Dentro del propio Partido Demócrata se mueven fuerzas que no andan muy lejanas del trumpismo y que empujaron la campaña anti-Sanders.
No fue la marcha sobre Roma de Mussolini, ni el asalto al cielo por mucho que algunos lo hayan querido creer. Era algo carnavalesco presidido por un hombre-bisonte semidesnudo, una bandera confederada que al fin penetraba el centro yanqui para airear la nostalgia de un sur derrotado hacía más de siglo y medio y apuntaba a una de las fracturas sociales que aún prevalecen en el país; masas que se comportaban como turistas que ingresaban en una de las atracciones de Disneylandia y fotografiaban su tránsito eufórico para dejar un rastro histórico de la invasión que, por lo demás, dejaba también una evidencia inculpatoria que ha aprovechado el aparato policial; y entre el flujo festivo de marchantes, grupos siniestros de personas armadas, otros con bridas para sujetar prisioneros, banderas de apoyo a Trump y a su consigna de hacer grande otra vez a un Estados Unidos que perciben en decadencia y traicionado por los políticos tradicionales. Irrumpen, rompen puertas, amedrentan a los policías -aunque algunos colaboran con ellos-, y ofrecen el espectáculo de una algarada sin mucha organización ni objetivos claros salvo el de expresar de la manera más ruidosa posible su apoyo a un presidente que los alentó a detener un supuesto robo electoral. Se marcharon sin llegar a usar las bridas de aprehensión en posibles rehenes, sin hacer estallar las bombas de niple ni los cócteles Molotov que se alega que se encontraron en las inmediaciones del Capitolio. Dejaron atrás, como saldo de la intentona, cinco muertos y varios heridos, y un país pasmado al ver en carne propia sólo un retazo de lo que el propio gobierno de EEUU ha alentado, sufragado y conspirado en otros países del mundo entero.
¿Quién es esta gente que ha sido convocada al apoyo de este personaje atrabiliario, megalómano, y caricaturesco? ¿Cuál es la base social que ha impulsado a Trump a la presidencia de Estados Unidos y lo ha convertido en un líder de masas no visto desde los tiempos de Huey P. Long? Cuando muchos creían que el magnate sería, en la campaña de 2016, sólo un ave pasajera, buena únicamente para darle algo de color y entretenimiento a los debates y presta a hacer una pronta salida del escenario tras el corto aplauso del público, el hombre fue poco a poco eliminando a los pesos pesados del partido Republicano para luego derrotar a Hilary Clinton aprovechando el arcaico sistema electoral de EEUU.
Los medios informativos del país salivaban ante el atractivo de este demagogo que todos los días de la campaña les ofrecía algún nuevo bocado delicioso con el cual entretener a una audiencia que se ha ido formando en la idea de que la política, como las noticias, es otra variedad del espectáculo televisivo. Así, el magnate, hábil manejador de los medios informativos, iba monopolizando la campaña e incrementando las posibilidades de su candidatura. Con creciente horror, tras su ascenso a la presidencia, los medios principales, con la excepción de Fox y otros de menor peso, se fueron percatando de su complicidad en el resultado final. No en balde, varios de ellos han hecho el mea culpa implícito, de irle retirando la mirada benévola y servil que siempre se le ha prodigado a los presidentes estadunidenses. Pero, lo que no han podido revertir es la conjunción de voces y voluntades que se vieron convocadas por la gesta trumpiana.
Gracias a la base social y a las consignas que supo enarbolar, Donald Trump afincó un triunfo esperado entonces por muy pocos: se vio catapultado al ejercicio de un poder que manejó sin gracia, sin la elegancia hipócrita de sus antecesores, sin la majestá del monarca ilustrado, a golpe de tuiter y de socarronería. Pero no estaba solo. Era y sigue siendo la cara unificadora de una gran masa que llevaba años de cultivo y que seguirá ahí con o sin Trump. Se equivocan quienes creen que sin Trump el país regresará al status quo ante. La fiebre no está en la sábana sino en el cuerpo del paciente. Es en la historia de EEUU donde hay que buscar los orígenes del trumpismo.
