Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García
El Pentágono, la gran ballena blanca del presidente Obama
Introducción de Tom Engelhardt
Al fin una buena noticia para la renovación de la Fe. Estoy hablando, por supuesto, de la fe en el arma nuclear. Si acaso lo habíais olvidado, aquella creencia propia de la Guerra Fría de que un arsenal nuclear estadounidense lo suficientemente grande como para destruir varios planetas del tamaño de la Tierra y una alerta permanente siguen siendo cruciales para la conservación del «estilo americano de vida» y, en un nivel más mundano, una carrera en la Fuerza Aérea de «misilero» no es un trabajo sin porvenir en este siglo obsesionado por el terrorismo. Durante años, eso de estar sentado en un silo en el Oeste de EEUU con el proverbial dedo en el gatillo fue visto como la definición del sinsentido de lo militar. No ayudaba que el presidente Obama, tempranamente en su primer mandato, se comprometiera a prohibir esas mismas armas que los «misileros» estaban cuidando y preparando para lanzarlas un día de estos, ni que haya habido discusiones en el seno del Pentágono sobre la reducción de la fuerza. Conversaciones sobre temas corrosivos o, como dijera un subcomandante de operaciones y «misilero», ¡»descomposición» en la tropa! En términos religiosos, pensadlo como una pérdida de confianza del clero militar en lo que antes había sido la Única Fe Verdadera y un temor a que «pensar lo impensable» -como se le llamó en el apogeo de la Guerra Fría- podía algún día realmente llegar a ser impensable.
Cómo lo señaló una avalancha de crónicas en años recientes, la «descomposición» ha sido algo muy real. Hubo aquel escándalo por «engaños», sobre el que se informó generosamente, cuando se hicieron unos exámenes de «competencia» nuclear que acabaron en el despido de nueve comandantes de la Fuerza Aérea; hubo esos artefactos nucleares que por error atravesaron los cielos de Estados Unidos, esas puertas blindadas de un silo que se dejaron abiertas mientras sus guardianes dormían a pierna suelta y esas suspensiones de «misileros» por «incompetencia», problemas con drogas y acoso sexual, entre otras cuestiones. Hubo el despido de un general a cargo de «tres grupos de misiles balísticos intercontinentales nucleares con 450 ICBM» por «mala conducta» durante una visita a Moscú, incluyendo varias borracheras, «relaciones» con dos mujeres que podrían haber sido espías, ofensas a sus anfitriones, etc. Incluso hubo una muy bíblica plaga de ratas en una fuerza de la que se dice que está «oxidando su camino al desarme».
Y por último pero no precisamente lo menos importante, hubo la pérdida de fondos cruciales para «apretar los tornillos en la cabeza de guerra del proyectil Minuteman 3» que la FED tuvo que repartir entre tres bases de ICBM -North Dakota, Wyoming y Montana-. Por supuesto, este problema podría haberse resuelto si, en línea con el pensamiento explícito del presidente, dos de esas tres bases se hubiesen cerrado y desmontadas y destruidas sus armas. Pero estábamos hablando sobre la renovación de la fe en nuestro país, nada que tenga que ver con utopías como el desarme nuclear, por lo tanto, de eso ni hablar. En lugar de eso, la fuerza nuclear de Estados Unidos se ha de «modernizar», es decir, reacondicionarla con un costo estimado de unos tres billones [1012] de dólares en las décadas venideras; nuestro presidente del desarme acaba de nombrar como su nuevo secretario de defensa a un hombre comprometido desde hace mucho tiempo con este rumbo de acción.
Si hay alguien capaz de ver la dimensión de este momento de la «renovación» nuclear, es James Carroll, columnista del Boston Globe. Él, después de todo, en su juventud vivió personalmente el culto estadounidense a la violencia; esas vivencias le han llevado a dedicarse a la exploración de las raíces religiosas de la violencia. Su padre fue uno de los directores fundadores de la agencia de inteligencia de la defensa, algo que James Carroll ha descrito en su obra American Requiem: God, My Father and the War That Came Between Us. Ha escrito con elocuencia sobre ese culto estadounidense a la violencia al que llamamos Pentágono en su libro House of War y sobre las más tradicionales raíces de la violencia en su éxito editorial Constantin’s Sword y en Jerusalem, Jerusalem. Su nuevo libro, Christ Actually: The Son of God for the Secular Age, se centra en la forma en que se ha utilizado a Jesús en la historia para justificar la misma violencia que él rechazaba. Por eso, la pertinencia de la mirada que Carroll echa sobre la urgencia que hoy tiene Washington de renovar la languideciente fe del estadounidense medio en el arma nuclear.
