Scott Anderson es el autor de dos novelas y siete libros de no ficción –incluidos dos coescritos con su hermano, el periodista Jon Lee Anderson–. Ha trabajado como corresponsal de guerra en África, Europa, América Latina y Oriente Medio.
Los Estados Unidos emergieron de la Segunda Guerra Mundial con un enorme caudal de capital moral ante el resto del mundo. Poco más de una década después, ese capital se había esfumado casi por completo. Cómo se derrochó es la pregunta que impulsa Los americanos silenciosos (The Quiet Americans), un libro narrado como “una tragedia en tres actos” en el que Scott Anderson (1959) relata la suerte de cuatro hombres que fueron piezas clave en los primeros años de la Guerra Fría: Frank Wisner, Peter Sichel, Edward Lansdale y Michael Burke.
Los cuatro habían luchado contra el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), la heroica –y caótica– agencia de inteligencia dirigida por Wild Bill Donovan, que no dudó en reclutar para misiones de guerrilla a veteranos de las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil española. Tras la derrota de las fuerzas del eje fascista, los cuatro terminaron en la CIA, donde orquestaron decenas de misiones encubiertas en Europa del Este, el Sudeste Asiático, América Latina y Oriente Medio.
La tragedia que narra Anderson es política y personal. A principios de los sesenta, mientras Lansdale conspiraba para asesinar a Fidel Castro, Burke y Sichel se sintieron tan desmoralizados que tiraron la toalla y volvieron a la vida ciudadana. Para entonces, Wisner –durante una década el arquitecto principal de las operaciones encubiertas norteamericanas– ya había sufrido la primera de una serie de crisis mentales; se suicidaría siete años después.
Anderson entrelaza las biografías de sus cuatro protagonistas a lo largo de más de 500 páginas llenas de aventuras y enredos dignos de una novela de John Le Carré. Y aunque no ahorra sus críticas a la CIA, no llega a ser implacable. Por un lado, demuestra que las operaciones dirigidas por Wisner, Sichel, Lansdale y Burke –desde el envío desesperado de agentes secretos a Europa del Este a descaradas manipulaciones electorales y derrocamientos de gobiernos por el mundo entero– eran a menudo ineficaces, antidemocráticas, inmorales, descabelladas y casi siempre muy costosas. Por otro, explica que la CIA no lo tenía nada fácil.
En su propio país, era objeto de acosos continuos por parte del director del FBI, J. Edgar Hoover, cuya envidia burocrática y cazas de brujas anticomunistas pintaban de subversivo a todo izquierdista u homosexual. Los sustos rojos y lilas (Red and Lavender Scares) que alentó Hoover, con la ayuda de políticos, como el senador Joseph McCarthy, –argumenta Anderson– no solo acabaron por destruir las carreras de docenas de funcionarios de la CIA, sino que abrieron profundos surcos sociales y políticos que perviven en la polarización política del país hoy. Mientras tanto, en las trincheras de la Guerra Fría, la CIA se vio a menudo superada por sus homólogos soviéticos. Estos no solo contaban con mucho más personal –si, en el Berlín de la posguerra, la URSS contaba con miles de agentes, la CIA tenía cuatro gatos–, sino que además operaban con más astucia y menos remilgos que los norteamericanos.
Mal que le pese, Anderson concluye que la CIA de los primeros años tiene una reputación peor de la que merece, particularmente entre sectores progresistas. Por un lado –señala– la Agencia casi siempre seguía las directivas de la Casa Blanca. “En realidad”, escribe, “todas las grandes misiones encubiertas emprendidas por la CIA desde su creación hasta hoy –desde el derrocamiento de Mossadeq en Irán hasta los planes para matar a Fidel Castro; desde la interferencia en las elecciones italianas de 1948 hasta la construcción de un ejército mercenario en Laos; desde la financiación secreta de los contras nicaragüenses hasta ‘probar’ que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva– se realizaron bajo órdenes expresas, aunque no escritas, de los presidentes del país”. Y si la CIA asumió la mayor parte de la culpa de los fiascos de la política exterior de EE.UU., fue en parte porque la agencia había sido diseñada expresamente para desempeñar ese papel: “En adhesión a la doctrina de la negación plausible, la CIA siempre ha sido, y probablemente siempre será, el chivo expiatorio por antonomasia”.
