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La inseguridad estadounidense es una máquina que se autoperpetúa

Fuentes: TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García


Bienvenidos al estado de seguridad nacional de 2015

Cuando empieza 2015, hagamos un viaje atrás en nuestra memoria. Imaginaos que estáis en enero de 1963. Durante los últimos tres años, Estados Unidos se ha enfrentado infructuosamente con una pequeña isla del Caribe donde un revolucionario llamado Fidel Castro tomó el poder después de acabar con un régimen corrupto, pero amigo de EEUU, presidido por Fulgencio Batista. En la lucha por el poder mundial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en la que la mayor parte del planeta había optado por alguno de ambos contendientes, Cuba, a solo 90 millas del EEUU continental, se encontró en el ojo del huracán. Después de haber perdido el respaldo de Washington, había conseguido el apoyo de la distante Moscú, la capital de la otra superpotencia nuclear del orbe.

En octubre de 1960, el presidente Dwight D. Eisenhower inició un embargo del comercio de EEUU con la isla, que dos años más tarde fue reforzado y convertido en permanente por John F. Kennedy. Al entrar en la Sala Oval, Kenneddy heredó también el disparatado plan de la CIA consistente en el reclutamiento de exiliados cubanos para derribar a Castro. Este plan condujo a que en abril de 1961 se realizara la desastrosa invasión en la bahía de Cochinos en la que, a pesar de la importante ayuda de la agencia, los exiliados fueron aplastados (después de esto, la CIA tramaría varios demenciales complots para asesinar al novel líder cubano). Lo siguiente, en octubre de 1962, fue «el momento más peligroso de la historia humana» [en palabras de Noam Chomsky] -la crisis de los misiles en Cuba- un breve periodo en el que muchos estadounidenses, entre ellos mi hijo de 18 años, pensamos muy seriamente que pronto podíamos estar en medio de una hoguera nuclear.

Ahora imaginaos en enero de 1963, vivos y escarmentados por un mundo en el que podíais ser borrados del mapa en cualquier momento. Imaginad también que alguien de nuestro tiempo de pronto os invitara al futuro estadounidense de unos 52 años después, cuando vosotros -milagro de los milagros- estarías aún vivos y más o menos enteros. Imaginad, para empezar, que alguien os dijera que el embargo contra Cuba, y la hostilidad de Washington hacia ella, todavía existe. Después de estos 52 años tan fútiles, con una Cuba gobernada por el hermano «más joven» de Fidel -Raúl, de 83 años-, el undécimo presidente de Estados Unidos que tiene que vérselas con la «crisis», ha decidido al fin restaurar las relaciones diplomáticas, reducir las restricciones comerciales y alentar el turismo estadounidense a la isla.

Imaginad también que os dicen que, más de medio siglo después, una posible mayoría de representantes en el Congreso continuaban sintiendo nostalgia por una política que ya llevaba 52 años sin resultado alguno. Imaginad a miembros del Senado a punto de ocupar su escaño en 2015 ya estaban jurando que no le darán ni un centavo al presidente ni al departamento de estado para establecer una misión diplomática en La Habana, ni confirmarán a un embajador, ni levantarán el embargo, ni darán un solo paso para cambiar la situación; y estaban denunciando al presidente -que, de paso, es un negro llamado Barack Obama- de ser un pelele y un «apaciguador en jefe» por haber dado semejante paso.

Es posible que el visitante estadounidense llegado del 1963 sintiera que su mente ya estaba tan revuelta como un huevo para hacer una tortilla francesa; sin embargo, era solo el comienzo. Después de todo, nuestro visitante ya estaría enterado de que la tan hostil Unión Soviética, esa superpotencia comunista poseedora de armas nucleares y socia de Washington en la potencial voladura del planeta Tierra, ya no existía y había colapsado inesperadamente en 1991, dejando a su imperio de Europa Oriental completamente en libertad para integrarse con el resto de Europa.

No obstante, debe agregarse una advertencia a ese éxito de taquilla que es la crónica de las noticias históricas. Dejemos que nuestro visitante imagine que todo ha cambiado tanto que ya nada es reconocible; sería importante señalar que en 2015, Estados Unidos continúa enfrentado a un monstruoso estado comunista, implacablemente hostil, poseedor de armas nucleares: China (a finales de los setenta, ¡su partido comunista tomo el «camino hacia el capitalismo» y nunca miró atrás a medida que el país crecía hasta convertirse en la mayor economía del mundo!).