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De cómo el presidente que pedía la prohibición de las armas nucleares está autorizando su renovación
Tomad nota de estos días. La tan temida transformación de la esperanza en fatalidad se está produciendo a medida que Estados Unidos conduce el mundo hacia el camino sin retorno de la devastación nuclear. Una vez, pudimos creer que había otro camino para transitar. Ciertamente, fuimos invitados a tomar ese camino por el hombre que, incluso hoy, esta supervisando la forma de bloquearlo, probablemente para siempre.
Fue uno de los discursos más conmovedores que un presidente de EEUU haya pronunciado en la historia. Fue en Praga, en 2009, y el presidente era el que había jurado su cargo poco tiempo antes: Barack Obama. La promesa hecha ese día merece ser recordada detenidamente, sobre todo porque hoy ha sido en buena parte olvidada:
«Por ser la única potencia nuclear que ha utilizado un arma nuclear, Estados Unidos tiene la responsabilidad moral de actuar… Por eso, declaro hoy públicamente y con convicción el compromiso estadounidense de buscar la paz y la seguridad de un mundo sin armas nucleares. No soy ingenuo. Este objetivo no se alcanzará rápidamente, quizá ni siquiera mientras yo viva. Debo tener paciencia y persistir. Pero, además, ahora debemos ignorar las voces que nos dicen que el mundo no puede cambiar. Debemos insistir: ‘Sí, nosotros podemos…’.»
Obama llevaba solo tres meses en su cargo cuando, reclamando audazmente su lugar en la escena internacional, se comprometió -él y su país- inequívocamente a crear un movimiento por la abolición de las armas nucleares que hasta entonces como mucho había existido en algún sitio muy lejano y ajeno a la política de las potencias.
«Sé», agregó, «que hay algunos que cuestionarán el hecho de que podamos hacer algo en una agenda tan vasta. Hay quienes dudan que sea posible la cooperación internacional… y quienes oyen hablar de un mundo sin armas nucleares y dudan si vale la pena plantearse un objetivo aparentemente imposible de conseguir. Pero no os equivoquéis. Sabemos adónde lleva este camino.»
La existencia de las armas nucleares, declaró un presidente de Estados Unidos, allana el camino hacia el desastre para la humanidad.
Obama, el capitán Ahab de las armas nucleares
Por cierto, hasta ese momento, los cimientos de un imaginario mundo abolicionista eran modestos, pero no inexistentes. Por ejemplo, el tratado de no proliferación nuclear de 1968 había conseguido una negociación entre los países «ricos» y los «desposeídos» en materia de armas nucleares en la que el camino hacia la abolición era tratado como si fuese real. El acuerdo parecía bastante claro: los países sin armamento nuclear prometerían renunciar a la obtención de bombas nucleares y, en compensación, las principales potencias nucleares del mundo prometerían tomar -según las palabras del tratado- «medidas efectivas en la dirección del desarme nuclear».
Sin embargo, antes del momento Obama, durante décadas los arsenales de cabezas nucleares de las superpotencias continuaron creciendo como setas; mientras tanto, nuevos países nucleares -Israel, Pakistan, India, Norcorea- construyeron su propio e impresionante arsenal. En esos años, con la única excepción de Suráfrica, los países con armas nucleares sencillamente ignoraron la parte que les correspondía de la negociación de no proliferación, y la cláusula crucial que mandaba progresar en el camino de un eventual desarme fue prácticamente olvidada.