Autor de dos novelas y siete libros de no ficción –incluidos dos coescritos con su hermano, el periodista Jon Lee Anderson–, Anderson ha trabajado como corresponsal de guerra en África, Europa, América Latina y Oriente Medio. Conversamos a principios de octubre.
Su libro aparece en un momento en el que, gracias a Trump, la izquierda estadounidense simpatiza más con los servicios de inteligencia de su país que, quizá, en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial. Pero me imagino que usted comenzó a trabajar en este proyecto antes de las elecciones de 2016.
Así es. En todo mi trabajo, las novelas incluidas, me fascinan los momentos de la historia en los que la gente que opera a ras de suelo goza de una libertad de movimiento poco usual e improvisa las cosas sobre la marcha. Son los momentos que preceden al trasvase del poder de decisión a personas sentadas en un despacho, en los que un puñado de individuos, para bien o para mal, puede influir de forma desproporcionada en el curso de la historia.
¿Qué provocó este libro en particular?
La CIA se puso a trabajar con exnazis desde el principio. Era inevitable; con ocho millones de militantes rasos, el partido nazi lo manejaba todo en Alemania
Mi fascinación por el arco del llamado siglo americano. Se recuerda poco que la visión del presidente Franklin Roosevelt para el mundo de la posguerra y el papel de América en él era muy diferente de la forma en que finalmente se desarrolló. Lo que imaginó Roosevelt fue nada menos que el fin de la era del imperio, con los EE.UU. guiando al resto del mundo en esa dirección. Pero he aquí que, para finales de los años cincuenta, los Estados Unidos no sólo han abandonado esa idea, sino que han liderado una regresión en toda regla. No solo derrocábamos gobiernos por todas partes, sino que nos habíamos convertido en administradores de otros regímenes coloniales, incluidos Francia y Gran Bretaña. ¿Qué pasó con la visión de Roosevelt? Esa es la historia que quería contar, y decidí hacerlo a través de los protagonistas de la Guerra Fría, los soldados de primera línea, que, dada la naturaleza de ese conflicto, eran todos espías.
Peter Sichel, que llegó a los EE.UU. como un joven refugiado judío de Alemania y fue nombrado jefe de la estación de Berlín a la edad de 24 años, fue el único de sus cuatro protagonistas al que pudo entrevistar en persona.
Es el último de esa generación de espías que aún vive. Fue como descubrir un baúl de cartas viejas en el ático. Hoy, a los 98 años, sigue en Manhattan, con todas sus facultades intactas. Y le encanta el libro, aunque le retrato con luces y sombras.
Usted no esconde la simpatía que le inspira Sichel como persona, y algo así, me parece, le ocurre con Wisner, Burke y Lansdale. En un momento dado, observa que los operadores de la CIA solían cogerles demasiado afecto a sus operativos. ¿Cree que su cercanía afectiva hacia sus cuatro protagonistas terminó por influir en su opinión sobre la CIA?
Esa dinámica afectiva es casi inevitable, aunque probablemente habría sido peor si hubiera escrito una biografía de una sola persona. Y fíjate que no siento igual simpatía por los cuatro. Michael Burke es un personaje novelesco, una especie de James Bond. Pero puede que me guste sobre todo porque hay poca documentación sobre él y no sabemos qué le pasaba por la cabeza: parece vivirlo todo como una gran aventura. Con Peter Sichel, por otro lado, tuve la oportunidad de hablar de sus conflictos morales, muchas veces muy dolorosos. Nuestras largas conversaciones me permitieron comprender mucho más lo atormentada que ha sido su vida.