No pocos han querido despachar este asunto apuntando al racismo imperante en la sociedad estadunidense como el eje central del discurso trumpiano. Razones no faltan para señalarlo como uno de los promotores importantes del apoyo al magnate. Lamentablemente, esa es sólo una de las caras del dispositivo que lo impulsó a la presidencia, y aún, el mismo deja sin explicar su propio interior y complejidad porque no es igual el racismo tradicional del Sur al que se asienta en el Norte: sus orígenes y sus nuevas fuentes nutricias hay que buscarlos en el ejercicio económico, tanto posterior a la Guerra Civil como el que se alienta por el declive actual en los empleos de un sector de la franja industrial del capital debido a la deslocalización de éstos, transferidos a países donde el salario es menor, con el fin de incrementar las ganancias.
En el sur, el racismo ha sido principalmente el producto de la esclavitud como método de producción insertado en el mercado mundial. Nada mejor para acallar conciencias culpables por las exacciones y los crímenes cometidos contra toda una población que considerarlos como subhumanos, seres inferiores sólo unos pocos grados por encima de los animales. Ese sustrato ideológico ha sobrevivido a la emancipación de los esclavos luego de la Guerra Civil. Más aún: se ha acentuado por la derrota del Sur y su declive económico inmediatamente posterior. El conflicto, visto al trasluz de aquellos que lo consideraban como una agresión por el Norte para imponer la liberación de esclavos y no como lo que fue en realidad: la pretensión de retener la unidad de los estados hegemonizados por un norte crecientemente industrial y necesitado del sur como mercado interno y productor de bienes agrícolas. Irónicamente, el asesinato de Lincoln precipitó el trato más agresivo del Norte triunfante. El presidente abogaba por un trato del Sur más benévolo que el contemplado por otros de los miembros de su gabinete, favorecedores de medidas draconianas que hicieran pagar a los secesionistas los costos de la guerra. Los conspiradores, al eliminarlo, le dieron a estos últimos la excusa perfecta para poner en vigor sus planes. Ese clima ha sido el alentador principal del racismo sureño.
En el Norte, el asunto fue otro. La gran masa de libertos que afluyeron a sus ciudades y empresas representaba un gigantesco ejército de reserva: trabajadores que competían ofreciendo su fuerza de trabajo, a precios menores, obligados por el desempleo, el hambre y la miseria. Una poderosa ola de repudio y marginación se desplegó para enfrentar la mano de obra barata y competidora, singularizada además por el color de su piel. El Norte no fue la tierra de la liberación. Los grandes ghettos de las ciudades norteñas son la evidencia de esa realidad.
Si se miran las grandes inmigraciones que engrosan las fuerzas del trabajo en EEUU, vemos cómo hoy se reproduce este fenómeno. Durante lo que va de siglo, la globalización ha trasladado líneas de producción completa hacia países de salarios menores a los imperantes en EEUU. Como es de suponer esto ha lanzado al desempleo a grandes contingentes de obreros que miran, tanto a los inmigrantes externos como a los internos como potenciales competidores por los menguantes puestos de trabajo. Es esta una situación que ha exacerbado la pandemia al volatilizar los pocos ahorros de las masas trabajadoras desempleadas o subempleadas por el debilitamiento o colapso de las fuentes de empleo.
Aún otra fuente del racismo se encuentra en la propia doctrina del Destino Manifiesto. La expansión del territorio hacia el Oeste, lanzó a grandes contigentes a la ocupación de territorios que ciertamente no estaban libres: pertenecían a las naciones indígenas o a México. La apropiación de ellos significó guerras crueles contra los ocupantes nativos, quienes como es natural, no se quedaron con los brazos cruzados ante el expolio y respondieron con las fuerzas a su alcance. Las grandes guerras contra los indios y la de México son las caras evidentes de ese conflicto donde otra vez, el color de la piel señaló a los vencidos como seres inferiores aptos sólo para el vasallaje y el despojo. El racismo surge aquí como la ideología necesaria para apuntalar la posesión de la tierra por los blancos invasores: es la bruma que oculta movimientos más profundos de la sociedad.
A su séquito de seguidores, Trump añadió aún a otro sector de la sociedad estadunidense que ha estado a la búsqueda de un líder capaz de satisfacer sus reclamos: la derecha cristiana. Otra vez es notable la segmentación de este grupo. Por un lado aparece un sector tradicional afincado en el sur y en la ruralía yanqui, y por otro lado, está el grupo de lo que se ha conocido como el cristianismo sionista.
