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Crónica desde Siria (2/5)

¿Internacionalistas o terroristas?

Fuentes: Fortress Europe

Traducido por Alma Allende


Había conocido a Abu Abed la primera noche, en el hospital Zarzour, al mismo tiempo que a Abu Moaz y a Abu Zeid. Tras dejar los fusiles en la entrada de la clínica y arrastrados por la voz operística de Abu zeid, habían entretenido a médicos y enfermeras durante más de media hora con un largo repertorio de canciones de guerra. Canciones que animan a los jóvenes a empuñar las armas, a decir adiós a las propias familias y a partir para la guerra. Una guerra combatida en nombre de Dios para poner fin a la injusticia y a la opresión y para difundir el islam. Sin temer nunca a la muerte. Porque los que mueren mártires en la vía del señor, vivirán para siempre en el paraíso, rodeado por 72 espléndidas vírgenes. Es lo que los hombres religiosos llaman yihad. Y es lo que está empujando a jóvenes de todo el mundo a unirse a la revolución siria. Jóvenes como Abu Zeid y Abu Moaz, que han llegado a Siria desde muy lejos.

Sí, porque Abu Zeid «el cantante» no es sirio sino tunecino. Llegó a Alepo hace un mes. Consiguió los contactos adecuados gracias a un grupo salafista de Sfax y el fusil belga de alta precisión con el que hace de francotirador en las filas del Ejército Libre Sirio lo ha comprado de su propio bolsillo. Abu Moaz, en cambio, es egipcio. Antes de venir a Siria, era profesor de historia islámica en la universidad de Al-Azhar, en El Cairo. Los dos tienen treinta años. La misma edad que Abu Abed, el único sirio de los tres, que antes de la revolución trabajaba como imán en una mezquita de Alepo y que ya había sido condenado a tres años de cárcel en 2008 por sus sermones contra el régimen.

Lo que une a Abu Zeid, Abu Moaz y Abu Abed es la bandera bajo la que combaten: la bandera negra del yihad. La misma que desde hace un mes ondea sobre la escuela de Skhari, que en Alepo es la sede de una de las más importantes brigadas revolucionarias islamistas: los Ahrar Al Sham, los Libres del Levante. Sobre ella está escrito en árabe: la ilaha illa allah wa Mohammed rasul allah: no hay más dios que Dios y Mahoma es su profeta».
Durante años esta bandera negra ha sido usada por un millar de siglas del terrorismo islámico. En la Siria de hoy, sin embargo, se ha convertido en el símbolo del internacionalismo islamista. Sí, porque en la escuela de Sukkari se asientan combatientes de medio mundo: libios, saudíes, chechenos, tunecinos, afganos, pero también franceses y australianos.
Tienen la barba larga, el turbante negro, pantalones militares de camuflaje y un kalashnikov al hombro. Entre ellos hay veteranos de guerra, como los chechenos, los libios y los afganos. Otros, en cambio, son veinteañeros y ésta es su primera experiencia. No todos tienen una formación islamista radical. Muchos de ellos han venido únicamente para seguir un gran ideal de solidaridad con la comunidad musulmana sunnita siria, de la que se sienten miembros no obstante las fronteras. Ni más ni menos que como los comunistas italianos que en 1936 fueron a España a combatir el fascismo.
A cambio de participar en la guerra no obtendrán nada. Al contrario, saben que la mayor parte de ellos morirá pronto en la batalla. Lo que no saben es que los que se salven no lograrán conservar su idealismo. Porque, como todas las guerras, ésta es una guerra sucia.

Sucia como el saco que lleva al hombro el viejo que acaba de salir de la sede de la brigada islamista. Gotea sangre. Dentro está la ropa de los shabiha capturados en los últimos días. Se trata de los criminales pagados por el régimen para perseguir a los opositores. Les ha cortado el cuello el afgano con una especie de espada. Han enterrado los cuerpos bajo el puente de la cuneta, donde han sepultado ya a una veintena de esbirros del régimen, ajusticiados de la misma manera. El viejo está yendo ahora a quemar sus ropas.

Ninguno de los combatientes, sin embargo, le presta atención. Porque entre tanto ha llegado un coche a toda velocidad. Los primeros en bajar son Abu Zeid y Abu Moaz. Dentro hay un cadáver que debe ser descargado. Se trata de Abu Abed. Todo ha sucedido una hora antes. Un disparo de mortero ha estallado a un par de metros del automóvil. Y para Abu Abed no ha habido nada que hacer.

Ahora su cuerpo frío yace en una camilla en el centro de la mezquita de Fatima Aqila, envuelto en una sábana manchada de sangre. Abu Zeid lo besa en la frente amarillenta a modo de despedida. Más lejos, Abu Moaz selecciona en el teléfono móvil el nuevo fondo de pantalla. Es la última foto que le hizo a Abu Abed con sus dos hijas antes de partir para la guerra.


El llanto de los hombres en armas dura poco. El sol está ya alto y Abu Abed debe partir para su último viaje. La tradición quiere que sea enterrado antes del crepúsculo en su aldea natal, en las colinas de Atma, en la frontera con Turquía.

