La traición y la lealtad, en las filas de las organizaciones donde la solidaridad corporativa es llevada al paroxismo, son conceptos que trascienden cualquier consideración de justicia o de apego a la realidad. No hay otro recurso posible para entender lo que le pasó al alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, encarnación de la […]
La traición y la lealtad, en las filas de las organizaciones donde la solidaridad corporativa es llevada al paroxismo, son conceptos que trascienden cualquier consideración de justicia o de apego a la realidad. No hay otro recurso posible para entender lo que le pasó al alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, encarnación de la (fallida) multietnicidad de la ciudad y del país, quien recibió este sábado la indignada desaprobación de sus policías, los del NYPD. En el medio del emotivo funeral de uno de los dos policías asesinados por un afroamericano hace más de 10 días, los uniformados dieron la espalda a de Blasio ni bien este comenzó su discurso ceremonial: un gesto de desafío enorme hacia un jefe considerado como traidor.
¿Qué hizo el alcalde de Nueva York para merecer una muestra de desacato tan evidente que ha terminado en las portadas de los periódicos de todo el mundo? En la explicación del gesto, he ahí todo el fracaso no solamente del ideal de convivencia multiétnica, sino de los principios democráticos más elementales. Los policías protestaban porque el alcalde fue uno de los pocos en demostrar consternación por la hilera de impunes asesinatos de índole racial de los cuales las fuerzas del orden se han manchado en los últimos tiempos con una regularidad escalofriante. Más aún: los policías no podían concebir que el alcalde desaprobara la decisión del Gran Jurado de no imputar a Daniel Pantaleo, el oficial que estranguló gratuitamente al afroamericano Eric Garner, provocando su muerte.
¿Es esa una traición? Cuando un hombre pone fin a la vida de otro hombre inerme sin razón, abusando incluso de la autoridad de la cual es investido y aprovechando de la superioridad numérica, no hay defensa posible. La autodefensa a ultranza de los miembros del gremio policial por encima de la ley, del buen gusto y de la piedad humana -un discurso que además encuentra acogida en instituciones sesgadas- no es más que un diabólico artilugio. Las cosas hay que llamarlas por su nombre: el de Garner ha sido un brutal homicidio -uno de los muchos- que nos recuerda la hipocresía americana que pretende impartir lecciones de democracia a diestra y siniestra, mientras sigue sin resolución el drama de una sociedad incapaz de sacudirse de encima el implacable virus del racismo, que a su vez es ligado de forma indisoluble al de la injusticia de clase.
Esos policías que viraron la cara son la cara más rotunda de la América contemporánea, el símbolo más potente de una tragedia constante que ha hecho de Ferguson, Cleveland y Nueva York sus últimos paraderos. Estos hombres incapaces de asumir hasta el fondo la faceta ética de su profesión y de mirar más allá de su círculo son solamente el reflejo de males muchos peores, que han hecho de Nueva York -y del país entero- una gran manzana podrida.
Fuente: http://www.telegrafo.com.ec/opinion/columnistas/item/la-gran-manzana-podrida.html