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Entrevista a Emmanuel Rodríguez, sociólogo e historiador

«Hoy es mucho más importante tener movimientos, sindicatos, cooperativas… que una clase política fetén»

Fuentes: Ctxt

En el siglo XX, existía una cosa que se llamaba revolución. Consistía en tomar el Estado. De una forma u otra, la política, transformadora o no, ha consistido en algo parecido. En tomar, en ganar, en acercarse, en estar en el Estado. ¿Ser Estado, ganar elecciones y acceder a él, sigue siendo el programa de […]

En el siglo XX, existía una cosa que se llamaba revolución. Consistía en tomar el Estado. De una forma u otra, la política, transformadora o no, ha consistido en algo parecido. En tomar, en ganar, en acercarse, en estar en el Estado. ¿Ser Estado, ganar elecciones y acceder a él, sigue siendo el programa de la política? ¿Es efectivo? ¿Lo ha sido? En La política contra el Estado. Sobre la política de parte-Traficantes de Sueños, 2018- Emmanuel Rodríguez describe esa dinámica, sus resultados y un posible escenario para la política en el siglo XXI. La sociedad, el no-Estado, la creación de contrapoderes y hechos políticos fuera del Estado. En esta entrevista hablamos de todo ello con un autor -Fin de ciclo, 2020, Hipótesis democrática, 2012, ¿Por qué fracasó la democracia en España?, 2015, la política en el ocaso de la clase media, 2017-, que tal vez ha descrito más y mejor el proceso sociopolítico en el que estamos, iniciado en la segunda década del siglo XXI.

¿Qué substancias y categorías ha ido perdiendo el Estado, desde que se formuló por todo lo alto en la Paz de Westfalia?

La palabra Estado tiene algo de teológico. Soberanía es una palabra teológica. La idea de una totalidad que incluye y representa a todos los ciudadanos (que vela por ellos al tiempo que los somete) es teológica. En todo caso, diría que la idea de soberanía, de un Estado que puede y tiene capacidad de gobierno efectivo, esto es, de dirigir y organizar una sociedad, es hoy todavía más ficcional que hace cincuenta años. Se dirá que la soberanía siempre ha sido una ficción y que realmente el campo político se corresponde, desde el origen del Estado moderno (en los siglos XV o XVI), con un sistema mundo en el que unos Estados subordinan a otros, y por lo tanto son más soberanos que el resto. Lo que respondería a estas críticas es que en los tiempos de la globalización financiera, y de la circulación monetaria a tiempo real, ni siquiera los Estados más poderosos pueden escapar a esta forma de mando sobre la que apenas tienen control. Esto implica el fin del programa de las viejas izquierdas que remiten siempre a un Estado nacional, con programas nacionales de crecimiento, mercados laborales regulados y sistemas nacionales de provisión social.

¿Qué rol tiene hoy el Estado?

Un rol empresarial. Hoy los Estados son corporaciones sujetas a la misma disciplina que cualquier empresa: ser competitivos, tener un balance saneado que demuestre que son viables a medio plazo, disponer de un producto que se pueda «vender» en la economía global. La única diferencia, que no es poca, es que los integrantes de tal empresa son ciudadanos forzados a contribuir a esta empresa-Estado a la que pertenecen de forma obligatoria.

Apunta que el Estado sólo posee, de manera certera, ese residuo de lo que tuvo, que es su capacidad de represión. ¿La UE tiene muchos más juguetes, o van quedando fuera de lo público?

Exacto, la tendencia que hoy vemos con los Bolsonaro, Trump, Salvini… parece apuntar a que a la crisis de la soberanía del Estado, que es la de su capacidad de regular las sociedades modernas, se desliza hacia el autoritarismo y la represión. Lo que en definitiva muestra el callejón sin salida de la actual crisis y el fracaso de la forma del Estado liberal.

Con respecto a la Unión Europea, pienso que ésta no es un engaño. Se ha constituido como una forma de gobierno ajustada a la realidad del capitalismo actual. Con una transparencia y una claridad crueles, casi alemanas, gobierna la economía de los estados miembros (y por tanto a la población de esos países) a partir de una serie algorítmica muy simple que determina límites severos al gasto público, control de la deuda e inflación baja. En otras palabras, la UE se gobierna según la máxima de «todo por el beneficio financiero». En este sentido, mejor harían los autoproclamados marxistas y críticos con Europa en entender cómo es y cómo opera esta forma de gobierno, y en considerar a los Estados nacionales como simples guardeses de esa gran empresa. Creo que el mayor riesgo político reside hoy en confiar en que estos guardias jurados (los estados) pueden rebelarse contra el gobierno europeo. Hace tiempo que son simples gobernadores de provincias.