¿Escribir este libro ha cambiado su visión de la CIA?
No soy menos progresista de lo que era cuando lo empecé. Pero confieso que he llegado a ver a la Agencia de manera diferente. Lo que realmente me sorprendió fue lo perdidos y desorientados que estuvieron los estadounidenses durante gran parte del período que cubro. Por increíble que parezca, hasta mediados de los 50, Occidente tenía a muy pocos informantes o espías dentro de la Unión Soviética. Los EE.UU. no tenían a nadie –pero nadie–. Esto explica por qué les pillaron tan desprevenidos el conflicto coreano o el bloqueo de Berlín. Imagínate el pánico que debieron de sentir durante esos años, sin saber qué esperar de Stalin y con un presidente Truman muy lento en ponerse las pilas. Los primeros dos o tres años después de la Segunda Guerra Mundial, en particular, Estados Unidos estaba más perdido que un pulpo en un garaje.
Cuando el senador Frank Church describió a la CIA en 1975 como un elefante enloquecido, se equivocó. Si alguien estaba loco, era el presidente.
También me he dado cuenta de que todos los presidentes del país se han servido de la CIA como chivo expiatorio. Cuando el senador Frank Church describió a la CIA en 1975 como un elefante enloquecido, se equivocó. Si alguien estaba loco, era el presidente. Es difícil pensar en alguna operación encubierta importante que no emanara de la Casa Blanca, especialmente en el período que yo cubro. Lo que la CIA hizo en Guatemala en 1954 no fue ningún desliz: el presidente Eisenhower estaba íntimamente involucrado. Lo mismo pasó, más tarde, con la invasión de Bahía de Cochinos o el complot para asesinar a Castro. He visto un documento de un oficial de la CIA involucrado en esa operación que decía: “El mismo Bobby Kennedy fue nuestro case officer”. La izquierda americana se negó durante mucho tiempo a creer que Kennedy tuviera algo que ver con aquello. Bueno, lo siento, pero fue él quien lo orquestó.
Ha dicho que, al escribir el libro, ha procurado no juzgar a sus personajes.
Habría sido demasiado fácil emitir un juicio moral desde el presente. Pero, ojo, eso no significa que no me interesen las cuestiones de moralidad. De hecho, me fascina entender cuáles eran las líneas morales, y cuándo y por qué se cruzaron. La CIA se puso a trabajar con exnazis desde el principio, por ejemplo. Era inevitable; con ocho millones de militantes rasos, el partido nazi lo manejaba todo en Alemania.
Pero no pasó mucho tiempo antes de que pasaran de militantes rasos a nazis de más rango.
Te digo más: el propio Peter Sichel terminó trabajando con Otto von Bolschwing, que era un auténtico carnicero, un monstruo. Fue el criminal de guerra nazi de más alto rango en ser desnaturalizado por los americanos. ¡Y es Peter, un judío alemán, quien, como jefe de la estación de Berlín, ayuda a sacarlo de Alemania a los Estados Unidos! Eso no puede haber sido fácil.
¿Le preguntó al respecto?
Le pregunté sobre su trabajo con exnazis en términos generales, pero no le pregunté específicamente sobre el caso de Bolschwing. Allí fracasé como periodista. Estuve a punto, pero no me atreví. A fin de cuentas, el hombre tenía 97 años y llevaba construida toda una narración mental de lo que hizo y por qué.
Hablando de líneas morales cruzadas, ¿qué tal el derrocamiento de gobiernos democráticos o el apoyo de EE.UU. a regímenes represivos?
Una vez más, las líneas no están claras. La decisión de apoyar a dictadores militares más o menos cuerdos –por ejemplo, un hombre fuerte en África que sirva de baluarte contra los planes soviéticos en el área– puedo entenderla. Pero después, en los años ochenta, ese mismo camino lleva al apoyo norteamericano a los regímenes de Guatemala y El Salvador, que son esencialmente regímenes que gobiernan mediante escuadrones de la muerte. ¿Dónde trazas la línea? Puede parecer claro en retrospectiva, pero en el momento es más complicado de lo que parece.