Aquí va una pista: hace más de 60 años, combatió a Estados Unidos en una amarga guerra que acabó en empate; fue acusado de lanzar una huelga devastadora contra EEUU. Hay que reconocer que el blanco elegido no fue Washington sino Hollywood. Ese país -o cierto grupo que sostenía que trabajaba a favor de él- se introdujo en un importante estudio cinematográfico, Sony (sí, una empresa japonesa que hoy pisa fuerte en Hollywood) y dio a conocer cotilleos tanto sobre actividades internas como cosas desagradables que actores, productores y ejecutivos de la empresa decían unos de otros. Podría ser (o quizá no) que haya lanzado la primera bomba de cibercotilleo del mundo.

Sí, deberíais decirle a nuestro visitante llegado del 1963 que esta hostil potencia comunista -Corea del Norte- es también un estado opresivo, asediado y dado al secretismo; de ningún modo un enemigo serio, al menos mientras Estados Unidos continúa siendo la «última superpotencia».

Por supuesto, deberías agregar que, después de 52 años, Vietnam, otro implacable enemigo comunista contra el cual el presidente Kennedy estuvo intensificando un conflicto de baja intensidad en 1963 es ahora un aliado de hecho de Estados Unidos… no, no es porque haya perdido la guerra contra nosotros. Aquella guerra, que una vez fue la más larga de la historia de EEUU, en su momento más álgido vería a más de 500.000 soldados estadounidenses enviados a las zonas de combate de Vietnam del Sur y, en 1973, terminaría en una inesperada y amarga derrota para Washington de la que Estados Unidos no parece haberse recuperado nunca.

2015 y aullando por más

Aun así, con el comunismo como una fuerza del pasado y el capitalismo triunfante en todas partes, en el siglo XXI, los enemigos son un poco escasos. Aparte de los norcoreanos, está el régimen fundamentalista de Irán, gobernado por su propio Batista -el Shah- con quien, en los 35 años transcurridos, EEUU nunca se llevó bien -aunque quizás Barack Obama aún podría…- sin que tampoco se llegara a la guerra. Y por supuesto, habría otro fenómeno completamente desconocido en nuestro tiempo para un estadounidense de 1963: el extremismo islámico, el aka yihadismo, junto con crecimiento de organizaciones terroristas y, en 2014, la instauración de un nuevo miniestado terrorista en el corazón de Oriente Medio. Ah… sí, también estaba aquella pandilla que funcionaba con el nombre de al-Qaeda cuyos militantes armados de cuchillos se hicieron con cuatro aviones el 11 de septiembre de 2001 y destruyeron dos majestuosas torres (aún no habían sido construidas en 1963) en el centro de la ciudad de Nueva York, y parte del Pentágono. En el suceso, ellos mismos se suicidaron y mataron a miles de civiles, crearon apocalípticas imágenes de destrucción para las pantallas de la televisión estadounidense y tuvieron éxito en la producción de una sensación de aparición de un enemigo global, como había sido el comunista, justo cuando nadie ocupaba ese lugar.

Ese acontecimiento proporcionó a los fundamentalistas de derecha de Washington la posibilidad de hacer realidad los sueños más desenfrenados de dominación mundial mediante el lanzamiento, pocos días después, de lo que se llamó grandilocuentemente Guerra Contra el Terror (o Guerra Prolongada, o Cuarta Guerra Mundial), una cruzada de la superpotencia contra, al principio, prácticamente nadie. La primera salva sería disparada por un ejército «de voluntarios» (ya no existía el servicio militar obligatoria en caso de guerra vigente en 1963) al que todo el mundo tenía como el único realmente poderoso. Este ejército, estaban seguros, barrería a al-Qaeda, saldaría cuentas con varios enemigos en el Gran Oriente Medio, entre otros, Iraq, Irán y Siria, y dejaría triunfante a Estados Unidos, como ninguna gran potencia lo había sido en la historia. Para responder a unos pocos miles de dispersos integrantes de al-Qaeda, se instituiría una Pax Americana de ámbito mundial, que duraría generaciones, si no eternamente y un día más.

