Ante el diluvio de noticias sobre guerras, represiones, desastres por el cambio climático, epidemias, acciones antimigrantes, y los incesantes engaños, corrupción y cinismo de la clase política y la cúpula económica, a veces parece que no hay antídoto al veneno en este mundo, que aún no brota un movimiento de resistencia de dimensiones suficientes para […]
Ante el diluvio de noticias sobre guerras, represiones, desastres por el cambio climático, epidemias, acciones antimigrantes, y los incesantes engaños, corrupción y cinismo de la clase política y la cúpula económica, a veces parece que no hay antídoto al veneno en este mundo, que aún no brota un movimiento de resistencia de dimensiones suficientes para responder a todo esto. Pero tal vez la resistencia tiene otro movimiento.
A finales del siglo XIX, en un sitio llamado Wounded Knee, en Dakota del Sur, indígenas lakota empezaron a hacer algo prohibido por las autoridades blancas: bailar.
Sus bailes, como otras expresiones de su cultura, habían sido prohibidos por una ley federal en 1889, como parte de la estrategia para destruir su pueblo y su historia. Ante ello, los lakota continuaron con sus bailes de manera clandestina. El 29 de diciembre de 1890, un grupo lakota enfrentó, desarmado, en sus tierras ancestrales cerca de Wounded Knee a tropas federales. El curandero Yellowbird empezó a bailar, otros le siguieron, frente a las tropas. La respuesta de los federales fue la masacre de más de 300 hombres, mujeres y niños.
¿Y los blancos, por qué temían tanto que ustedes bailaran?, preguntó La Jornada al curandero Rick Two Dogs en entrevista en la reservación lakota de Pine Ridge hace unos años. Respondió: tenían miedo de la insurrección, de que no lograrían mantenernos agachados. Por eso, dijo, estaba enseñando las danzas antiguas a nuevas generaciones, porque la clave de la esperanza, de renacer, es seguir bailando.
Pete Hamill, el gran periodista y novelista, cuenta cómo en ese mismo siglo XIX Charles Dickens visitó, de joven, uno de los barrios más broncos y pobres de Nueva York, Five Points, que era predominantemente irlandés, pero donde también convivían afroestadunidenses y judíos. Ahí, Dickens presenció, asombrado, cómo Master Juba, un esclavo liberado, bailaba un zapateado con ritmos africanos (algo que nace de cuando les quitaron los tambores a los esclavos y ante ello usaron los pies para rescatar su música). Master Juba bailaba con un joven irlandés, John Diamond, maestro del estilo también zapateado de su país de origen. El afroestadunidense y el irlandés se retaban uno al otro con la percusión de sus pies; fue así como nació el tap. De eso aprendieron Fred Astaire, Gene Kelly y todos los coreógrafos que emplearon esa música percusiva inventada en este lugar, porque la gente que no se parecía una a la otra se encontró ahí, y aprendió una de la otra, explicó Hamill.
El maestro de tap contemporáneo Savion Glover comentó a La Jornada hace unos años que «en sus inicios, éste (el tap) fue social, lo hacía todo el mundo en los clubes, en los comedores… No era algo nuevo; tomaron lo que se hacía en colectivo… todos estos son bailes de la calle».
En las calles se baila aún. Vale recordar que junto con el rap, el break dancing nació a principios de los 80 en uno de los barrios más pobres y violentos del país, el sur del Bronx. Según algunas versiones, fue inventado para que integrantes de pandillas pudieran enfrentarse en los antros sin recurrir a la violencia. Desde las calles esto invadió la cultura comercial expresada por figuras como Michael Jackson. Aunque se desvaneció y reapareció varias veces en las últimas dos décadas, también se ha incorporado a nuevos bailes callejeros.
Hoy día, los Raiders of Concrete, agrupación de unos 10 bailadores callejeros, suelen actuar en parte de la gran plaza de Union Square, y atraen a gran número de espectadores. El grupo, casi todos hombres, está encabezado por una mujer, Carolynn Clarke, de 20 años, posición que se ganó por su visión coreográfica, como reportó el New York Times, que combina el break dancing, hip-hop, capoeira, acrobacia y otros elementos. Clarke dice que aquí es donde debe estar, que su vida de dificultades, soledad y tropiezos la llevó a esto.
En un vagón del metro irrumpen tres jóvenes afroestadunidenses, prenden un aparato con música hip-hop y empieza una coreografía acrobática que usa los espacios apretados y en movimiento del metro, danza espectacular que, por un momento, crea un espacio colectivo compartido -quiérase o no- entre los pasajeros y algo cambia, aunque sea por unos momentos. Desafortunadamente cada vez hay menos tropas como estas, ya que el nuevo alcalde progresista ha decidido aplicar leyes que prohíben estos actos en el metro, y quienes se atreven a bailar son arrestados.
En Brooklyn se escucha una respuesta mexicana al tap inventado hace casi dos siglos en esta ciudad, un zapateado que acompaña un son jarocho. Jarana Beat, entre tantos más, traduce lo antiguo de otro país en lo contemporáneo de éste, algo que se repite en varios puntos y calles del país, rescatando y reinventando expresiones de otros puntos, otras calles que rehúsan ser anuladas.
En 1999, el primer día de la reunión cumbre de la Organización Mundial de Comercio en Seattle tuvo que suspender su sesión inaugural. Los asistentes, incluido el anfitrión, el entonces presidente Bill Clinton, no podían llegar a la sede del encuentro porque todas las vías de acceso estaban bloqueadas por miles de manifestantes que bailaban. En cada calle que llevaba al centro de convenciones el baile era diferente por elección de los manifestantes -en una era reggae, en otra rock, en otra punk, y así. Las autoridades, la policía, el servicio secreto simplemente no estaban preparados -nadie los había entrenado- para enfrentar el baile masivo.
El baile, en esencia, es resistencia contra lo que borra, lo que intenta controlar, lo que busca domar, subordinar, anular. Es celebración en movimiento. Es, en el fondo, movimiento… de resistencia.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/09/01/opinion/024o1mun