El capitalismo y su gemelo siniestro, el colonialismo, le han puesto precio y le han quitado el valor a todo o a casi todo. La modernidad colonial inauguró una larga tradición según la cual algunas vidas, las de los colonizados, tenían menos valor o no tenían valor alguno comparadas con las vidas de los colonizadores […]
El capitalismo y su gemelo siniestro, el colonialismo, le han puesto precio y le han quitado el valor a todo o a casi todo. La modernidad colonial inauguró una larga tradición según la cual algunas vidas, las de los colonizados, tenían menos valor o no tenían valor alguno comparadas con las vidas de los colonizadores europeos blancos. Con creciente intensidad desde 1492 en adelante la devaluación y estratificación de ciertas vidas ha ido aumentando hasta volver completamente irrelevantes vidas que por su propia humanidad no tienen precio, no lo pueden tener, a menos que queramos deshumanizarlas y deshumanizarnos nosotros en el proceso de confundir vidas con mercancías, cuerpos y dignidades con cosas y objetos inanimados. Y sin embargo, la memoria colectiva hegemónica de este país jerarquiza todo el tiempo el valor de las vidas distinguiendo, por ejemplo, entre catástrofes imborrables como la del 11 de septiembre del 2001 y catástrofes permanentemente borradas como el 11 de septiembre de 1973 en Chile. Todo tiene su precio, unas vidas valen más que otras en esta necrófila «ley del valor» -«ley de la biodevaluación», en realidad– que no hace sino confirmar lo que el filósofo Walter Benjamin escribió al borde de la catástrofe del nazismo: que si el enemigo gana ni siquiera los muertos estarán a salvo, y ese enemigo no ha dejado de ser victorioso.
Esta semana hemos tenido otra vez la ocasión de comprobar que esta «ley de la biodevaluación» sigue estando vigente, sigue jerarquizando vidas que «vale la pena ser vividas» y vidas «sagradas» que pueden extinguirse sin que tal hecho constituya un crimen, tal y como explica Giorgio Agamben en sus meditaciones de «Homo Sacer» . En este sentido, no puede sorprendernos que El Pais , el diario imperial global, como lo llama el compañero Salvador López Arnal, tan atento y obsecuente con cuanto sucede dentro de los Estados Unidos, le haya prestado mucha menos atención a la increíble y trágica historia de Cristopher Dorner, un ex oficial afroamericano del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD) y un veterano marine retirado con múltiples condecoraciones, que a las masacres de Newton o Aurora.
A principios de Febrero, Dorner subió a la red un manifiesto [1] enfáticamente titulado «Último recurso» en el que explica por qué ha decidido librar una guerra de guerrillas asimétrica contra la policía de Los Angeles. En el preámbulo del manifiesto puede leerse:
«Sé que seré vilipendiado por el LAPD y los medios, es un mal necesario que no me gusta, pero en el que debo participar y que debo completar para que se hagan cambios substanciales en el LAPD y para limpiar mi nombre. El Departamento no ha cambiado desde los días de Rampart y Rodney King. Ha empeorado. El decreto de acuerdo no debería haberse levantado nunca. La única cosa que ha evolucionado es que los oficiales involucrados en el escándalo Rampart y en los incidentes de Rodney King han sido ascendidos a supervisores, comandantes, comandantes en jefe y posiciones ejecutivas».
En muchos sentidos el manifiesto de Dorner y los acontecimientos que le siguieron pueden leerse como una versión crítica y deconstructiva de la famosa película Crash (2005). Crash , ganadora de todos los Oscars en el año de su producción, es una fantasía liberal diseñada para suturar todas las heridas abiertas por el linchamiento de Rodney King en 1992. La tesis central de la película es que en Los Ángeles todo el mundo es racista, incluso las mismas minorías étnicas que sufren directamente los efectos del racismo. Si todo el mundo es racista, obviamente nadie es culpable del racismo, ergo, nadie es racista; pero además Crash, como buena fantasía liberal, reduce el problema del racismo a una cuestión de sentimientos y acciones individuales: el mismo policía blanco que acosa sexualmente a una mujer para humillar al marido afroamericano es capaz después de salvarla de morir entre las llamas de su coche.
