Bush y Blair comparecían ayer ante la opinión pública para reconocer, supuestamente, algunos errores cometidos en relación a Iraq y, en cualquier caso, sin que tal reconocimiento conduzca a su arrepentimiento. Y aquí es que la razón pura, que diría Kant, se vuelve mierda de gato porque ya me dirán ustedes cuál es el sentido […]
Bush y Blair comparecían ayer ante la opinión pública para reconocer, supuestamente, algunos errores cometidos en relación a Iraq y, en cualquier caso, sin que tal reconocimiento conduzca a su arrepentimiento.
Y aquí es que la razón pura, que diría Kant, se vuelve mierda de gato porque ya me dirán ustedes cuál es el sentido de reconocer lo que se valora como error si, ante el error que se reconoce, no hay arrepentimiento alguno que absuelva al declarante de seguir errando. Y no estoy hablando en términos morales ni legales. Me limito al terreno de la lógica. La misma, por ejemplo, con que Homer Simpson, en estos días, trataba de conectarse ilegalmente a un poste de electricidad y, frente a un fusible rojo y otro azul, él alternaba los intentos y la electricidad sus corrientazos, sin que los repetidos errores llevaran a Homer a considerar otras posibilidades.
Reconocer un error pero no arrepentirse del mismo sólo conduce a reiterarlo, y las únicas razones que se me ocurren para explicar semejante despropósito es que el interesado mienta, y para nada crea que su acción haya sido un error, que sea absolutamente idiota, o la discreta combinación de ambas.
Y conste que lamento no haber encontrado otro ejemplo más a mano que Homer Simpson quien, no obstante sus conocidas debilidades, es en el fondo un ser entrañable. Nada que ver con los dos canallas a los que me refiero.
Al fin y al cabo, si sólo se tratara de errores, de nada estaríamos hablando. Errar es de humanos y a cualquiera puede perdonársele la torpeza. Equivocarse, lejos de lo que algunos piensan, es un derecho inalienable al que nadie debe renunciar.
De hecho, les reconozco que nada detesto más que encontrarme con personas dispuestas a equivocarse en mi nombre, porque hace tiempo que aprendí a equivocarme solo y lo sé hacer, por cierto, muy bien. Quizás por ello es que me muestro tan indulgente con los errores ajenos y disculpo tan fácilmente la torpeza de quien careciendo de las necesarias herramientas para sobreponerse a una calamidad, se arroja de cabeza a ella sin calibrar riesgos ni importarle las consecuencias.
Ahora bien, hay errores cuyos efectos sólo perjudican al incumbente, como hay errores cuyas consecuencias las pagamos todos, menos el autor del desafuero. Y como los errores que no se purgan, inevitablemente, se repiten, con frecuencia nos encontramos con «herrados» profesionales dispuestos a superarse en cada error. En estos casos, sus torpezas pueden ser devastadoras cuando aparecen acompañadas de la mejor de sus aliadas: la arrogancia.
Y ello sí que es preocupante porque errar puede ser un derecho pero nunca un oficio.
Claro que poco deben importar semejantes consideraciones al Estado que acumula el mayor número de disculpas del planeta. Lástima que esas disculpas sean lo único que vamos a obtener de Estados Unidos por ser también lo único que están dispuestos a ofrecer.
«I`m sorry» han venido repitiendo una tras otro los presidentes que se han sucedido en la Casa Blanca sin que tanta disculpa, sin que tanto error reconocido, generase el menor cambio en la conducta.
Bill Clinton, antes o después de pedir públicas excusas por haber sostenido una «impropia relación» con una impropia becaria, lamentó públicamente el error de su país de haber apoyado al régimen racista sudafricano, el error de respaldar a Pinochet, Duvalier, Trujillo, Castillo Armas, Ríos Mont, Somoza, Stroerner, D`abuisson y tantos otros criminales doctorados, por cierto, en las erróneas academias militares estadounidenses. Se disculpó por los errores cometidos por los marines en Vietnam, con matanzas tan poco edificantes como las de My Lay, aldea en la que los marines sacaron de su error a los pobladores purificándolos con fuego; por los errores que sirvieron de respaldo a las sucesivas dictaduras militares argentinas; por los errores cometidos en respaldo de viejos amigos como Noriega o Sadam Hussein; por el erróneo bombardeo del manicomio de Grenada en el que 28 enfermos perdieron algo más que la cordura; por los tres mil muertos por error en el barrio Los Chorrillos de Panamá; por los múltiples errores perpetrados en Belgrado y Kosovo, bombardeando todo lo que se moviera, así fueran sus propios aliados, trenes de pasajeros, hospitales o columnas de refugiados, y también lo que no se movía, como la embajada china, iglesias, el zoológico y canales de televisión.