Lo de Catalunya, a partir de las preguntas y respuestas que hemos hecho hasta ahora, ¿qué es? ¿Un estertor de algo viejo? ¿Movimientos de algo nuevo?

Es algo muy nuevo, pero enfundado en ropajes viejos. El procés viene dotado de una épica democrática que hoy ya no corresponde. La crisis catalana es la crisis europea, la incapacidad de los Estados de garantizar las formas de reparto y redistribución del beneficio, que antes llamábamos Estado de bienestar. Es la revuelta de las clases medias en crisis. Y es a la vez la descomposición de la unidad de las élites políticas y económicas, que se deshace en las nuevas condiciones impuestas por el colapso financiero de 2008. Es también un proyecto para negociar una inserción ventajosa de esas élites territoriales y esas mismas clases medias catalanas en el marco del capitalismo europeo en crisis. Lo viejo es el lenguaje nacional y de revolución democrática que corresponde poco o nada con las viejas ideas de la república social universal proclamada en París en 1848 y de nuevo en 1873.

Dibuja en su libro el Estado como un punto de armonía, con sus más y sus menos, entre las clases sociales. ¿Qué es ahora?

De una parte nuestras sociedades son, sin duda, sociedades divididas, sociedades de ricos y pobres, de rentistas (hoy llamados inversores) y de trabajadores que viven al día. Son sociedades de clases. De otra parte, se trata de sociedades altamente estatalizadas. Esto quiere decir que casi para cualquier cosa dependemos del Estado. El milagro del Estado social es que consiguió encubrir durante algo más de medio siglo que el capitalismo es un régimen económico que produce división social. Lo hizo gracias a condicionantes históricos muy precisos, entre otros, un crecimiento industrial sostenido en los estados industrializados y la Guerra fría. Hoy, sin embargo, ni hay crecimiento consistente en esos países, ni nuestra economía política está organizada en torno a dos polos sociales y políticos supuestamente contrapuestos.

Hasta hace bien poco, no obstante, el Estado social de derecho podía tomarse como un ideal civilizatorio, que encarnaba la más alta realización del bien común. Lo que sería un error garrafal, creo, es tomar esa declaración ideológica del Estado como su realidad. Si el Estado podía ser aquel gran regulador social es porque hacía frente a poderosas amenazas sociales que venían desde abajo y que todavía aspiraban a generar otro orden social y político. El siglo XX, no se olvide, ha sido el siglo de las revoluciones, o lo que es lo mismo de una guerra civil casi ininterrumpida considerada a escala planetaria.

El Estado es la clase media, viene a decir. O las ganas de serlo. O las ganas de acceder a ella. O las ganas de no desaparecer de ella. ¿La clase media es un fantasma? Trump, Bolsorano, Vox, Catalunya… ¿son la voluntad de reedificar Estados con cosas que ya no existen, que ya no son nítidas?

La forma de integración estatal del siglo XX, la que responde a esa situación de guerra social explícita o larvada, fue, creo, la producción de una ingeniería política de inclusión masiva, que aspiraba a ser mayoritaria, casi universal. Toda la política del siglo XX parece girar en torno a la inclusión del pueblo (de todo el pueblo) en el Estado, a fin de que sea capaz de conjurar el riesgo de una revolución, o al menos de un malestar social que amenaza con el caos. Esto se sigue o se acompaña de un amplio programa de desproletarización. La forma de ese Estado tiene el nombre Estado de bienestar. Su política económica se llamó keynesianismo. Y su forma social se ajusta al término de sociedad de clases medias.

La tonalidad emotiva que invade, parece de forma casi unánime, a la propuesta política que corresponde con la crisis de esta formación social es la nostalgia: la vuelta a un Estado capaz de regular la economía y de producir ese efecto de inclusión que llamamos «pueblo» o «sociedad de clases medias». Lo único que diferencia a las propuestas del llamado populismo de izquierda del de derechas (también en sus versiones propiamente fascistas) es solo el grado de autoritarismo o liberalidad, de inclusión o exclusión social (léase migrantes, parias, «criminales») sobre el que asientan su proyecto. En todos los casos tendrán que gestionar las frustraciones que provocará su fracaso. Las derechas autoritarias, pero también ciertas izquierdas, son nostálgicos, porque no tienen más que una receta que hoy por hoy es impotente. O aún peor, liberticida. La receta es más Estado.