La prédica cristiana en el Sur no sólo marcó desde sus inicios a la comunidad blanca sino también a la negra. Entre los blancos permitió difundir el racismo como una perspectiva divina: ¿no habla la Biblia elogiosamente del esclavo fiel y discreto? Interpretadas fuera de su tiempo histórico, las escrituras legitimaban la supremacía de los blancos y su régimen esclavista. Aunque se pretendió que ese mismo mensaje cundiera entre los negros, allí el desarrollo de las comunidades cristianas asumió formas insospechadas y contradictorias. Las iglesias negras fueron puntos de acumulación para masas de esclavos donde se descubrieron como grupos explotados al igual que lo fueron los israelíes del Antiguo Testamento bajo los faraones. El intento de generar resignación ante una vida terrena de humillación en aras de conseguir tras la muerte una recompensa en el más allá se torció en muchos casos para dar a luz a su opuesto: una cultura de solidaridad, un reconocimiento de su fuerza, un registro musical extraordinario que ha influenciado a todo lo largo del planeta, y una acendrada disposición a volcarse contra el sistema. Lo que en los blancos sirvió para fortalecer el racismo, en los negros sirvió para oponerse a él. El cristianismo se reveló como una mezcla explosiva de resignación y rebeldía, como lo había sido en Europa con su cauda de insurrecciones campesinas y herejías comunitarias. Tal vez sea cierto eso de que nadie sabe para quien trabaja.
Al día de hoy, en muchas iglesias cristianas se ha recibido como un ataque a la familia tradicional tal y como la interpretaban en la Biblia, los desarrollos de los derechos reproductivos de las mujeres promovidos por el movimiento feminista y materializados en la importante decisión del Tribunal Supremo reconociendo el derecho al aborto, y el avance de las sexualidades alternativas defendidas por el movimiento LGBTTQI. Un amplio sector religioso se percibió en peligro, asediado por una nueva moral que les parecía repulsiva. Ese sector incrementó su intervención activa en la política con el fin de detener y darle marcha atrás a todas las nuevas concepciones sociales. Ha sido además, un polo atractor de algunas comunidades latinas formadas dentro del catolicismo tradicional y algunos sectores negros conservadores. No en balde, Trump hizo suyas sus demandas y ha transformado significativamente la judicatura del país con nombramientos de jueces claramente sesgados hacia premisas conservadoras y reaccionarias como preparativo para las batallas que se van a librar en los tribunales. Revertir o neutralizar ese ejército de juristas derechistas no va a ser empresa fácil para la nueva administración Biden-Harris, si es que siquiera se lo propone.
Otra vertiente política de nuevo cuño en el marco cristiano comenzó a surgir con la formación en 1948 del estado de Israel. Para algunos, la fundación de lo que en el fondo no ha sido otra cosa que un despojo territorial a los palestinos, se interpretó como una señal del acercamiento de los Tiempos del Fin. Las interpretaciones de estos nuevos exégetas de la Biblia los llevaba a apoyar el sionismo como parte de la profecía y a validar la defensa a ultranza de Israel. Ha servido además, como puente hacia el lobby judío que mantiene una poderosa influencia tanto sobre el partido Republicano como sobre el Demócrata. Sus representantes más notorios en el gobierno de Trump lo han sido el secretario de estado Mike Pompeo y el yerno del presidente, Kuschner. Trump ha dramatizado la deriva sionista más aguda de todos los que han ocupado la presidencia de EEUU. Cabe señalar el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel con el consiguiente traslado de la embajada yanqui, la aceptación de la soberanía israelí en las tierras sirias ocupadas en los Altos de Golán y en los asentamientos establecidos en territorios palestinos, aparte de una descomunal ayuda militar junto a las presiones y amenazas de todo tipo contra Irán. Todo esto, a los acordes de un llamado plan de paz presentado a los despojados palestinos al estilo de la máxima del Padrino como «una oferta que no se puede rechazar».
Estos grupos se vienen a sumar a las comunidades de blancos pobres, estigmatizados como «white trash», «basura blanca» cuya única distinción para ubicarse un peldaño por encima de los negros es el color de la piel -o sea, otra vez más, el racismo, ahora no sólo como desvaloración del otro sino también como autorealce y afirmación en un mundo de descalificaciones y pobreza. Lo que más ha manifestado su lamento ha sido su música, otra de las grandes contribuciones a la cultura estadunidense y mundial.
