A menos de un mes de las elecciones norteamericanas aun es posible que Donald Trump resulte el ganador. Semejante escenario es contemplado con asombro y preocupación por quienes en Estados Unidos creen todavía en sus instituciones. Cuando inició su campaña pocos tomaron en serio las aspiraciones del millonario que sintetiza las dos cualidades que para […]
A menos de un mes de las elecciones norteamericanas aun es posible que Donald Trump resulte el ganador. Semejante escenario es contemplado con asombro y preocupación por quienes en Estados Unidos creen todavía en sus instituciones.
Cuando inició su campaña pocos tomaron en serio las aspiraciones del millonario que sintetiza las dos cualidades que para Octavio Paz definían la conducta imperial: arrogancia e ignorancia. De ambas hizo ostentación cuando enfrentó a los otros contendientes republicanos y ahora contra Hillary Clinton. A todo lo largo de esa trayectoria ha tratado de presentarse, demagógicamente, como si fuese un enemigo del «establishment» y portavoz de sus víctimas.
Basta leer sus propuestas para comprender que miente descaradamente. Su plan de reforma impositiva beneficiaría sólo a los que concentran las riquezas y perjudicaría a los que viven de su salario. Para colmo, caso único en toda la historia norteamericana, se niega a divulgar sus informes al Servicio de Rentas Internas, y por si fuera poco, ha alardeado de no pagar sus impuestos durante años. Al Capone fue enviado a la cárcel por ese delito. Pero Trump sigue recorriendo libremente el país donde lo aplauden miles de entusiastas seguidores.
Por todas partes, día tras día, repite un mensaje de odio, prejuicios y violencia. Es larga la lista de quienes son objeto de sus insultos y amenazas: los mejicanos y las mujeres, los musulmanes y quienes padecen discapacidades físicas, los inmigrantes y la comunidad LGTB, los que abogan por limitar el comercio de armas y quienes luchan contra la contaminación atmosférica y un interminable etcétera que incluye a los políticos republicanos que toman distancia de su discurso ultrarreaccionario y su lenguaje procaz.
En un par de ocasiones sugirió el asesinato de Hillary Clinton y en el debate con ella, ante millones de televidentes, la amenazó con encarcelarla caso de llegar él a la presidencia.
En cualquier país del mundo, y en Estados Unidos en situaciones normales, un personaje semejante perdería cualquier elección y probablemente sería recluido en una institución penal o en algún sanatorio. Trump, increíblemente, ha sido el centro de la campaña electoral y aunque muchos lo critican, tiene el respaldo de millones de electores.
La única posibilidad de derrotarlo es Hillary Clinton, la primera mujer en la historia con posibilidades de ser elegida. La diferencia entre ambos es abismal. No exageró Barak Obama cuando dijo que ella estaba más preparada que él -Obama- o su marido -Bill Clinton- para ejercer la presidencia.
Hillary tiene una larga trayectoria política desde sus tiempos juveniles y siempre ha sido vista como una enemiga por los grupos más conservadores que contra ella han desatado una campaña feroz en la que abundan las calumnias. Cometió errores, algunos de trascendencia indudable, hizo concesiones censurables, no siempre se mantuvo fiel a sus ideales de juventud. Pero lo mismo puede decirse de cualquier político norteamericano y ninguno ha sido sometido como ella al escrutinio implacable de todos los medios de comunicación -los de las grandes corporaciones y también los otros que circulan en el universo digital- que han examinado su vida al detalle y no pueden acusarla de haber cometido crimen alguno. El mayor cargo contra ella es haber abrazado el neoliberalismo como hicieron casi todos los de su partido y haber aplicado, como Secretaria de Estado, la línea belicista de la Casa Blanca.
Estados Unidos sigue siendo la potencia más poderosa pero su sociedad atraviesa una profunda crisis. La frustración y el malestar predominan en una ciudadanía cada vez más escéptica ante sus políticos. Donald Trump manipula esa situación y lo hace apelando al racismo, el individualismo brutal, la estulticia y la violencia que han estado presentes, desde su origen, en la nación que se cree superior a todo el mundo. Su candidatura ha sacado a flote lo peor de Norteamérica y lo ha convertido en una fuerza política organizada.
Hillary no representa una alternativa revolucionaria. Elegirla no producirá la transformación radical de la sociedad norteamericana. Pero en este momento ella es la única esperanza para detener la barbarie.
Es posible vencer a Trump. Pero hace falta que sea una derrota aplastante, una avalancha de votos que no solo ponga fuera de combate al inaudito demagogo sino que permita iniciar una etapa nueva en la que pueda ser derrotado también el «trumpismo», esa enfermedad que corroe a la sociedad norteamericana y amenaza a la Humanidad.