En contraste, en el manifiesto de Dorner se puede leer que todo el mundo tiene o puede tener prejuicios raciales, pero no todo el mundo tiene el poder ni la fuerza letal para ejercer esos prejuicios, porque, aunque el racismo sea vivido a través de fantasías que no tienen nada que ver con la realidad de los grupos étnicos a los que se refieren, la producción de cuerpos como «objetos de odio» y «vidas devaluadas» se produce en una estructura que va más allá de los individuos concretos, sus fantasías y sus prejuicios. En el manifiesto Dorner escribe, «nadie dice que no puedas tener prejuicios o ser un racista. Somos todos humanos y tenemos prejuicios. Pero si dices que no tienes prejuicios, ¡mientes! Pero cuando se actúa sobre estos prejuicios y se victimiza a ciudadanos inocentes y a compañeros oficiales, eso sí que me preocupa».
En este sentido, el origen del manifiesto de Dorner está en una disputa en agosto del 2007 con la sargento Teresa Evans. Según Dorner, Teresa Evans se lió a darle patadas en la cara y el pecho a Christopher Gettler, un sospechoso con discapacidades mentales. Dorner denunció el hecho a sus superiores, pero fue ignorado a pesar de que tanto un vídeo del incidente como el padre de Gettler corroboraron la denuncia de Dorner. Dorner no sólo fue ignorado, sino que, siempre según el manifiesto, en el 2008 fue expulsado de la fuerza policial. A esta denuncia en el manifiesto de Dorner siguen una serie de incidentes de brutalidad policial y de comportamientos racistas que, pendientes de su verificación, apuntan a una estructura de poder donde la violencia contra la población civil, especialmente las minorías étnicas, está justificada y naturalizada. Dorner relata cómo en la academia de policía se cantaban eslóganes nazis, sus broncas con compañeros de la policía que seguían utilizando el epíteto N***er –una palabra que es pura violencia contra los afroamericanos y que nos negamos a escribir o pronunciar–, policías que compiten por ver quién tiene la foto más salvaje del cuerpo desfigurado de una víctima en el teléfono móvil, policías a los que solo les importa una escena del crimen porque van a cobrar las horas extras…
Independientemente del juicio moral y ético que nos merezcan las acciones de Dorner es necesaria una investigación para saber cuánto de lo que cuenta es verdad. Pero al margen de lo que arroje la investigación es meridianamente claro -y así lo entienden quienes se han lanzado a las calles de Los Angeles en su apoyo- que la brutalidad policial contra las minorías en los barrios de Los Ángeles y de otras ciudades no ha cesado. Por eso, entre las múltiples transgresiones que ha perpetrado Dorner en los últimos días está la de haber puesto de manifiesto el «secreto abierto», un secreto a voces que tiene incluso un código, «blue line», el vínculo entre oficiales para no denunciar nunca los abusos violentos en que incurre la policía en su quehacer diario. Todo el mundo sabe que existe la brutalidad policial, pero nadie puede denunciarla sin arriesgar su trabajo o su vida.
