Las revelaciones publicadas en mayo de 2017 por The Intercept sobre cómo el Gobierno estadounidense estaba tratando el activismo ambiental de Standing Rock como una «insurgencia» no deberían sorprendernos. La investigación de The Intercept desvela que la compañía de seguridad TigerSwan trabajó estrechamente con al menos cinco estados para señalar a los manifestantes del campamento […]
Las revelaciones publicadas en mayo de 2017 por The Intercept sobre cómo el Gobierno estadounidense estaba tratando el activismo ambiental de Standing Rock como una «insurgencia» no deberían sorprendernos. La investigación de The Intercept desvela que la compañía de seguridad TigerSwan trabajó estrechamente con al menos cinco estados para señalar a los manifestantes del campamento de Standing Rock como «yihadistas», con el fin de destruir y deslegitimar a todo el movimiento y a las personas que se solidarizan con él.
Pero esta no es la primera vez que los Gobiernos y las grandes empresas han utilizado todos los medios a su alcance para mantener el orden establecido. Y tampoco será la última.
Una larga historia de criminalización del activismo
El 8 de marzo de 1971, un grupo de activistas conocido como Comisión Ciudadana para Investigar al FBI forzó la entrada a una oficina del FBI en Media, Pennsylvania, robó una gran cantidad de archivos y se los entregó a los medios de comunicación. El elemento más relevante del material sustraído era un archivo que mencionaba la palabra «COINTELPRO».
Este episodio puso al descubierto uno de los programas más secretos organizados por el FBI en aquellas fechas.
Creado originalmente en 1956 para «incrementar los antagonismos, causar trastornos y conseguir deserciones» dentro del Partido Comunista de los Estados Unidos, el programa de contrainteligencia COunterINTELligencePROgram fue desviando gradualmente la mayor parte de sus recursos para acabar actuando contra otros grupos y personas que el FBI consideraba subversivos. Entre ellos, se encontraban las Panteras Negras, los movimientos de derechos civiles, el movimiento feminista, el antibelicista y anticolonial, los activistas del movimiento de los nativos americanos y muchos más.
El programa utilizaba métodos como la infiltración, la guerra psicológica, y la fuerza y el acoso ilegales para sofocar, por lo general desde dentro, cualquier forma de resistencia al orden establecido. El asesinato el 4 de diciembre de 1969 de Fred Hampton, uno de los líderes del Partido Pantera Negra, fue parte de una operación de COINTELPRO.
Aunque el programa reservado terminó oficialmente en abril de 1971, la historia reciente ha demostrado que el FBI y otras agencias gubernamentales no han dejado nunca de utilizar las tácticas básicas del programa. De hecho, ha ocurrido justo lo contrario, y los métodos utilizados por Gobiernos, instituciones y grandes empresas para «pacificar» a las masas se han vuelto cada vez más sofisticados.
Hace un par de años, el periodista Will Potter desveló el hecho de que los activistas de los derechos de los animales y ambientales se consideran ahora como la máxima amenaza interna de los Estados Unidos y se persiguen a menudo como criminales. Destacó que esto había sucedido debido a los esfuerzos concertados de las grandes empresas que han promocionado la idea del «ecoterrorismo».
Pero el Gobierno estadounidense no es, ni mucho menos, el único autor de tales delitos. Muchos otros países, que a menudo incluyen a las «democracias» occidentales, tratan a los ciudadanos comprometidos de la misma manera. Un ejemplo elocuente es cómo el Gobierno y la policía británicos se infiltraron en el movimiento ambiental para adelantarse a las acciones y protestas ambientales.
Los Gobiernos han incrementado su juego represivo al criminalizar a movimientos enteros, como el de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS), y los de solidaridad con las personas refugiadas en Europa. Las fuerzas de seguridad han incrementado la brutalidad con la que reprimen las protestas, como ocurrió en Francia, donde la represión policial de las manifestaciones pacíficas contra la reforma laboral provocó lesiones a docenas de manifestantes. En todo el mundo se está intentando de modo generalizado deslegitimar cualquier forma de resistencia radical al poder.
Todos estos ejemplos sirven para recordar a los y las activistas que desafiar la hegemonía tiene un alto precio.
Es clave entender y abordar estas acciones no como actos arbitrarios, sino como parte de un contexto más amplio de represión y pacificación de la sociedad civil. Se está produciendo una represión global del activismo ―lo que algunas personas llaman «reducción del espacio de acción de la sociedad civil»― y este proceso ha adoptado varias formas. Los métodos utilizados pueden ir desde la represión pura (violencia contra quienes defienden los derechos humanos, atentados contra el derecho de reunión, de expresión y a circular libremente) a enfoques más sutiles, como el proteccionismo filantrópico y la exclusión de organizaciones e instituciones benéficas del sistema bancario.
«No estamos perdiendo»
Pero no todo es tan sombrío como parece. El hecho de que los Gobiernos acudan a contratistas y compañías privadas para realizar el trabajo sucio y a menudo ilegal debe entenderse como lo que es.
Si bien los propios Gobiernos podían encargarse de realizar estas acciones, aun en secreto, hace unas décadas, las acciones de muchas personas, o a veces de unas pocas, como quienes filtran información, han tenido sus consecuencias.
En las últimas décadas, activistas, manifestantes y filtradores han desafiado la visión hegemónica del mundo que nos imponen Gobiernos, instituciones y medios corporativos, al plantear las narrativas de «las personas sin poder». Nos han explicado una historia distinta y se han asegurado de que el mundo escuche lo que estaban diciendo. Movimientos como los Indignados, Occupy y Recupera las calles nos han dado una idea de lo que es posible. Y estas acciones reales y concretas hicieron que fuera prácticamente imposible desplegar programas gubernamentales como COINTELPRO.
Aunque a veces pueda parecer que la civilización humana retrocede frente a cada vez más racismo, intolerancia, chovinismo y odio, que las victorias sean insignificantes si se las compara con las derrotas y que el equilibrio del poder se decante a favor de los Estados y las grandes empresas, no estamos perdiendo y el hecho de que debamos enfrentarnos a medidas cada vez más represivas significa que nuestros enemigos tienen miedo y nos toman muy en serio.
La historia demuestra que, para lograr cambios de base, hace falta tiempo, mucha paciencia y muchos sacrificios, pero que, al fin y al cabo, el poder está en manos de las mayorías.
Traducción de Christine Lewis Carroll
Frank Barat: Activista de los derechos humanos y forma parte del programa sobre Guerra y Pacificación del Transnational Institute (TNI), Ámsterdam.
Fuente: http://blogs.publico.es/otrasmiradas/11158/la-criminalizacion-de-standing-rock/