El viaje dura mucho más de las dos horas previstas. Antes nos paramos en medio del campo, al norte de Alepo, para descargar un grupo de combatientes chechenos en una nueva línea del frente. A continuación visitamos una granja donde están escondidos unos cincuenta combatientes de los Aharar El Sham, a los que damos la noticia del martirio de Abu Abed.

Cuando llegamos a Atma es ya de noche. Una multitud de unas cien personas rodea el pickup que traslada el cadáver. Desde las ventanas de una de las casas próximas llega el sollozo de una mujer que llora. Dura todo poquísimo, porque inmediatamente la gente se mueve en un cortejo que acompaña al cadáver hacia el cementerio gritando una y otra vez: «Dios es grande y el mártir es amado por Dios».

La fosa ya ha sido excavada. Abu Moaz, el profesor egipcio, dirige la oración. Iluminados por un par de linternas en medio de la oscuridad de la noche, tres jóvenes del pueblo comienzan a cubrir de tierra el cuerpo con el máximo cuidado. El viaje de Abu Abed termina aquí. Pero por cada uno que se va llegan otros ocho.

Los encontramos al día siguiente en las rutas del contrabando a lo largo de la frontera entre Turquía y Siria. Cuatro saudíes, dos afroamericanos, un sirio británico y un neozelandés. Bajan andando la colina. Tienen barbas largas, una pequeña mochila al hombro y la mirada excitada de quienes emprenden una aventura que es un gran viaje de iniciación.

Un reciente informe del Instituto sueco de asuntos internacionales (Istituto svedese di affari internazionali) estima que los combatientes internacionales presentes en Siria son entre 800 y 2000, en torno al 5% de las fuerzas del Ejército Libre Sirio. Las principales brigadas yihadistas que dan acogida a estos combatientes internacionales son Jabhat el Nusra y los Ahrar el Sham. La Jabhat el Nusra (Frente de la Victoria) es la más pequeña, pero la más próxima a Al-Qaeda, al menos a juzgar por el grado de popularidad de que goza en las páginas de internet próximas a la organización terrorista.

La brigada de Ahrar El Sham (Los Libres de Levante) es, en cambio, una de las más importantes facciones no ya de los muyahiddin sino de todo el Ejército Libre. En facebook tienen una página, seguida por dos mil personas, en la que difunden todos los días noticias del frente y vídeos de las batallas, con música, montaje y títulos de crédito. El último post de la página está dedicado al mártir Abu Abed.

En este momento en el que la partida se juega con todas las armas, los muyahidin son bienvenidos en Siria. A largo plazo, sin embargo, la presencia de milicias armadas de islamistas radicales corre el peligro de convertirse en un problema. Están convencidos de ello los jóvenes de la brigada Al-Faruq del Ejército Libre.

Ammar es uno de ellos. Tiene 25 años y antes de la guerra trabajaba como albañil. Se considera un buen musulmán y precisamente por esto rechaza toda clase de extremismo: «Los sirios no comparten el pensamiento de los muyahidin. Esta es una guerra de liberación. No queremos un estado islámico, queremos una democracia. Y los muyahidin tienen que comprenderlo lo antes posible; de otro modo, se arriesgan a acabar todos ellos como Absi».

Ciudadano británico, Mohamed Shami El Absi estaba al mando del Muyahidin Shura, un batallón internacionalista que había llevado a Siria una cincuentena de muyahidin, sobre todo británicos de origen asiático, pero también canadienses y australianos. El batallón de Absi había participado en junio del 2012 en la liberación de Bab el Hawa, un puesto fronterizo junto a Turquía al norte de Idib. Inmediatamente después, sin embargo, habían comenzado los problemas con la brigada local del Ejército Libre, Faruq.

«Al principio los muyahidin querían izar la bandera negra de Al-Qaeda y fundar un emirato islámico», cuenta Mohammed, un viejo marinero sirio de la brigada Faruq. «Luego, secuestraron a dos periodistas. Llegados a ese punto teníamos que hacer algo y les atacamos».

Era a finales de agosto y el enfrentamiento acabó con la muerte de Absi y de cuatro de sus hombres y con una drástica reducción de su brigada. Episodios como éste están condenados a repetirse. También porque el papel de los muyahidin en Siria está aumentando.

El financiamiento y la experiencia militar con la que cuentan, en efecto, les dan un peso creciente en el interior de un Ejército Libre Sirio cada vez más escaso de dinero y municiones. Lo mismo sucede desde el punto de vista ideológico. Porque la represión del movimiento civil, democrático y no violento que había animado la revolución siria en los primeros meses ha dejado el vacío. Las cabezas pensantes del movimiento han desaparecido. Unos han muerto, otros han sido encarcelados y otros han huido al extranjero para salvar la vida. Ahora sobre el terreno sólo hablan las armas y los hombres de religión. Mientras la gente común sigue tratando de huir.

2/5. Continúa.

Fotografías de Alessio Genovese.

Fuente: http://fortresseurope.blogspot.com/2012/10/speciale-siria-internazionalisti-o.html