Si a alguien le quedaba alguna duda sobre la ineptitud de Bush para desempeñar su cargo, el huracán Katrina ha venido a demostrarlo, sin lugar a ninguna duda. La lentitud en su respuesta, la insuficiencia de los recursos destinados al alivio de los damnificados, la ineficiencia de la coordinación, demuestra que en la Casa Blanca […]
Si a alguien le quedaba alguna duda sobre la ineptitud de Bush para desempeñar su cargo, el huracán Katrina ha venido a demostrarlo, sin lugar a ninguna duda. La lentitud en su respuesta, la insuficiencia de los recursos destinados al alivio de los damnificados, la ineficiencia de la coordinación, demuestra que en la Casa Blanca hay un equipo de matarifes raudos para la destrucción, hábiles en la mentira, ávidos de succionar la riqueza ajena, pero en manera alguna preocupados por el bienestar de las capas más humildes de la población.
La catástrofe provocada por Katrina ha sido peor que la del once de septiembre, mayor número de muertos, devastación más extendida, consecuencias desastrosas a más largo plazo. Recordamos aún, cuando el atentado a las Torres Gemelas, que Bush se hallaba en la Florida y permaneció alelado y atónito, sin reaccionar adecuadamente cuando le informaron del atentado. Fue solo muchos días después, tras el consejo de sus asesores de imagen, que se encaramó en un montón de escombros y con un bombero al lado tomó un megáfono para hilvanar algunas frases mostrencas.
Ahora el pueblo norteamericano ha pagado, nuevamente, una cuota de sangre por la ambición de las petroleras en apoderarse de Irak. Cheney y la Halliburton, Condoleezza y la Chevron, Cheney, Wolfowitz y Pearle son duchos en el arte de destruir y apoderarse de los recursos ajenos pero apenas saben de los métodos de salvaguarda de su propio pueblo. La mayor parte de la Guardia Nacional de los territorios afectados se encontraba fuera de su país, en misiones de horror y muerte en el Oriente Medio. Bush ha reducido en varias ocasiones el presupuesto destinado a la consolidación de los diques que protegen a Nueva Orleáns, que se encuentra a dieciocho pies por debajo del nivel del mar. Esos fondos fueron destinados a financiar la metralla que asola a la población civil de Irak.
Bush ha sido el presidente más holgazán en la historia de los Estados Unidos, ha pasado la cuarta parte de su período descansando en su rancho de Crawford. Ni siquiera abandonó su regalada vida cuando el ciclón se acercaba con furia destructora a los estados del Golfo. Reaccionó tres días después y ordenó a su avión, en su regreso a Washington, que pasara unos minutos por encima de la asolada ciudad mientras musitaba, con su escaso y reducido vocabulario:»devastador, devastador», que la prensa recogió como la sentencia final de un profeta bíblico. Los periódicos del mundo señalan la diferencia con la pequeña Cuba, que logró reducir al mínimo las pérdidas humanas y materiales ante recientes ciclones con una acertada y eficiente coherencia en sus tareas de prevención, salvamento y reconstrucción, en breves plazos.
La causa de esta insólita tempestad ha sido señalada por los meteorólogos como la elevación inusitada de la temperatura del mar, consecuencia del recalentamiento global. Las naciones del mundo han suscrito el Protocolo de Kyoto para evitar las emisiones de ciertos gases que causan ese acaloramiento. Bush se ha negado repetidamente a suscribir ese tratado para proteger a sus amigos industriales que financiaron su campaña electoral.
Las imágenes que nos llegan por la televisión son desoladoras. El país de la supuesta abundancia, el país donde algunos creen que las calles son de oro y los jamones cuelgan en los árboles, está saturado de negros pobres, de casuchas miserables, de desventura social, acentuada su desdicha por la catástrofe natural. Los motines, asesinatos, saqueos y transgresiones violentas del orden han quebrado el equilibrio civil con una magnitud asombrosa. Se ha producido una insurrección popular de manera espontánea, lo cual demuestra lo maduras que están las condiciones para la inestabilidad nacional.
El pánico, los rumores, el contagio de la histeria colectiva y la ayuda tardía e insuficiente, han desatado la ira de los damnificados y la extendida recriminación de los medios de comunicación. Bush se encuentra en el nadir de su respaldo popular. Nunca antes tanta gente como ahora, maldice su nombre y la hora aciaga en que lo reeligieron, porque ahora es más evidente su incapacidad como gobernante y sus lentas reacciones ante las situaciones de crisis. Bush ha pedido diez mil millones al Congreso para el socorro. Es lo que gasta cada dos meses en la guerra de Irak.
El balbuceo retórico de la Casa Blanca y sus sicarios más distinguidos comienza a brotar, incoherente y menguado, mientras los muertos se acumulan por millares en las calles y una inmensa columna de refugiados invade las carreteras huyendo del hambre y las plagas. Parecería que estamos hablando de Sri Lanka o Bangla Desh.