaver de lo que se adivina un niño pequeño tumbado en el suelo en un último gesto de terror. Imágenes que muestran operaciones para extraer trozos de cristal y metales de cabezas que no se diría que pertenecen a un ser humano. Cuerpos de caballos completamente hinchados. El río Urakami repleto de cadáveres de quienes habían ido desesperados a por agua. Raíles de tranvía doblados como si fueran de plástico, y la desolacion de una ciudad reducida a escombros. Una vitrina muestra la masa en la que se convirtieron los huesos de una mano humana al fundirse con una botella. Y una replica de la bomba «Fat man», con una sección abierta para mostrar su mortífero corazón, permanece impasible frente a tanto horror.
«En aquel momento nos sentimos como conejillos de Indias», comenta Michiko Nakano, autora del libro «Nagasaki bajo la bomba atomica». «Ahora entiendo que nuestro país también es responsable de lo que ocurrió. En cualquier caso, las desgracias de Hiroshima y Nagasaki deberían servir al mundo para detener el ansia militar por conseguir un arma cada vez más potente. La capacidad destructiva del armamento nuclear existente en la actualidad es suficiente como para volar por los aires el planeta en varias ocasiones. Eso nos debería hacer reflexionar», subraya.
Sin embargo, la última de las salas del Museo de la Bomba Atomica de Nagasaki muestra la cruda realidad actual, completamente opuesta al deseo de Nakano. El número de potencias nucleares crece y la sofisticación de los artefactos, así como su potencia destructiva, es cada vez mayor.
Volver a la vida
Hiroshima y Nagasaki son ahora dos ciudades modernas y cosmopolitas en las que resulta dificil encontrar algún vestigio de la tragedia de agosto de 1945. La reconstruccion se llevó a cabo en un tiempo record, y sólo tres décadas después de la guerra Japón ya despuntaba como una de las potencias económicas mundiales. Estos días, sin embargo, la población echa la mirada atrás y las calles aparecen llenas de carteles que muestran el horror vivido hace 60 anos. En los dibujos, realizados en la línea del comic manga japonés, una familia corre despavorida ante la explosion del artefacto nuclear. En el centro de ambas ciudades tambien se pueden ver exposiciones fotográficas y otros tipos de documentos, aunque lo más impactante son las muestras de dolor de la población. Un tétrico payaso simboliza el sentir general frente a la estacion de trenes de Nagasaki, junto a una exposición en la que se exhiben fotografias de gran dureza. Su rostro, surcado por lagrimas que diluyen el maquillaje rojo que rodea los ojos, resulta escalofriante.
En Hiroshima, lo único que recuerda aquel 6 de agosto es el edificio conocido como A-bomb, uno de los pocos que se mantuvieron en pie en el epicentro de la explosión. En el centro de la ciudad, el Museo de la Paz de Hiroshima recuerda la necesidad de mantener la no proliferación nuclear, y aboga por la erradicación de este tipo de armamento en el mundo.
En Nagasaki, un obelisco negro recuerda el lugar exacto en el que cayo «Little boy». Un grupo de circunferencias concéntricas se marcan en un suelo en el que los cientificos auguraron que no crecería ningun tipo de vida en 75 años. Sin embargo, seis décadas después, el lugar se ha convertido en un parque y miles de personas viven tranquilamente en la zona residencial de Urakami. A pocos metros del memorial, una columna de lo que quedó en pie de la catedral de Urakami recuerda la desolación en la que se sumió la ciudad.
Sin embargo, ahora Hiroshima y Nagasaki bullen de actividad. Hombres de negocios en sus impolutos trajes corren de un lado para otro, símbolo del espectacular avance económico de Japón, la segunda economía más importante del mundo. Los centros comerciales se llenan los fines de semana, y miles de japoneses disfrutan de los parques de sus ciudades. Tranvías como los que quedaron reducidos a cenizas en Nagasaki funcionan como hace sesenta años, salvo porque ahora cuentan con aire acondicionado y sillones acolchados. Los vehículos, que aún mantienen en muchos casos su diseño original, son recuerdos vivos de un pasado que, afortunadamente, ya ha quedado atrás. Pero, como recuerdan los carteles que se exhiben en las dos únicas ciudades que han sufrido un ataque nuclear, es conveniente no olvidar las consecuencias de un armamento que todavía está de rabiosa actualidad.