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La campaña antimigratoria de EEUU ha disparado el precio de empresas que gestionan la reclusión de unos 100.000 'sin papeles'

La cárcel, un negocio

Fuentes: El Mundo

Los inversores aplaudieron. Hablaba George W. Bush de la cruzada antimigratoria. Terminaron los días de acogida, cuando el país subió gracias a quienes hoy apuntalan una invasión silenciosa, amenazando la correlación étnica. Mano dura, dijo. Prometió incrementar fondos a los departamentos de seguridad fronterizos; también, que los prisioneros serían detenidos mientras esperaban audiencia, en lugar […]

Los inversores aplaudieron. Hablaba George W. Bush de la cruzada antimigratoria. Terminaron los días de acogida, cuando el país subió gracias a quienes hoy apuntalan una invasión silenciosa, amenazando la correlación étnica. Mano dura, dijo. Prometió incrementar fondos a los departamentos de seguridad fronterizos; también, que los prisioneros serían detenidos mientras esperaban audiencia, en lugar de ser puestos en libertad tras pagar la fianza. Sus declaraciones dispararon la cotización de las empresas dedicadas a las cárceles privadas, un suculento negocio, pues gestionan 100.000 presos en todo el país.

Hasta 2007 las autoridades esperan capturar a 27.000 indocumentados diarios, un aumento de 6.700 diarios sobre las cifras actuales, o 230 millones de dólares al año en beneficios extras para los centros gestionados por particulares.

En el sur de EEUU el United States Marshals Service ha propuesto construir una supercárcel ubicada en Laredo (Texas), con 2.800 camas. El centro albergaría a inmigrantes ilegales y prisioneros detenidos con cargos por posesión de droga. De aprobarse será una de las prisiones más grandes de la nación, pionera de una nueva cadena alrededor de Texas, con reos que buscan audiencia y otros listos para ser deportados. La sinergia entre la cruzada antidroga y los afanes por recuperar imagen allí donde las alambradas son pisoteadas por avalanchas de pachucos pretederminan un poderoso aumento en las ganacias.

EEUU mantiene la mayor problación reclusa del mundo -2,1 millones de reos (uno por cada 140 habitantes del país)-, una cifra mareante. Como respuesta a la avalancha penitenciaria surgieron a mediados de los 80 las cárceles privadas. Sus exégetas, como el profesor Alexander Tabarrok, arguyen que reducen costos y estimulan la calidad del sistema: «No solamente en sus propias instalaciones, sino también en las de las prisiones públicas: presionadas por una genuina competencia, deberán ser más eficientes o se arriesgarán a perder el apoyo estatal. Al mismo tiempo que los costos son reducidos, la privatización de las prisiones sentará las bases para un sistema político más abierto en el cual un simple grupo de intereses especiales no pueda dominar las que deberían ser cuestiones de políticas públicas».

Quizá, pero las prisiones privadas cobran al erario público un fijo por cada preso. Sus beneficios, en realidad, salen de la reducción en gastos de mantenimiento (comida, actividades reeducativas o atención sanitaria) y en recortes de plantilla, a la que hace tiempo cambiaron sus jubilaciones por participaciones bursátiles. Hace 10 años la Oficina General de Cuentas concluyó, tras cotejar los pocos datos disponibles, que «no existían pruebas efectivas de que se haya llegado a producir ningún ahorro». Eso sí, en materia de recortes algunas empresas han suprimido extravagancias tales como las torres de vigilancia.

Ya en 2000, Eric Bates, en un artículo publicado por The Nation Magazine, comentaba que aunque la Corporación de Correccionales de América (CCA) ganaba entonces casi «14.000 dólares al día a cuenta de los internos custodiados fuera del sistema público», la compañía no vaciló en esgrimir que estaba «legalmente exenta» de comentar a las autoridades el traslado a su centro de mínima seguridad en Texas (destinado a custodiar a sin papeles) de 240 convictos sexuales procedentes de Oregón.

«Tras la fuga de dos de estos nuevos internos», continúa Bates, «uno condenado por abusos sexuales y el otro por el maltrato y la violación de una anciana de 88 años», Susan Hart, portavoz de la CCA, señaló que «nosotros construimos la institución. Es de nuestra propiedad, pero su captura no es tarea nuestra». La misma Hurt, al conocerse que empleados de empresas similares fueron contratados a pesar de condenas previas por malos tratos, respondía airada: «No sería apropiado para ciertos puestos alguien que asegurara ‘Sí, le maté de una paliza’. Supondría un toque de atención para nosotros».

Según Bates «Hurt no llegó a precisar el puesto para el que la compañía consideraría el asesinato como una cualificación apropiada». Las habituales denuncias de malos tratos diseccionan un panorama turbio, con presos amordazados con cinta aislante, denuncias por violación o adolescentes hacinados en barracones y sometidos a dieta de pizzas precocinadas.

Según Paine Webber, agente bursátil y exégeta del sistema correcional privado, «la venta de una prisión existente genera ingresos que los políticos podrán destinar a la financiación de iniciativas a la medida de sus programas, lo cual seguramente contribuirá a aumentar sus expectativas de reelección». La Corrections Corporation ha contado, entre otros, con J. Michael Quinlan, director de la Oficina Federal de Prisiones en tiempos de Bush padre, mientras que la CCA reservó una plaza en su ejecutiva, de siete miembros, a Joseph Johnson, reconocido demócrata. Para el diario Nashville Tennessean, Johnson probaba que la compañía era «un reflejo de América… Johnson es afroamericano, al igual que el 60% de los convictos de la CCA». Algunas de estas empresas figuran entre las 10 más rentables de Wall Street.

Acusadas de pagos bajo cuerda para fomentar las «políticas de mano dura», cuando algunos estados discutieron la posibilidad de condenar a cadena perpetua a quien cometa tres delitos consecutivos (terminó aprobándose, por ejemplo en California), las empresas figuraron junto a los familiares de las víctimas. Apoyando a quienes sufrieron un delito compraban prestigio. Aún más, aseguraban clientela. Ahora, gracias al rumor que recorre los muros entre EEUU y México, estiran el cuello. Nadie quiere perder tajada. Al sur del Río Grande, frente a los reflectores, una oleada sin títulos, dinero ni papeles, que sigue la divisa de correr para salvar la vida, saturará sus cárceles. Los banqueros del presidio sonríen. Con cada nueva cruzada, los bonos besan la estratosfera.