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La fiesta nacional, de capa caída

Fuentes: Bits rojiverdes

Es innegable que la crisis económica y los modos de enfrentarla desde el liberalismo puestos en práctica por los partidos hegemónicos, ha provocado una especie de catarsis popular que está haciendo replantearse muchos de los pilares en los que se asienta el régimen surgido del postfranquismo, que ha logrado sobrevivir, sin demasiadas dificultades, hasta nuestros […]

Es innegable que la crisis económica y los modos de enfrentarla desde el liberalismo puestos en práctica por los partidos hegemónicos, ha provocado una especie de catarsis popular que está haciendo replantearse muchos de los pilares en los que se asienta el régimen surgido del postfranquismo, que ha logrado sobrevivir, sin demasiadas dificultades, hasta nuestros días.

De entre todos ellos, el omnipresente papel de la política partidaria en todos los ámbitos de la vida social del estado español (medios de comunicación públicos, tribunal de cuentas, judicatura, funcionariado…) parece uno de los más cuestionados. Mucha gente se ha percatado o ha interiorizado de alguna manera de que la partitocracia se ha convertido en un problema y en un freno a la democracia. Pero, las ansias de cambio también están poniendo en cuestión temas de índole mucho más simbólica y casi inmanentes a nuestro país. Las relaciones del poder con la iglesia católica, la propia existencia de la monarquía… y hasta la tauromaquia están en discusión pública estos días en los mentideros políticos, mediáticos y tabernarios.

Sí, incluso la sacrosanta fiesta nacional está de capa caída. Muchos nuevos ayuntamientos han decidido dejar de inyectar dinero público a un espectáculo en decadencia, incapaz de sostenerse por sí mismo. Por primera vez se están haciendo del dominio público unas cuentas que, en plena crisis, harían sonrojar a cualquiera. Y es que gastar más de 500 millones de euros del dinero de todos y todas en patrocinar un espectáculo de tortura animal, que además causa tanto rechazo y animadversión entre un alto porcentaje de los contribuyentes, es un sinsentido, máxime cuando hay tanta población afectada por malnutrición, se ve expulsada de su casa por impago, no tiene acceso a libros de texto ni a tratamientos médicos por falta de presupuesto, etc.

Como afirmaba anteriormente, no es únicamente un tema de maltrato animal, ni si quiera económico, también es el reflejo de la visión de una España caduca forjada durante la dictadura, de ahí que la derecha nacionalista cavernaria se aferre a los toros como una cuestión identitaria y que los nacionalismos centrífugos hagan justo lo contrario. ¿Acaso alguien puede pensar que abrir plazas durante el protectorado colonial de Marruecos en Tánger o en Chaouen era por simple amor al «arte»? Evidentemente, no. El circo taurino era la expresión más cutre de los delirios imperiales rescatados por el franquismo y, por lo visto, nuestra mayor aportación al mundo. Por eso hoy la derecha, sus herederos biológicos e ideológicos, son los máximos defensores de la tauromaquia.

Tampoco es una cuestión ecológica, aunque siempre aparece este aspecto cuando se tira de argumentario para justificar las corridas de toros. El toro de lidia es una variedad de toro creado artificialmente, pero no es una raza desde el punto de vista taxonómico. Preocuparse por un patrimonio genético que no existe es absurdo, sobre todo cuando el 80% de las razas autóctonas ibéricas de ganado se encuentra en peligro de extinción, entre ellas muchas de vacuno, por causa de la llegada de la globalización y la uniformización industrial al mundo alimentario.

Puede tener más sentido preocuparse por las dehesas en las que pastan los toros bravos, otro argumento recurrente. Pero, sin entrar en muchas complejidades, es fácil imaginar que si no fuera rentable criarlo, seguramente serían sustituidos por razas autóctonas pastantes en semilibertad, como ocurre ahora con, por ejemplo, la ganadería bovina retinta, que convive geográficamente con el toro de lidia en las zonas de la península donde existen más ganaderías bravas. Aunque sin el ganado, si se dejara a las dehesas convertirse en verdaderos bosques, tampoco perderíamos nada. Más bien todo lo contrario, la naturaleza saldría ganando, aunque no así el bolsillo de los terratenientes latifundistas tan amantes de los animales en peligro de extinción.

Obviando las filias y fobias de cada cual, hay que admitir que si un ayuntamiento configurado por partidos o agrupaciones de electores que defienden el respeto a los derechos de los animales, toma la decisión de no colaborar con espectáculos taurinos, está en su derecho de hacerlo, nos guste o no. La gestión municipal es la expresión más directa de la voluntad popular que nos ofrece nuestro ordenamiento actual. Pero es que además, gastar dinero en torturar animales cuando las necesidades básicas de la población no están cubiertas, no sólo es un contrasentido, sino que, con la que está cayendo, es una doble inmoralidad. Y 500 millones de euros anuales no es una cantidad desdeñable que pueda tomarse a la ligera…

Fuente: http://www.bitsrojiverdes.org/wordpress/?p=11779