No hay duda sobre lo insólito que resulta para la opinión internacional, el perfil personal del candidato demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos, ya que por la sola posibilidad de su triunfo en este desafío electoral de 2008, nos acerca a lo que hasta hace muy poco era una utopía: ver al país […]
No hay duda sobre lo insólito que resulta para la opinión internacional, el perfil personal del candidato demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos, ya que por la sola posibilidad de su triunfo en este desafío electoral de 2008, nos acerca a lo que hasta hace muy poco era una utopía: ver al país líder en segregación racial estar bajo la conducción de un integrante de las etnias más maltratadas en la historia, los afrodescendientes. Por ello, no deja de ser asombroso que quien responde al nombre de Barack Hussein Obama Jr., nacido en Hawai, hijo de un musulmán Keniano y con una carrera política tan corta, sea hoy en las encuestas el flamante favorito para convertirse en el primer «presidente negro de una Casa Blanca».
Para satisfacción de quienes ven las elecciones como farándula y basándome en mi relación desde niño con ese pueblo, su lengua y su cultura, me bastaría proponer que estudiáramos el «Efecto Bradley», un fenómeno de la cultura política gringa según el cual los candidatos afroamericanos -o miembros de cualquier otra minoría racial- suelen tener mejores resultados en las encuestas que en las urnas, en virtud de un supuesto «racismo secreto» en el electorado. Sin embargo, creo juicioso ir más allá de los datos genealógicos de Obama y me inscribo entre los revolucionarios comprometidos con materialismo histórico para advertir que conservamos una duda razonable sobre el programa político que pueda desarrollar este enigmático personaje en el hipotético caso de llegar a presidente, puesto que sabemos que la pertenencia a una raza o etnia (segregada o no) no garantiza un compromiso de reivindicación con el multidiverso conjunto de excluidos del planeta.
En efecto, nuestra prédica revolucionaria ha sido clara y constante respecto a que el conflicto real de la humanidad radica en la división entre explotadores y explotados; y que las injusticias de cualquier otra naturaleza (raciales, religiosas, políticas o de género, etc.) son consecuencia de la referida segmentación socioeconómica. Precisemos entonces los fenómenos históricos en su justa dimensión e identifiquemos que la marginación padecida por los afrodescendientes durante siglos ha girado en torno a su empobrecimiento, que ésta no les ha sido impuesta por la generalidad de la sociedad, sino específicamente por la clase dominante de cada época de la humanidad: los esclavistas de ayer son la burguesía de hoy.
El perfil de Obama está muy lejos de los grandes revolucionarios afroamericanos como Paul Robeson, Martin Luther King Jr., Malcolm X, Muhammad Ali, Louis Farrakhan o Jessie Jackson. De allí que para anticiparnos responsablemente al rumbo de un gobierno presidido por este «simpático burgués», abogado egresado de la aristocrática Universidad de Harvard y cuya campaña archimillonaria ha estado abiertamente financiada por superpoderosos consorcios económicos, sea necesario reflexionar sobre su trayectoria como miembro de su comunidad, actor político y hombre profesional. Ello aportaría los mejores elementos para precisar su identidad de clase y determinar lo realmente importante: si su gobierno se inclinaría a favor de los explotadores o de los explotados, más allá del color de su piel. Es ésta la motivación de nuestro título: Lo siento, Señor Obama …el problema es la clase, no el color.