Desde la perspectiva de los EE.UU., tal vez. Pero si su libro lo lee, pongamos por caso, una persona guatemalteca, ¿hay alguna manera de que pueda mirar con algo más que profundo asco el papel de Frank Wisner como arquitecto del golpe de 1954 que –para beneficio de la United Fruit Company– derrocó al gobierno de Jacobo Árbenz y desató muchas décadas de represión violenta?
No, no la hay. Guatemala está en el extremo del espectro, sin duda. Esa operación se realizó por razones totalmente espurias, con muy poca atención por las consecuencias y muy poca preocupación por lo que se acabó por desencadenar en los cuarenta años siguientes. Pero fíjate que, en este caso también, los agentes de la CIA no eran más que los soldados de primera línea. Operaban bajo las órdenes de la Casa Blanca: todo esto sucedió bajo el mandato de Eisenhower. Y, sin embargo, la imagen de Eisenhower que persiste hasta hoy en el imaginario popular es la de un abuelo sonriente al que le encantaba el golf.
En su trabajo como corresponsal de guerra debe haberse encontrado con más de un agente de la CIA, aunque fuera en el bar…
Antes, sí, claro. Pero desde el 11 de septiembre se han atrincherado en sus búnkeres. Y eso es un problema, porque aumenta su tendencia a seguir sin chistar la línea de Washington. Uno de los defectos estructurales de la CIA es que se ve a sí misma como un proveedor de servicios. De hecho, suelen referirse a otras agencias como sus clientes. Y, al final, el cliente siempre tiene la razón. Esta línea de pensamiento se ha acelerado desde la época de Reagan y la vimos operando al máximo en Irak.
En ese papel, la principal tarea de la CIA se convierte en proveer a la Casa Blanca de justificaciones.
Incluidas historias sobre óxido de uranio en Níger o armas de destrucción masiva que no existen. Incluso si hay voces dentro de la Agencia que no están de acuerdo, esas desaparecen a medida que se sube por la cadena de la toma de decisiones, acabando en el Consejo de Seguridad Nacional y el presidente.
Su libro también explica que la CIA es una burocracia gubernamental muy bien financiada que busca perpetuar y expandirse por pura inercia institucional. En los años cincuenta, la Guerra Fría había creado su propia lógica, con la CIA desarrollando docenas de operaciones, cuanto más caras mejor, sin apenas seguimiento o ni siquiera un plan a largo plazo. Esa burocracia cuasi autónoma, ¿no ha servido como contrapoder a las directivas que venían de la Casa Blanca, de la misma manera que, hoy, el presidente Trump cree que está siendo socavado por el llamado Estado Profundo?
Es importante comprender que algunas de estas tensiones son inherentes a la propia estructura de la CIA. A diferencia de la mayoría de las agencias de inteligencia europeas, la CIA tiene una división analítica y una división operativa: los “bibliotecarios” y los “vaqueros”. Es fácil imaginarse a los vaqueros ansiosos por cumplir las órdenes de la Casa Blanca. Los problemas comienzan cuando esa actitud infecta a los analistas, porque eso no es lo que se supone que tiene que pasar. Este es un problema de organización que la CIA reconoció tempranamente –para 1948 ya era evidente–, pero que nunca ha podido resolver.