Lo que llama la atención en el caso de Dorner es que no sólo denuncia el «secreto abierto», sino que adopta un lenguaje claramente militar para justificar sus acciones ulteriores, como si Los Ángeles fuera Falullah, un teatro de operaciones militares en el que según Dorner hay «civiles no-combatientes» y «policías enemigos combatientes», los oficiales del LAPD. Dorner, por ejemplo, escribe:
«Pondré en práctica operaciones DA [operación militar especial para atacar por sorpresa un objetivo] para destrozar, explotar y tomar objetivos designados. Si no triunfo o no soy capaz de alcanzar mis objetivos en estas acciones ofensivas iniciales a pequeña escala, procederé a reevaluar mi BDA [Battle Damage Assesment, evaluación de daños en la batalla] para volver a atacar hasta que alcance mis objetivos. No tengo nada que perder. La pérdida de mi vida no significa nada»
Las guerras de Oriente Medio vuelven a casa, nunca se marcharon. En su estado de perturbación mental, Dorner –un oficial de la Marina retirado, no lo olvidemos- procede a librar una guerra de guerrillas contra quienes considera sus enemigos combatientes y sus familias. El 3 de febrero Dorner presuntamente asesina a Monica Quan y a su novio , Keith Lawrence; Quan era hija de un capitán de la policía de Los Ángeles. El 7 de febrero Dorner dispara y asesina a Michael Crain, un policía de Irvine (una ciudad al sur de Los Angeles). A partir de ese momento, la policía de Los Angeles, con el apoyo absoluto del alcalde Antonio Villarraigosa, entra en un estado de histeria y militarización, como si la muerte de un oficial de policía justificara completamente la desaparición de las garantías judiciales con las que supuestamente debe operar la policía en un país democrático. De hecho, en lo único que parecen estar de acuerdo el LAPD y Dorner es en que están todos en un escenario de guerra. En los días siguientes, la policía dispara múltiples rondas en un barrio residencial contra un coche; ni el ocupante ni el coche respondían a la descripción de Dorner. Lejos de pedir disculpas por el error o evaluar el incidente, recomiendan a aquellas personas que se parezcan a Dorner que no salgan de casa, un caso tácito de aceptación del «racial profiling».
Toda esta tragedia termina en las montañas de San Bernardino, al este de Los Ángeles, donde la policía localiza a Dorner en una cabaña de madera el 13 de febrero. En el tiroteo inicial, Dorner presuntamente asesina a otro oficial de policía. Ante la imposibilidad de obligarlo a salir de la cabaña o ante el asesinato de un nuevo oficial, el sheriff de San Berbardino decide utilizar botes de humo primero y quemadores (gases lacrimógenos calientes). La transcripción de las comunicaciones internas de la policía es espeluznante:
Una voz masculina dice: «Muy bien, Steve, vamos a seguir adelante con el plan, con el quemador». Otra voz masculina dice: «Sí, lo queremos, como habíamos hablado». Una voz masculina dice: «Desplegamos siete quemadores y tenemos un incendio». Una voz femenina dice: «Copiado. Desplegamos siete quemadores y tenemos un incendio». [2]
La autopsia ya ha confirmado que el cuerpo calcinado que hallaron en la cabaña es el de Christopher Dorner. En el programa del viernes de Democracy Now! Radley Balko explicó que este incidente no es un hecho aislado, sino que corresponde a una militarización creciente de las fuerzas policiales que se viene dando en Estados Unidos desde el año 2000. Esta militarización incluye el uso de tecnología militar como el gas lacrimógeno caliente (quemadores) en asaltos a dispensarios de marihuana o a casas donde se trafica con crack para aterrorizar a la población.
Con todo esto ¿estamos diciendo que Donner es un héroe o un mártir? No, estamos diciendo que es un perturbado mental, una persona con una larga historia de depresión como él mismo explica, pero cuyas denuncias no podemos simplemente desestimar; porque, como explica Martín Baró, es imposible pedir reacciones normales ante situaciones de guerra completamente anormales, porque la locura nos pertenece como sociedad, porque muchas veces la locura es la única respuesta posible frente a la violencia y la opresión permanentes. Estamos diciendo que no podemos aceptar quemar vivo a un ser humano y quedarnos cruzados de brazos o en silencio, porque su vida vale menos que las de otros por el color de su piel; estamos diciendo que la locura no puede ser expulsada simplemente del cuerpo social. No podemos aceptar sin deshumanizarnos la «ley de la biodevaluación» y por eso aspiramos a conectar y combatir la locura estructural del racismo en casa y las guerras coloniales en el extranjero.
[1] http://boywithgrenade.org/2013/02/07/christopher-dorners-manifesto/
[2] http://www.democracynow.org/es/2013/2/14/titulares#2141
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