El Estado ya no es el centro de la política. ¿Cómo nos puede convencer de ello?

En realidad, el Estado ha sido el centro pero nunca el motor de la política, si por esta se entiende todo aquello que entraña la palabra emancipación. El Estado ha sido, eso sí, un efecto de esa política de emancipación. El Estado absorbió la amenaza del movimiento obrero en formas estatales como el derecho laboral, la seguridad social, la educación y la sanidad públicas. Hizo algo parecido con el feminismo, en forma de reconocimiento legal de la mujer y de la igualdad formal entre hombres y mujeres. Y en menor medida con otro tipo de movimientos políticos como el de las minorías de todo tipo, los migrantes o los negros en EEUU. Pero el Estado carece de la capacidad de generar estos movimientos. Estos son el resultado de la autoconstitución de sujetos políticos, que le exceden y se le oponen. La política de emancipación no nace del Estado, sino contra él. Esto es algo que nunca ha entendido la izquierda, y es lo que la sitúa siempre como la izquierda del Estado, esto es, como representación, y a la vez mecanismo de integración de los movimientos. Ahí reside también su propio fracaso, que en el fondo descansa en la idea-ficción de un Estado para todos, un Estado universal, que obviamente nunca resulta tal.

¿Cómo puede ser la política fuera del Estado, en un topos, como España, en el que el Estado tiene tanto prestigio, tanto que muchas emisiones de política son, precisamente, para declarar un Estado?¿Cuál es la agenda de esa política sin Estado?

Creo que el punto principal está en reconocer que en esta política no hay atajos. No se trata de que otros (llamase izquierda, Podemos o como sea) representen a las fuerzas de emancipación o de transformación. Se trata sencillamente de construirlas. Hoy es mucho más importante tener movimientos, sindicatos de verdad (no de los subvencionados), cooperativas, ateneos o centros sociales, que una clase política fetén. No podemos seguir delegando, según el mantra de que como hay gobiernos y partidos de izquierdas ya tenemos en nuestra mano una media solución política a la crisis capitalista. La política no va de buenas ideas y menos de buenas personas, sino de relación de fuerzas. Tomando la experiencia de Serge en la CNT de los años diez y que reflejó en un librito llamado La construcción de nuestra fuerza, el primer punto de nuestra agenda sería el de responder a la pregunta ¿dónde está nuestra fuerza? El segundo trataría de reforzarla y ampliarla. La pregunta por el poder, el gobierno y la reforma del Estado va en paralelo a estas cuestiones, pero las respuestas son del todo distintas cuando uno tiene sobre todo en mente la construcción de esa fuerza.

¿Por qué han fallado los acercamientos de la política al Estado emitidos por el post15M?

El mayor fracaso para un proyecto político es el de destruir su propia peana, sus bases, aquello que moviliza. Esto es lo que le ha pasado a la nueva política, a Podemos principalmente pero también a muchas candidaturas municipalistas en grandes ciudades. Han reducido a nada, o poco más que nada, la inmensa energía social que se organizó en círculos, adhesiones y expectativa de cambio. Y lo han hecho sobre la base de dar toda la prioridad a alcanzar posiciones institucionales y construir una nueva clase política… en construirse como «clase política». No deja de sorprender la increíble cantidad de energía consumida dentro de Podemos, disipada en la disputa interna por el control de los puestos de representación. En términos históricos, lo de Podemos ha sido uno de los procesos de institucionalización y burocratización más rápidos y completos que podamos considerar.

¿Cómo ve el futuro de una propuesta de política sin Estado? ¿Microcomunidades robustas, como lo era cuando la política no tenía como objetivo el Estado?

En términos casi de eslogan: movimientos, cooperativas, sindicatos, centros sociales y medios de comunicación propios. Todo lo demás vendrá de que sepamos construir estos edificios.

Fuente: http://ctxt.es/es/20181226/Politica/23442/Guillem-Martinez-entrevista-Emmanuel-Rodriguez-politica-historiador-sociologo.htm