Hoover y McCarthy vigilaban a la CIA en busca de subversivos. Si eras oficial de la CIA bajo sospecha, ¿cómo demostrabas que eres tan anticomunista como los demás? Lanzando operaciones
Tienes razón en que, durante el período del que escribo, hubo una inclinación burocrática a no matar a la gallina de los huevos de oro que era la generosa financiación de parte del gobierno federal. En un sentido más amplio, sin embargo, el problema era otro: no había repercusiones para las operaciones fracasadas. Irónicamente, si había alguna repercusión, ésta caía sobre los funcionarios que abortaban las operaciones, incluso cuando lo hacían con mucha razón. Si tú echabas alguna misión por tierra, te enfrentabas, primero, al mosqueo de los operativos y manejadores involucrados. Pero luego te esperaban problemas más grandes todavía: gente como J. Edgar Hoover o el senador McCarthy, que vigilaban ansiosamente a la CIA en busca de subversivos. Ahora bien, si tú eres un oficial de la CIA que se sabe bajo sospecha del FBI, ¿cómo demuestras que eres tan anticomunista como los demás? Lanzando operaciones y más operaciones. Fíjate que, cuando Peter Sichel en Berlín cancela ciertas misiones porque cree que están destinadas a fracasar, ¡acaba investigado porque le creen un agente de la KGB!
Su afán como autor por resistir los juicios morales retrospectivos parece flojear en el caso del FBI, cuyo nefasto papel expone sin tapujos. También es usted muy duro con John Foster Dulles, secretario de Estado bajo Eisenhower en el mismo período en que su hermano, Allen Dulles, dirigió la CIA.
Es verdad. En mi opinión, Hoover y John Foster Dulles son los auténticos malos de esta película. Son los que hicieron más que nadie para echar a perder el llamado siglo americano.
En los dos casos, ¿la maldad era la misma?
No, creo que les movían impulsos diferentes. A Hoover lo que le interesaba más que nada era el poder. Estaba obsesionado con él. Empezó a guardar expedientes confidenciales sobre rivales y competidores ¡en los años veinte! Su odio a la CIA era burocrático. Se llevaba bien con los directores de la CIA que le mostraban deferencia y despreciaba a los que no.
John Foster Dulles era diferente. Para empezar, no era tan inteligente como Hoover. Era muy religioso, pero no era lo que se dice un pensador profundo. Para él, el mundo era blanco y negro. Los Estados Unidos eran una fuerza de luz y la Unión Soviética una fuerza de oscuridad. Ahora bien, si estás luchando contra Satanás, vas a tener que hacer algunas cosas desagradables. Esto, para Dulles, era aceptable.
Atrapado como estaba en esta visión del mundo, sugiere usted, el gobierno de Estados Unidos perdió varias oportunidades de cambiar el curso de la Guerra Fría.
La visión de Dulles era extraña y contradictoria. Estaba empeñado en interpretar cualquier señal que saliera de la URSS como un signo de debilidad y, al mismo tiempo, como una indicación más de sus diseños siniestros. Cualquier propuesta de paz del Kremlin solo mostraba lo débiles que estaban los soviéticos, a punto de desmoronarse, al mismo tiempo que insistía en que era todo parte de un complot oculto para tentarnos a bajar la guardia, permitiéndoles a los soviéticos hacerse con el mundo. Es por eso que Dulles torpedeó todas y cada una de las propuestas de paz que le llegaron después de la muerte de Stalin en 1953, antes y después del ascenso al poder de Jrushchov.
El enfoque biográfico de su libro alienta las explicaciones psicológicas. Si Hoover, Dulles y Stalin fueron cegados por su paranoia, las vidas de sus cuatro espías protagonistas, en cambio, están dominadas por la fantasía. Me refiero tanto a la visión del mundo de Sichel, Wisner, Burke y Lansdale, como a nuestra fascinación romántica por figuras como ellos.
Ciertamente los cuatro estuvieron impulsados por algo más que la ideología o el patriotismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, no dudaron en aprovechar la oportunidad de dejar a sus esposas e hijos atrás y volver a entrar al juego: la guerra, a fin de cuentas, es algo emocionante. Por más horrible que sea, puede ser una influencia motivadora en la vida. Pero también asumieron la idea de que el mundo estaba envuelto en una lucha existencial. Y querían ser parte de ella. Peter Sichel me dijo que, en 1946, volvió a Nueva York con el plan de dejar lo que entonces era la Unidad de Servicios Estratégicos y ocuparse del negocio de su familia, que comerciaba con vinos. Apenas duró unos días antes de decidir volver a Berlín.
