«Imposible» es un término utilizado por muchas personas clasificadas y/o autoclasificadas como clase media para describir su propia situación. Los analistas de la clase media prefieren otras categorías: precario, en peligro y hundiéndose.
En 2010 el Departamento de Comercio preparó una serie de datos para el grupo de trabajo sobre la clase media de la administración Obama, dirigido por el vicepresidente Joe Biden. Omitiendo los problemas espinosos -ver más abajo- de la clase media, una parte del estudio presentaba las múltiples esperanzas y expectativas de una familia de clase media:
Estas esperanzas incluían «ser propietario de una casa», «ahorrar para la jubilación», «asegurar una educación universitaria» para sus hijos, «proteger su propia salud y la de sus hijos», «tener un coche para cada adulto» y tomarse vacaciones cada año.
El grupo de reflexión (think tank) Brookings Institute, muy clemente en general, no pudo resistir a hacer algunas investigaciones al respecto. De sus observaciones aparece que una enorme proporción de las personas definidas como de clase media eran padres o madres solteros con dos hijos e ingresos de unos 25.000 dólares al año. Resulta imposible imaginar que la mayoría – y mucho menos todas – estas esperanzas puedan realizarse con tales salarios.
De manera cada vez más frecuente, vemos artículos sobre «clase media sin techo» y «clase media con hambre». El aumento de la riqueza no tiene una real incidencia en el resultado. Un estudio reciente de la Rand Corporation muestra que si los niveles de desigualdad de hace cincuenta años hubieran simplemente perdurado, el ingreso mediano de 50.000 dólares -el ingreso medio literalmente en los Estados Unidos- sería hoy de unos 97.000 dólares.
Por otro lado, el dinero ha hecho posibles más cosas en las vidas del 1% más rico, mientras que la vida de las llamadas clases medias se ha vuelto más «imposible».
«Imposible» es un término utilizado por muchas personas clasificadas y/o auto clasificadas como clase media para describir su propia situación. Los analistas de la clase media prefieren otras categorías: precario, en peligro y más a menudo, hundiéndose.
Ese es el término que elegí para el título de mi reciente libro The Sinking Middle Class: A Political History (La clase media hundida: una historia política, NdT). «Hundida» es un homenaje a lo mejor de lo que dijo George Orwell sobre la clase media e implica un proceso de trituración gradual -y también una sensación de miseria- que caracteriza la vida de la clase media, incluso antes de su caída. Bartleby, el personaje de Bartleby, el escribiente: Una historia de Wall Street de Herman Melville, 1856 (1853 en Putnam’s Magazine, NdT), se hundió.
El adjetivo «hundida», que utilizo en el título, funciona, sigo aún con la duda sobre un título alternativo. Seguía pensando en el título «La clase media imposible», incluso cuando el libro estaba casi terminado. Es obvio que la idea de «salvar a la clase media», tan repetida por los políticos de todos los partidos y tan asociada al empobrecimiento del discurso político americano desde 1992, resultaba imposible.
Sigo estando de acuerdo con las dos opciones de título, pero me pregunto si el Covid-19 no nos estará llevando a la conclusión de que la vida de la clase media, y no sólo la política de fachada y posturas asociadas a su salvación, es lo que resulta imposible. La imposibilidad se aplica tanto a la definición como a la propia experiencia de vida.
Pensando en la imposibilidad
A nivel de definición, la imposibilidad de precisar la clase media es manifiesta. En las elecciones de 2012, tanto la campaña de Obama como la de Romney suponían que cualquier persona que ganara menos de 250.000 dólares al año formaba parte de la clase media, el grupo que le interesaba a ambos partidos.
Los investigadores contaron incluso a los más pobres de los pobres para convertirlos en clase media (aunque sólo fuera «por aspiración»), junto a los que ganan millones al año. Sin embargo, casi al mismo tiempo, otros expertos de instituciones financieras -e incluso consultores políticos- estimaban que sólo dos de cada cinco personas en los Estados Unidos pertenecían, en realidad, a la clase media.
Estas grandes disparidades implican una cuestión tan fundamental como la de saber si la pertenencia a la «clase media» depende de las variables medidas por los investigadores o de la auto identificación. En el primer caso, la lista de medidas utilizadas varía enormemente, pero se reduce demasiado a menudo a consideraciones parciales como por ejemplo «asistió a la universidad», o «gana más de 50.000 dólares al año». En el segundo caso, la redacción de las preguntas y las opciones propuestas han complicado las cosas desde 1930.