Errores que explicaban la muerte de veinte alpinistas en los Alpes luego de que un piloto estadounidense que se entretenía haciendo cabriolas con su aparato, cortara el cable del teleférico; errores por el bombardeo con fuego real en Vieques y la muerte de un puertorriqueño; errores por el hundimiento de un barco-escuela japonés en el Mar del Japón luego de que emergiera, súbitamente, un submarino estadounidense cuyo comandante explicaba a algunos turistas a bordo del submarino las habilidades del sumergible.
Clinton hasta aprovechó los ratos libres que le dejaba el sacxo y la becaria para pedir perdón por los errores que cometió su país durante la II Guerra Mundial canjeando presos estadounidenses en poder de Japón por peruanos secuestrados por el ejército de Estados Unidos a los que hicieron pasar por japoneses. En este caso se ignora a quién pedía Clinton perdón, si a los estadounidenses por engañarlos, a los japoneses por estafarlos o a los peruanos por secuestrarlos.
Es tal el apego a la disculpa de los gobiernos de Estados Unidos que, incluso, en situaciones como la vivida en julio del 2001, cuando un avión espía de Estados Unidos, en misión de espionaje, dotado de sofisticados equipos para espiar, pero conducido por «personas», «tripulantes», «militares» y (más tarde) «rehenes», en ningún caso espías, fue obligado a aterrizar en China, tras un incidente aéreo que le costó la vida a un piloto de ese país.
Para la entrega de quienes la prensa llamaba «pilotos», «miembros» y «oficiales», además de los otros eufemismos ya vistos, jamás espías, el gobierno de China sólo exigió una cosa: disculpas.
Y tardaron las disculpas, casi tanto como la entrega de los espías, pero se dieron. Quizás porque las disculpas no cotizan en Bolsa, porque salen baratas cuando sólo son disculpas, pero nadie puede negarle a los presidentes estadounidenses su capacidad para disculparse, aunque se tarden.
George W.Bush ni siquiera esperó a ser presidente para iniciar su catarsis de disculpas y, ya como candidato, pidió público perdón por sus reconocidas experiencias con las drogas, sobre todo el alcohol y la cocaína, según declaraba, «cuando era joven e irresponsable», curioso atributo, por cierto, el que Bush confería a la juventud.
Atributo que, tampoco descarto, se haya visto reforzado con los errores de conducta de sus adolescentes y bebedoras hijas, por las que el presidente también ha tenido que pedir algo más que disculpas.
Con apenas horas de haber sido elegido presidente ya estaba el hombre pidiendo perdón por haber confundido un país con otro y no saberse el nombre del presidente paquistaní con quien se entrevistaría esa misma tarde.
En esos mismos días volvió a pedir disculpas por un error de bulto en la misma Casa Blanca, al pensar cerrados los micrófonos que estaban abiertos y él aprovecharlo para llamar «pedazo de sica y de no cualquier sica, sino de una sica de primera» a un periodista que, tal vez fuera una sica, pero no era sordo. Tampoco lo eran los numerosos periodistas y funcionarios que participaban en la rueda de prensa y que se quedaron helados cuando el presidente cometió su error. Tampoco era el único presidente que erraba al confundir un micrófono abierto con uno cerrado. Ronald Reagan, años antes, no supo distinguir el «in» del «on» y declaró la guerra a la URSS en otra rueda de prensa.
En el caso de Bush, esos errores iniciales sólo eran el comienzo de una prometedora carrera.
Uno de los mensajes que más circula por Internet es ese que desglosa algunas frases escogidas de Bush y que, cada vez que abre la boca el presidente, debe ser actualizado. A veces, justo es reconocerlo, ni siquiera necesita decir nada, basta que se empeñe en abrir una puerta sin auxiliarse de la oportuna llave, como le ocurriera durante una conferencia de prensa con el primer ministro chino, cuando saltándose el protocolo y sorprendiendo a todo el mundo (sospecho que había alguna incontinencia urinaria y no estaba cerca la Condolezza para darle permiso) abandonó el podium y se dirigió hacia una puerta próxima intentando inútilmente abrirla. La puerta, además de estar cerrada no lo reconoció, y Bush se pasó un minuto ante la atónita mirada de todos los presentes forcejeando con la desconsiderada puerta hasta que, finalmente, el presidente se rindió.