Para ser un libro sobre la Guerra Fría, me ha llamado la atención que apenas hable de política. Al leerlo, me preguntaba si usted no asume con demasiada facilidad la definición del comunismo que manejaban los anticomunistas. No parece cuestionar la idea, por ejemplo, del comunismo como una ideología fundamentalmente antiamericana. Ese esquema maniqueo no nos ayuda a la hora de comprender lo que significaba ser un comunista norteamericano en, digamos, los años treinta, cuarenta o incluso los cincuenta.
Entiendo lo que dices. Ciertamente, se puede comprender por qué los comunistas norteamericanos y europeos durante la Segunda Guerra Mundial creían que era su deber, casi un deber patriótico, pasar información a los soviéticos. La URSS era, a fin de cuentas, una potencia aliada cuyos soldados, además, morían en grandes cantidades. Lo mismo es cierto para el matrimonio de los Rosenberg y muchos de los espías activos durante la Segunda Guerra Mundial. Eso sí, después de la guerra las cosas se ponen más complicadas.
Uno de los defectos estructurales de la CIA es que se ve a sí misma como un proveedor de servicios. De hecho, suelen referirse a otras agencias como sus clientes
Mira, en todo lo que he escrito, siempre me enfrento a dos cuestiones fundamentales: ¿cómo puede uno distinguir entre la conspiración y la incompetencia? ¿Y qué sabía la gente y cuándo lo sabía? La respuesta a la primera pregunta es que el 95% de las veces se trata de incompetencia. La segunda pregunta es más central para el tema que nos ocupa. Es increíblemente difícil para cualquiera recordar lo que sabía en un momento determinado del pasado. ¿Había oído yo hablar de Osama bin Laden antes del 11 de septiembre de 2001? Creo que sí, pero no estoy seguro. Este problema, para mí, está ligado al afán de no juzgar a la gente desde fuera de su tiempo.
En mi libro, trato de comprender, de habitar, la forma en que estos cuatro hombres veían el mundo en el tiempo en que lo vivían. ¿Qué pasa en los años inmediatamente después de la guerra? Ven, primero, cómo un país tras otro en Europa del Este cae ante los soviéticos. Luego, lo de Corea les pilla completamente desprevenidos. Después, la URSS desarrolla una bomba nuclear tres años antes de lo esperado. Se están moviendo muchas cosas en el Tercer Mundo. Y luego China, el país más grande del mundo, se vuelve comunista. Visto todo esto, puedes entender por qué les entró el pánico. Es fácil contemplarlo desde el presente y preguntar: ¿por qué estos tipos trabajaron con los nazis? Pero si lo consideras en su contexto, resulta moralmente más complicado.
Esas mismas complicaciones morales terminaron derrotando o desmoralizando a tres de sus cuatro protagonistas. De hecho, su libro no nos permite albergar mucha ilusión con respecto al papel que ha jugado Estados Unidos a nivel mundial en estos últimos 75 años.
No me crié en los Estados Unidos, sino en Asia Oriental, en Taiwán y Corea, donde mi padre estaba adscrito a la embajada de los Estados Unidos como asesor agrícola de la Agencia de Desarrollo. Una cosa que siempre me ha molestado de los estadounidenses es su tendencia mojigata, santurrona, que por cierto afecta a la izquierda tanto como a la derecha. Se creen más católicos que el Papa. Muchas veces les impulsa una especie de arrogancia evangélica en la que hay poco espacio para los matices. Así, por ejemplo, la mayoría de los estadounidenses todavía se niega a admitir lo obvio: que Estados Unidos es una potencia imperial. ¡Claro que lo somos!