En 1991, con la desaparición de la URSS, terminó la Guerra Fría; al año siguiente, los estadounidenses eligieron como presidente a Bill Clinton, que se había hecho famoso por su oposición a la guerra de Vietnam. Lo menos que se podía imaginar entonces era que las bombas atómicas seguirían el camino de prohibición internacional que habían recorrido las armas químicas. Pero Washington eligió otro camino. A pesar de la escasez de enemigos a la vista en el planeta, la Revisión de la Postura Nuclear del Pentágono de 1994 insistía en el mantenimiento del arsenal nuclear de Estados Unidos en los niveles de la Guerra Fría, a modo de «salvaguardia», de política de prevención, contra un imaginario regreso del comunismo, el fascismo, o algo terrible en Rusia, lo que fuera… y Clinton aceptó la posición del Pentágono.
Sin embargo, bastante pronto algunos prominentes halcones de la era de la Guerra Fría empezaron a sentirse preocupados por el hecho de que una política preventiva nuclear podía por sí misma dar inicio a una hoguera de alcance mundial. En 1999, un arquitecto jefe del pensamiento atómico, Paul Nitze, dejó a un lado su obsesión de toda la vida por la construcción de un poder nuclear para decir que las bombas atómicas eran «una amenaza, sobre todo para nosotros mismos» y para llamar explícitamente a un desarme unilateral, Otros antiguos apóstoles de la realpolitik nuclear abrazaron también el objetivo de la abolición. En 2008, cuatro altos sacerdotes del culto de la normalidad nuclear -el ex senador Sam Nunn, los ex secretarios de estado George Schultz y Henry Kissinger- dieron a conocer una sacrílega renunciación conjunta a su fe atómica en la página editorial del Wall Street Journal. «Refrendamos el establecimiento del objetivo de un mundo sin armas nucleares», escribieron, «y trabajaremos con energía en lo que haga falta para conseguir ese objetivo.»
Desafortunadamente, estos personajes se acercaron a Jesús solo después de dejar su cargo, cuando ya estaban exentos de la responsabilidad de hacer concordar su retórica de alto vuelo con la valiente tarea de hacerla realidad.
Obama en Praga fue otra cuestión. Él estaba en el inicio de los que serían sus ocho años de presidencia y su rechazo al fatalismo nuclear resonó en todo el mundo. Solo unos meses más tarde, se le concedió el Premio Nobel de la Paz, debido en buena parte a su sensacional compromiso. La esperanza del desarme nuclear era el meollo mismo del movimiento por la paz surgido después de la Segunda Guerra Mundial; aunque siempre marginal, al fin había sido abrazada por alguien con un sillón en el poder. Aunque parezca mentira, un año más tarde, atendiendo directivas de Obama, el Pentágono, en su Revisión de la Postura Nuclear de 2010 dio un paso más en la dirección de lo dicho por el presidente, comprometiéndose a «un esfuerzo multilateral para limitar, reducir y eventualmente eliminar todas las armas nucleares del mundo».
«Estados Unidos», prometía el documento, «no desarrollará nuevas ojivas nucleares.» Sobre el futuro del arsenal nuclear, se preveía un programa de mantenimiento responsable, pero ahí acababa la cosa. El Pentágono prometió «programas de extensión de vida útil que solo utilizarán componentes basados en diseños ya probados y no recurrirá a nuevas misiones militares ni proporcionará nuevas capacidades».
En 2009, los tiempos de Obama eran críticos. Las armas y los sistemas de aprovisionamiento del arsenal nuclear estaban envejeciendo rápidamente. Los proyectiles, las cabezas de guerra, los bombarderos estratégicos y los submarinos nucleares de muchos países eran de los primeros tiempos de la Guerra Fría y su fecha de caducidad se estaba acercando. En otras palabras, era necesario que comenzaran reducciones a gran escala en el arsenal antes de que las presiones para comenzar el reemplazo total de esos sistemas de armas crecieran demasiado y ya no fuera posible resistirse a ellas. Un programa como este, al mismo tiempo, significaría necesariamente combinar las últimas innovaciones tecnológicas con una letalidad cada vez mayor lo que en cierto modo estimularía la totalidad de la empresa en todo el mundo, es decir, lo diametralmente opuesto a «medidas eficaces en la dirección del desarme nuclear».