A diferencia de la clase obrera, cuya definición generalmente especifica un conjunto de relaciones sociales con los dueños de sus lugares de trabajo, contratan su mano de obra y administran su tiempo, la clase media no tiene ese conjunto de relaciones con los demás. En efecto, cerca del final del libro estadounidense más conocido sobre la clase media, White Collar: The American Middle Classes de C. Wright Mills, Universidad de Oxford, 1951, el lector se entera de que el autor duda que tal clase coherente exista.
C. Wright Mills insistió en este punto, argumentando que es imposible que haya una movilización de la clase media a favor de una política progresista, el Santo Grial de la mayoría de los políticos estadounidenses desde hace tres décadas.
Una solución de izquierda a tal caos analítico imposible insistió en que se debe trazar una línea clara entre la clase trabajadora y la clase media, que existen estrategias de investigación para identificar tal línea, y que incluso a nivel de la auto identificación, si las preguntas de las encuestas están bien elaboradas, se pueden obtener respuestas que rompan el mito de que «todo el mundo es de clase media» tan apreciado por las cámaras de comercio.
Aunque el fortalecimiento de estas distinciones resulte deseable en muchos aspectos, sigue habiendo al menos un 20% de la población que durante muchas décadas se ha identificado como de clase media, incluso si ocupa puestos de trabajo de la clase obrera.
Las nuevas realidades echan por tierra la idea bien establecida de que la distinción entre los trabajadores de cuello azul y los de cuello blanco define una línea de «clase», pero las zonas grises compiten con las distinciones claras: el obrero cualificado de una fábrica que sufre un recorte salarial del 60% cuando tiene que trabajar como vigilante nocturno en Home Depot (empresa de distribución de artículos para el hogar), o el profesor universitario diplomado que dispone de autonomía en los anfiteatros, pero que no es titular, que no cobra el sueldo adecuado o no tiene seguridad en el empleo.
La imposibilidad más triste y amplia se da en el día a día. El buen ciudadano de la clase media económica que las cámaras de comercio exaltan es -como los estudios de la gran economista Juliet Schor lo establecieron hace mucho tiempo- tanto el «americano que trabaja excesivamente» como el «americano endeudado».
Así lo sugieren los indicadores de buen crecimiento económico a los que históricamente han respondido los mercados bursátiles. Es decir, el alargamiento de la semana laboral media y el aumento de la «confianza de los consumidores» -o sea el endeudamiento privado- son buenas noticias para el mercado.
Trabajo excesivo y endeudamiento
Podríamos pensar que estos problemas, que van de la mano, afectan a diferentes grupos de personas. En ese caso, las personas endeudadas podrían simplemente trabajar más y las personas sobrecargadas de trabajo podrían trabajar menos horas. Pero Schor sugiere una realidad diferente en la que las mismas personas -principalmente la increíblemente estresada clase media, aunque muchos de ellos tienen trabajos de clase obrera- sufren tanto de sobrecarga de trabajo como de gastos excesivos (deudas).
De hecho, Schor sostiene que lo hacen en un ciclo en el que los períodos prolongados de trabajo alienado provocan deseos de liberación a través del consumo, y por lo tanto al endeudamiento y por lo tanto a una mayor necesidad de trabajo (para hacer frente al endeudamiento). Schor sostiene que en las décadas anteriores a la publicación de sus libros, la pareja promedio perdía un mes de tiempo de ocio y reproducción social debido al trabajo remunerado. Desde entonces, la clase media en decadencia ha perdido otro mes más, en ambos casos con consecuencias específicas para las mujeres y los hombres.
Aunque abarcaba también a otros grupos, ambas mitades del ciclo de trabajo y gasto afectaban particularmente e incluso definían a la clase media. La compra a crédito para uso personal, considerada como algo disoluto durante gran parte de la historia de la humanidad, encontró una razón de ser en la década de 1920 al conectar el crédito con un carácter a menudo definido como propio al estatus de clase media.