Y tampoco es sabido que dijera nada cuando, según sus propias declaraciones, cometió el error que tanto le censurara su mamá de niño, de comer precipitadamente unas galletas Prezzler, de suerte que, con los primeros síntomas de asfixia cayó al suelo y se golpeó el rostro. Con los hematomas en la cara lo explicaba en rueda de prensa al día siguiente del percance sin que a ningún periodista se le ocurriera preguntarle si las galletas se las había regalado Yeltsin.
De los errores relacionados con la planificación de la agresión y posterior invasión a Iraq poco hay que decir que no se sepa o recuerde. Todavía los medios de comuniación no han logrado borrar de la colectiva memoria el calculado error de la masacre so pretexto de inexistentes armas, error que, por supuesto, debe achacarse a los servicios de información.
Erradas fueron las fotografías que demostraban los depósitos de armas, erróneo el frasco de viruela que desde la televisión mostrara Powell al mundo; errados los 18 laboratorios ambulantes dedicados a trasladar de un lugar a otro las erradas armas por Iraq; errada la creencia de que invadiendo Iraq serían recibidos como liberadores…
Ni siquiera acertó Bush al declarar el fin de la guerra el mismo día que comenzaba.
De una guerra que ostenta entre otros récords el de ser la que más vidas de periodistas se han cobrado los errores de los marines. Entre ellos, el periodista español Couso, fusilado a obuses por un tanque estadounidense, junto a otro informador, en lo que la Audiencia Nacional Española calificó de error habitual en toda guerra.
Son tantos los errores cometidos por los infantes y sus gobiernos que hasta podrían agruparse por temas. Por ejemplo, el de los errores con las bodas.
Primero fue un enlace matrimonial interrumpido en Belgrado cuando, no conformes con que los invitados lanzaran comunes granos de arroz a los novios, aviones estadounidenses contribuyeron a las nupcias con un misil, convirtiendo la boda en un entierro.
Más tarde fue en Afganistán, donde un error en la información, confundió una boda local con un mitin, siendo bombardeado el matrimonio y muriendo los contrayentes, el religioso y trece invitados.
Más recientemente la boda masacrada fue en Iraq donde los aviones estadounidenses mataron a 40 personas, incluyendo novios, padrinos, testigos y asistentes.
Estados Unidos debería a la mayor brevedad establecer una nueva secretaría o ministerio: la Secretaría de Errores y Disculpas, que no dudo tendría una legión de aspirantes a dirigirla, todos sobrados de experiencia, sólo con los ex presidentes que no hayan sido asesinados para entonces.
Pero en cualquier caso, el error del que Bush se dolía ayer, que recalcó para las cámaras, y que yo ni siquiera he citado: las torturas en Iraq, no parece, por su resistencia a arrepentirse, que se refiera tanto a lo repugnante de la tortura en sí como al hecho de que ésta haya sido descubierta. Si le preocupara la tortura no tendría por qué irse tan lejos o limitarse a tan poco. En Guantánamo por una orden suya que, hasta el momento, no ha sido declarada como error, más de 700 personas han sido despojadas de todos sus derechos, incluso, el derecho a una acusación y a una defensa, el simple derecho a una identidad. Y son torturadas ante la cómplice mirada de esa absurda entelequia conocida como Naciones Unidas.
El error en relación a la prisión iraquí no estuvo, según Bush, en la aplicación de la tortura como criminal «metodología de trabajo», o en la institucionalización de la tortura por instrucciones precisas del alto mando y en cumplimiento de órdenes del superior gobierno. El error no consistió en respaldar tan salvajes procedimientos, el error no fue autorizar la aberración de la tortura, el error, el único error del que se duele Bush fue que algunos de los soldados torturadores no renunciaran a la idea de llevarse de Iraq sus «souvenirs», sus simpáticas fotos paseando de la correa por las celdas sus humanoides perros; su graciosa manera de defecar encima de un pobre viejo molido a golpes; sus instantáneas junto a los presos encapuchados acosados por los perros… esas fotos que acabaron llegando a las redacciones de periódicos dispuestos a mostrarlas, ese es el error que ayer Bush lamentaba.
Claro que hubo un error previo, anterior a todos, el error-causa que generó estos efectos, pero ese error no se puede achacar a Bush ni a Blair, sino a sus madres.