Por décadas y décadas, los dos partidos políticos han sido incapaces de atender las necesidades de estas comunidades a quienes han pretendido dotar de cierta aureola folklórica y exponente de una supuesta reciedumbre de carácter independiente propia para grandes epopeyas cinematográficas delictivas. Todo lo cual dista de oportunidades educativas, planes comprensivos de salud, facilidades para conservar y mejorar sus hogares, etc., y tiene más el tufo de la reverencia al noble salvaje que se deja impoluto en su selva mientras el resto de la sociedad goza de la riqueza creada.
Han sido además, masa de maniobra para la derecha y para Trump.
Al desempleo causado por la deslocalización se suma el que ha afectado a varias de las industrias del sector de combustibles fósiles: Tanto el carbón como el petróleo han cargado no sólo con las pobres perspectivas de estas industrias ante el declive de la vida útil de los yacimientos (particularmente del petróleo) sino también ante la creciente conciencia del daño ecológico que producen tanto por los terrenos afectados como por las emisiones de carbono. Con la fuga de trabajadores, algunos convertidos en tribus nómadas que se han tenido que desperdigar por la faz de la nación a la busca de empleos, muchas veces de corta duración, comunidades enteras del Norte se han convertido en pueblos fantasmas.
Poco se advierte que la crisis de estos trabajadores se acentuó con la recesión de 2008 y que lejos de asumir la necesidad de un rescate sustancial para ellos, la administración Obama-Biden privilegió la salvación… ¡de la banca! En la campaña de 2016, Hilary Clinton los ignoró y el partido Demócrata se dedicó trapaceramente a cerrarle el paso a Bernie Sanders, el único candidato que los tuvo en consideración. Luego se quejan de que muchos hayan preferido escuchar los cantos de sirena de Trump y su discurso del peligro para los empleos que implica el influjo de inmigrantes. La cara detestable del racismo fácilmente aflora en un sistema que está acostumbrado a desviar la atención de sus fallas y poner el dedo acusador sobre otros.
Sin embargo, la administración Trump tenía en su arsenal otras armas que añadir a su política para atajar el declive y revertirlo. Primero, ha desconocido el tratado internacional de control de las emisiones de carbono. Segundo, se ha planteado abrir nuevas áreas de explotación petroleras aunque ello implique la devastación de terrenos protegidos hasta ahora y conservados como reservas naturales. Tercero, ha estimulado la producción de combustible extraído del esquisto, del cual EEUU tiene grandes yacimientos, a pesar de las muchas reservas y prevenciones de la comunidad científica que ha insistido en los peligros severos de dicha explotación tanto en el ámbito ecológico como en el de la salud habida cuenta del uso de sustancias cancerígenas que se emplean en la extracción aparte del altísimo consumo de agua, daño a terrenos y acuíferos así como posible causa de sismos. Cuarto, se ha refugiado en la negación del cambio climático y sus efectos deletéreos sobre todo el planeta.
Esa política de primero-nuestro-país-y-que-venga-después-el-diluvio, ha sido evidentemente del agrado del capital ligado a las industrias extractivas y ciertas capas de trabajadores que ven en el partido Demócrata una sumisión a dichos tratados internacionales. Por otro lado, aparte de los problemas de nivel ecológico que presentan, estas medidas, también han tenido repercusiones serias en el plano de la política internacional. Son ilustradores los conflictos que la explotación del esquisto ha generado. Se trata de una producción que ha buscado consumidores en el terreno internacional, particularmente en Europa. Allí, sin embargo, se enfrenta a la oferta de combustible de Rusia que está por concluir su gasoducto del Norte para aprovisionar a Alemania y otros países europeos. El gobierno de EEUU ha dirigido una política agresiva contra la Unión Europea, y en especial contra Alemania, para obligarlos a cerrarle el acceso a Rusia y volcarse a satisfacer la oferta estadunidense del combustible extraído del esquisto. Todo eso con el típico lenguaje y actitud prepotente socarrona del presidente Trump.
Cierran esta mirada rápida de la base del trumpismo, los grupos paramilitares y supremacistas blancos: las milicias. Su origen hay que buscarlo también en las profundidades históricas de invasión y apropiación de terrenos indígenas o despoblados, donde la única ley era la del que estaba bien armado y mantenía el cuchillo apretado entre los dientes. La tradición guerrerista de la sociedad estadounidense, el anticomunismo y la Guerra Fría, han sido fuerzas nutricias para estos grupos, que además se han venido desplazando a las prédicas fascistas y raciales como herederos del discurso hitleriano. No pocos de los veteranos de las muchas guerras de EEUU, que se han inclinado hacia la derecha fascista, se han incorporado a las fuerzas policíacas del país donde se cobijan con las banderas del patriotismo y el discurso de ley y orden.