Para decirlo de otro modo, Obama estaba presidiendo un momento de oro, pero se estaba acercando una apocalíptica fecha límite. Efectivamente, la fecha límite llegó estrepitosamente cuando ocurrieron tres cosas: el resurgimiento de Vladimir Putin en la forma de un incipiente intento fascista para recuperar el estatus de gran potencia por parte de Rusia; los extremistas republicanos tomaron el Congreso como rehén; y Barack Obama se encontró amarrado -como el capitán Ahab, de Herman Melville- a «la monomaníaca encarnación de esas maliciosas agencias en las que algunos hombres profundos creen estar comiendo en ellas, hasta que son abandonados para vivir con apenas medio corazón o un solo pulmón. Los que pertenecen a ese mundo a menudo comparan el Pentágono con Moby Dick, la Gran Ballena Blanca; Obama aprendió el porqué. Las pacíficas intenciones con las que empezó su presidencia recibieron la bofetada de las aletas del monstruo, como muchos remeros noveles en su esquife ballenero.
De ahí los reveses de Obama en Iraq, Afganistán y Siria; de ahí los tropiezos de la Casa Blanca, entre ellos la insólita sucesión de secretarios de defensa, con el cuarto de los cuales, Ashton Carter, puede contarse confiadamente para avanzar en la renovación de la fuerza nuclear. La «intangible malignidad» -según la expresión de Melville- del Pentágono fue azuzada tanto por Putin como por los republicanos, pero el corazón a medias devorado de Obama en nada se deja ver tan notablemente como en la total marcha atrás, tanto en lo retórico como en lo político, de la abolición de las armas nucleares.
Un artículo reciente de William J. Broad, corresponsal del New York Times señaló lo dramático del fracaso del presidente. Según Broad, los recortes en las reservas nucleares empezados por los Bush, padre e hijo, afectaron a 14.801 armas; hasta ahora, las reducciones de Obama alcanzaron a 507 armas. En 2010, el nuevo tratado START, entre Moscú y Washington limitó el futuro despliegue de armas atómicas en 1.500; en octubre pasado, EEUU todavía tenía 1.642 y Rusia 1.643, es decir, ninguno de los dos países alcanzó los guarismos marcados por START, que solo cuenta loas armas desplegadas (si se incluyen las que están en almacenes pero listas para ser provistas de sus ojivas, el arsenal de EEUU hoy día es de unas 4.800 armas nucleares).
Para poder contar con los votos de los senadores republicanos necesarios para la ratificación del START, Obama hizo lo que se ha convertido en el «acuerdo del diablo». Estuvo de acuerdo en permitir los trabajos preliminares de una vasta «modernización» del arsenal nuclear estadounidense que, con al excusa de la actualización de un sistema anticuado, ya está transformando el antiguo stock de armas en una completa renovación con un costo estimado de un billón [un uno seguido de 12 ceros] de dólares. A todo esto, la Marina quiere -y puede conseguir- 12 nuevos submarinos estratégicos; y la Fuerza Aérea -y puede conseguir- una nueva fuerza de bombarderos de ataque de largo alcance. Bombarderos y submarinos estarían, no faltaba más, dotados de misiles de la próxima generación; así habremos dado el pistoletazo de salida de la carrera. La carrera armamentística.
Todo esto se revela mientras Putin calienta el corazón de los entusiastas nucleares de todo sitio no solo con su agresión en Ucrania sino también por el debilitamiento del hito 1987, el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Mediano Alcance con las pruebas de un nuevo misil de crucero lanzado desde tierra. Por cierto, justo este otoño, Rusia lanzó con éxito un nuevo proyectil balístico intercontinental. Da la impresión de que Moscú también puede modernizar.
En el camino de la perdición del siglo XXI
En respuesta a la temprana visión de Obama de unas «medidas eficaces» hacia el desarme nuclear y en seguimiento de la Revisión de la Postura Nuclear 2010, los jefes más importantes del Pentágono continuaron sus serias discusiones sobre las medidas prácticas para reducir el arsenal nuclear. Los expertos de primera línea abogaron por un alejamiento de la doctrina de la selección de blancos de ataque de los tiempos de la Guerra Fría que continúa necesitando un arsenal de miles de armas nucleares.