El argumento de que, por ejemplo, los trabajadores de la industria automotriz se habían «convertido en clase media» después de la Segunda Guerra Mundial, se vio fortalecido con su acceso al crédito y a los altos salarios. Los niveles de deuda de la clase media, que Juliet Schor consideraba astronómicos en los años 80, parecen ser controlables según los estándares contemporáneos si se tiene en cuenta, en particular, el aumento de la deuda de los estudiantes.
La sobrecarga de trabajo de la clase media tiene varias características que la determinan. En primer lugar, el aumento absoluto del tiempo de trabajo de las mujeres que son, cada vez más, las esposas de los trabajadores de clase media. Segundo, la manera en que la falta de protección ante las horas extras excesivas ha hecho que muchos cuadros de clase media sean prisioneros del trabajo más allá de la semana laboral normal.
Pero el exceso de trabajo también significaba trabajo alienante y en eso también, la clase media tenía sus problemas particulares. El control del trabajo de oficina y la necesidad de ser atractivo en el sector de las ventas significaba que la personalidad de los trabajadores era en sí misma y a la vez destacada y juzgada. En los últimos ochenta años esa tendencia se ha extendido más allá de la oficina -hasta el punto de que los patrones sospechan a menudo que la falta de felicidad en el trabajo es subversiva- y la gestión de la personalidad de cada empleado y empleada se focaliza en ese tipo de trabajos.
El trabajo alienado y el consumo compensatorio ponen en duda la posibilidad de la felicidad verdadera. El ensayista marxista irlandés Terry Eagleton describió el sistema diciendo que se necesita a un «trabajador sujetado prudentemente en la oficina» pero también a un cliente «salvajemente anárquico» en el centro comercial.
La clase media se formó durante mucho tiempo en torno a la falta de respuesta colectiva al trabajo alienado y a los intentos individuales sin éxito de dar forma a lo que C. Wright Mills llamó «vacaciones de ensueño». Las estructuras sistémicas nos llevan en ambas direcciones, pero no nos dicen cómo vivir de una manera capaz de reconciliar ambas, y mucho menos cómo enseñar a los jóvenes a vivir en un mundo así.
El anuncio del Capitán Morgan (una marca de ron), que apoya los intentos desesperados por crear lo que Mills llama «vacaciones de ensueño» y advierte contra el exceso de bebida, es un buen símbolo del problema.
COVID, clima y coches
Este período nuestro, con sus peligros -desde el COVID hasta los incendios que devastan gran parte del oeste de los Estados Unidos y las inundaciones de gran parte del sureste- deja en claro la imposibilidad de la existencia de la clase media. La nación más rica de la historia del mundo no puede permitirse una ínfima pausa para salvar millones de vidas. Los individuos también carecen de recursos para sobrevivir materialmente, y cuando el ciclo de trabajo y gastos se detiene, tampoco los tienen para sobrevivir psicológicamente.
Ya hay 270 millones de vehículos que circulan en los Estados Unidos, si le sumamos el logro de los objetivos de propiedad de un coche para cada adulto de la familia, eso no le haría ningún favor al planeta. Del mismo modo, la necesidad urgente de viviendas dará lugar a desastres de deuda y emergencias ambientales en la medida en que las viviendas sigan siendo de dimensiones gigantescas, como las que tienen más éxito de venta en los Estados Unidos.
El COVID-19 también revela el problema no resuelto y profundamente de género de la falta de tiempo de la clase media. A menudo, se espera que las mujeres trabajadoras suspendan sus carreras para realizar las labores de cuidado cuando las escuelas cierran y los hogares de ancianos se convierten en asilos. La pandemia también pone de relieve la locura de hacer que la salud sea la responsabilidad de las familias de clase media en lugar de la responsabilidad de las instituciones públicas.
El COVID-19 y el cambio climático no han causado sino que han demostrado la imposibilidad de una vida «sostenible» y feliz para la clase media.
David Roediger es Profesor de la Fundación de Estudios Americanos en la Universidad de Kansas, donde enseña y escribe sobre la raza y la clase en los Estados Unidos. Junto con Elizabeth Esch, escribió The Production of Difference (Oxford University Press, 2014). Su último libro publicado es The Sinking Middle Class: A Political History (OR Books, 2018).
Artículo publicado originalmente en Against the Current, octubre 2020: https://againstthecurrent.org/the-increasingly-impossible-middle-class/
Traducción de Ruben Navarro – Correspondencia de Prensa