De lo anterior se puede concluir que Trump No creó esa base social; ya estaba allí como producto de la propia historia estadunidense. Además, ese base sobrevive al destino de Trump. Ahí quedará a la espera, ya sea de una rearticulación del propio expresidente o alguien a su imagen y semejanza, o de otro mejor articulado, más organizado y coherente, y por lo tanto, más peligroso para toda la humanidad.
Faltará ver ahora cómo la administración Biden-Harris habrá de enfrentar la situación que está en la base del trumpismo, más allá de la explosión del 6 de enero. Deben preocupar los llamados píos a la unidad del país, en medio de esta crisis inédita agravada por la pandemia del Covid-19 y su pésimo manejo por el presidente saliente. Entre las alternativas, se destacan dos grandes escenarios. El primero es el de una unidad mecánica que se lograría poniéndole sordina a la izquierda tanto la emergente dentro del partido Demócrata como la externa a dicho partido. Dentro del propio partido Demócrata se mueven fuerzas que no andan muy lejanas del trumpismo y que empujaron la campaña anti-Sanders. Grandes intereses de la industria de la salud (farmacéuticas, seguros médicos, equipamientos sanitarios), y del complejo militar-industrial (el cual por cierto se vio parcialmente limitado durante el ejercicio de Trump y constreñido a conflictos menores como el de Yemen, y las ventas de armas a los Saudíes y a Israel) deben tener ya los ojos puestos en las oportunidades que la nueva administración pueda ofrecer en una inclinación de apaciguamiento de la derecha en aras de la unidad y la tranquilidad del país tras el mandato polarizador de Trump.
No se puede soslayar el planteamiento del aparato de seguridad del estado que amontona en un mismo lugar a la derecha fascistoide con Antifa y Black Lives Matter. Sobre todo cuando ese mismo aparato es sospechoso de estar infiltrado por las fuerzas más viscerales de la derecha. Tampoco se deben pasar por alto las medidas corporativas de los dueños de las redes sociales quienes bajo la excusa de evitar la propagación de los desafueros del trumpismo acaban de dar su propio golpe de estado estableciendo la censura con la anuencia, hasta hoy, de aquellos a quienes dejó traumatizados la intentona del día de Reyes. Se trata de maniobras para diluir la peligrosidad de la derecha y a la vez, aprovechar el viaje para paralizar a la izquierda.
El otro gran escenario es el de atacar la raíz de los problemas que la historia del país ha sedimentado en las conciencias y en las prácticas del estado imperial. No será ciertamente la tarea más fácil. Implica atacar de fondo las raíces del racismo, detener las prácticas imperialistas militares de acoso y derribo de otros pueblos y países, proveer un servicio de salud amplio, asequible y universal, oportunidades de educación pública y gratuita para la población, financiamiento adecuado y barato para viviendas, acceso amplio a los bienes culturales, programas serios de rehabilitación y reinserción social de la gran masa de prisioneros en las cárceles del país.
Podría pensarse que ese es un programa imposible dada la historia depredadora de EEUU tanto interna como externamente, pero no hay que olvidar que junto al Estado Unidos proclive al trumpismo y sus derivas fascistas, existe otro EEUU que surge de una historia rica de solidaridad y lucha por la emancipación de ese terrible destino que ha hecho que el hombre sea el lobo del hombre. Ese Estados Unidos vive en las luchas sindicales, los grandes levantamientos para eliminar la esclavitud y sus posteriores transformaciones y avatares, los movimientos contra las guerras, por la paz mundial y contra el envenenamiento del medio ambiente, las luchas de las mujeres y la comunidad LGBTTQI, la entrega que ha convertido en herencia cultural de música, teatro, literatura y cine a las aspiraciones por un mundo más humano, y la abnegación de tantos héroes anónimos en hospitales, escuelas y talleres. Ese otro EEUU tiene el derecho a ocupar un mejor lugar en el concierto de los pueblos y naciones del mundo porque es el único capaz de hacer verdaderamente grande a su país.