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Iraq en casa

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Acaban de volver de Bagdad, son unos 300 de la guardia nacional de Arkansas encargados de contener a quienes asaltan y saquean en Nueva Orleans, y las pocas diferencias que encuentran con los campos de batalla iraquíes es que hay mucha agua y la gente habla en inglés (The Washington Post, 6-9-05). Tienen licencia para […]

Acaban de volver de Bagdad, son unos 300 de la guardia nacional de Arkansas encargados de contener a quienes asaltan y saquean en Nueva Orleans, y las pocas diferencias que encuentran con los campos de batalla iraquíes es que hay mucha agua y la gente habla en inglés (The Washington Post, 6-9-05). Tienen licencia para matar, no se abstienen cuando son tiroteados o cuando advierten o les denuncian la presencia de pandillas armadas, y forman parte de los miles de efectivos, incluidos militares en servicio activo, que ocupan la ciudad devastada por Katrina. Deben padecer los mismos temores, rabias y cansancios que todavía traen de Iraq, pero esta vez en tierra propia. Una repetición que descubre las entrañas del gobierno de Bush.

A comienzos del 2001, el Organismo Federal de Gestión en Situaciones de Emergencia (FEMA, por sus siglas en inglés) advertía acerca de la posibilidad de tres catástrofes que podrían sacudir a EE.UU.: un ataque terrorista en Nueva York, un huracán que inundaría Nueva Orleans y un terremoto de proporciones en San Francisco (The New York Times, 3-9-05). Se produjo el primero, al parecer tolerado por la Casa Blanca, y los «halcones-gallina» pudieron poner en práctica una vieja obsesión por Iraq y su petróleo. La guerra se convirtió en prioridad y la segunda eventualidad catastrófica fue desatendida y aun socavado el esfuerzo para conjurarla. Nueva Orleans, situada en una suerte de concavidad natural, se encuentra ―se encontraba― a un metro por debajo del nivel del mar del Golfo de México al sur y de las aguas del lago Pontchartrain al norte, defendida por diques constantemente amenazados y dañados por los huracanes de la zona. En la década del ’90, el cuerpo de ingenieros del ejército comenzó a ejecutar un proyecto de reforzamiento de esas barreras por valor de 750 millones de dólares. Washington procedió al recorte sistemático de su financiamiento desde el 2003.

La temporada de huracanes del 2004 fue la peor en décadas, pero la resistencia iraquí obligó al Pentágono a incrementar su gasto bélico hasta niveles inesperados y el gobierno federal desvió a esas necesidades más de dos tercios de los fondos destinados a reforzar las defensas de la ciudad: los bajó de 36,5 millones de dólares a 10,4 millones, insuficientes para realizar ese trabajo (editorandpublisher.com, 31-8-05). A comienzos del 2005, el cuerpo de ingenieros solicitó 27 millones de dólares para encarar la tarea, W. quiso dejarlos en apenas 3,9 millones y el Congreso finalmente aprobó una partida de 5,7 millones, la cuarta parte de la inversión requerida. En el bienio 2004/05, el diario local The Times-Picayune criticó en nueve ocasiones la sucesiva disminución de recursos para reparar las represas del lago Pontchartrain, las mismas que el huracán destruyó en dos puntos, dando origen a la inundación. Suenan a burla cruel las afirmaciones de la Casa Blanca de que Katrina era un fenómeno imprevisible.

De hecho, la fuerza devastadora de los huracanes aumentó un 50 % en el último medio siglo y el nivel del mar subió un metro en el Golfo de México, según estableció Kerry Emanuel, especialista en medio ambiente del renombrado Massachusetts Institute of Technology (MIT), que también ha previsto que este año se duplicará el número de huracanes procedentes del Atlántico y señalado que el fenómeno se debe al llamado efecto invernadero, producto del calentamiento de la Tierra. Haley Harbour, gobernador de Mississippi, comparó el desastre que causó Katrina en Nueva Orleans con el de la bomba atómica en Hiroshima. Y esto es cinismo puro. Harbour, viejo cabildero de la industria del petróleo, no solo propugnó el retiro de EE.UU. del tratado de Kyoto que perpetró el gobierno Bush: también preconiza el abandono total de toda medida de protección del medio ambiente porque ―dice― aplicarlas suprimiría millones de puestos de trabajo. Con solo el 5 % de la población mundial, EE.UU. consume más del 40 % del petróleo y el gas natural cuyas emanaciones de carbono se estacionan en la atmósfera y recalientan el planeta. Pero la empresa es la empresa y que Nueva Orleans se hunda. Estaba tan llena de negros, además.

«¿Es razonable gastar miles de millones de dólares para la guerra en Iraq cuando EE.UU. es incapaz de proteger a sus propios ciudadanos?», preguntaba un editorial de Le Monde (1-9-05). En efecto: la concentración de recursos humanos y materiales en su aventura bélica ha llevado a la Casa Blanca a convertir al FEMA en dependencia del Departamento de Seguridad Interior y a podar el presupuesto de un organismo que se destacó en la década pasada por su intervención rápida y eficaz en los casos de desastres naturales. Se padeció lo contrario con Katrina y no es casual que la pregunta del diario francés se tornara afirmación en boca de muchos afectados que entrevistó la CNN. La tardanza casi desdeñosa de W. Bush en tomar nota del desastre ha provocado ira y ambivalencia en el pueblo norteamericano: una encuesta de la cadena ABC ―la primera de envergadura desde la irrupción del huracán― reveló que solo el 46 % de los interrogados aprobó la reacción de W. Bush ante la crisis desencadenada por Katrina, es decir, casi exactamente la mitad del 91 % que apoyó su postura cuando los atentados del 11/9 (The International Herald Tribune, 5-9-05). Una cosa es que Iraq quede en Iraq y muy otra que aparezca en casa.