De hecho, para responder a las limitaciones presupuestarias, a las obligaciones legales surgidas de un tratado de no proliferación que está en peligro y al urgente mandato moral que enfrenta el país, la estrategia nuclear estadounidense puede girar sin desgarradoras dificultades, al menos, hacia una de «disuasión mínima». Nos lo dicen los expertos más comprometidos de la seguridad nacional. Un giro como este implicaría una reducción del arsenal nuclear de unas 500 ojivas de guerra, tanto desplegadas como guardadas en los almacenes. Incluso si este objetivo fuese perseguido unilateralmente, dejaría más armas de las necesarias para desalentar cualquier tratado nuclear, incluyendo Rusia, más allá de lo que Putin pudiera hacer.
De 500 a ninguna, por supuesto, hay un largo trecho; lo mismo vale para el objetivo de abolición del presidente en 2009; aun así la oposición en Washington a ese nivel sería feroz. A pesar de que desmontar y deshacerse de miles de armas nucleares costaría mucho menos que reemplazarlas, seguiría siendo un gasto importante; es posible contar con que los partidarios del arma nuclear en el Pentágono encontrarían firmes aliados entre los congresistas republicanos, que aborrecerían financiar semejante retirada del virtual Armagedón. Mientras tanto, frente a semejantes recortes, los samurai de los grupos de presión de la industria de la defensa desenvainarían su espada.
Pero si un vehemente Obama fue capaz de pintar un mundo libre de armas nucleares en Praga en 2009, ¿por qué no apelar hoy directamente al pueblo de Estados Unidos con los mismos argumentos? Por supuesto, ya no hay ninguna señal de que el presidente tenga intención de hacer algo así, pero si el comandante en jefe ordenara una reducción sustancial del arsenal nuclear, el resultado podría ser la transformación de la conciencia política de los estadounidenses. En ese quehacer, podría revitalizarse el gran sueño de un mundo libre de armas nucleares y podría rescatarse el compromiso de los países sin armas nucleares -incluyendo Irán- de renunciar a desarrollarlas. Más decisivamente aún, ya no habría ninguna razón para la renovación a gran escala del arsenal nuclear de Estados Unidos, un funesto proyecto que nuestro país está ahora mismo preparándose a poner en marcha. Al menos, una nueva apelación retórica a un desarme total, a la abolición real de las armas nucleares, mantendría abierto el camino para que lo transite un futuro presidente.
Lamentablemente, los defensores de la «disuasión mínima» ya han sido anulados. La convicción fieramente mantenida una vez por el presidente ahora es una mera sombra de lo que fue. Como al maltrecho ballenero del capitán Ahab, olas tumultuosas se abaten sobre la esperanza que una vez atrapó la atención del mundo. Dad por sentado que en su retiro y apartado del poder, el ex presidente Obama volverá a descubrir su compromiso de otrora con un mundo liberado de la pesadilla nuclear. Sentirá la especial responsabilidad apropiada para un ciudadano «de la única potencia nuclear que utilizó una arma nuclear». Los discursos del entonces ex presidente sobre la cuestión serán fascinantes y su filantropía estará en la mira. Todo para nada.
Debido a las decisiones que probablemente se tomen este año y el siguiente, ningún presidente de Estados Unidos podrá volver a hacer suyo este propósito como lo hizo Obama una vez. En vez de eso, las armas nucleares se convertirán en una parte normal y permanente del arsenal estadounidense del siglo XXI y, por lo tanto, del de muchos otros países; vale decir, las armas nucleares serán un elemento esencial del futuro del género humano… mientras dure ese futuro.
Entonces, sí, tomad nota de estos días. La abolición nuclear, en sí misma, está siendo abolida, Mientras tanto, aceptamos, como el esperanzado y joven presidente nos dijo, que sabemos adónde conduce este camino.
James Carroll es columnista del Boston Globe y distinguido becario residente en la Universidad de Suffolk. Es autor, entre otros trabajos, de House of War: The Pentagon and the Disastrous Rise of American Power y, más recientemente, Christ Actually: The Son of God for the Secular Age.