Los enemigos de Washington de ese momento habrían sido tan insignificantes para los estadounidenses de 1963 que, de haber sabido el futuro que les esperaba, posiblemente se arrodillaran y agradecieran a dios por haber creado a Estados Unidos. Sin embargo, si describierais todo esto a ese visitante de un EEUU de otros tiempos tendrías que añadir que la Guerra Mundial Contra el Terror, en la que gigantescas ambiciones se encontraban con los adversarios más modestos que cualquier gran potencia había enfrentado en cientos de años, no funcionaba tan bien. Tendríais que señalar que los militares de EEUU, los equipos de inteligencia asociados y un conjunto de corporaciones guerreras (prácticamente desconocidas en 1963) fueron movilizados para ir a la guerra a una escala casi imposible de imaginar; de que desde septiembre de 2001 hasta enero de 2015 no hubo una guerra, una invasión, una ocupación, una intervención ni conjunto de operaciones, más allá de lo pobremente armado o la insignificancia de las fuerzas enfrentadas, que pudiera contabilizarse como un éxito duradero o significativo. Fue como si Hank Aaron hubiera llegado al plato* durante más de una década sin haber hecho otra cosa que poncharse*.

Para ayudar a nuestro visitante, a estas alturas con «ojo googlero», tendríais que agregar que, salvo la invasión sin oposición alguna de la muy pequeña isla caribeña de Grenada en 1983 y la de Panamá, casi sin oposición, en 1989, la más imponente potencia del orbe no volvió a ganar un conflicto bélico desde la Segunda Guerra Mundial. Y después de haber explicado todo esto, la tarea más extraña todavía estaría por hacer.

Nuestro sonriente estadounidense llegado del 1963, que ni siquiera había vivido todavía la derrota en Vietnam aún debía ser informado sobre las dos guerras por elección que Washington inició en 2001 y 2003 con tanto entusiasmo y confianza y de las que nunca consiguió salir. Por supuesto, estoy hablando de Afganistán e Iraq, dos países que raramente aparecerían en una pantalla de radar estadounidense de hace 52 años, y aun así demostrarían ser atolladeros (una palabra de la época de Vietnam que nuestro visitante no conocía todavía) sin parangón. Tendríamos que explicar cómo es que la «potencia solitaria» del siglo XXI transformó a ambas guerras en posibles candidatas a campeonas de «la guerra estadounidense más prolongada» de todos los tiempos.

La guerra de Iraq empezó en 1991, el año de la desaparición de la Unión Soviética, y en realidad de una u otra forma nunca terminó. Implicó la construcción de las más importantes coaliciones, invasiones y ocupaciones a gran escala, operaciones aéreas de todo tipo y vaya a saber dios qué otras cosas. Mientras empieza 2015, Estados Unidos está en la tercera ronda bélica en Iraq y se ha implicado en un nuevo e intensificado conflicto en ese país (y en Siria) y en todo el tiempo transcurrido no ha habido un solo éxito. Sería importante recordar a nuestro visitante llegado del pasado que en 2008 Barck Obama se presentó a las elecciones con al promesa de sacar a EEUU de Iraq y en realidad se las arregló para hacerlo durante tres años antes de precipitar el país una vez más en una contienda.

Por el otro lado, la primera guerra en Afganistán fue una operación de la Guerra Fría que la CIA empezó en 1979, después de que la URSS invadiera ese país con al intención de desquitarse del desastre de Vietnam. Y sí, para confundir aún más a nuestro visitante, en su primera guerra afgana, Estados Unidos apoyó a la gente que más tarde se convirtió en al-Qaeda, y más tarde todavía atacaría en Nueva York y Washington para asegurar el inicio de la segunda guerra afgana, aquella en la que EEUU invadió y ocupó el país. Esa guerra ha continuado desde entonces. A pesar de que se ha hablado mucho sobre reducirla poco a poco o incluso acabar la misión después de 13 años, se ha renovado el compromiso durante 2015 y más allá.

Tanto en Iraq como en Afganistán, se ha visto que los enemigos por elección son minorías insurgentes pobremente armadas. En ambos países, a la inicial sensación de triunfo -casi de éxtasis- que siguió a la invasión se transformó poco a poco en el temor de no poder impedir una derrota. Para agregar apenas un estímulo a todo esto, en 2015 una mayoría republicana en el Senado y en la cámara de representantes -y no olvidéis explicar que no estamos hablando de los republicanos de Eisenhower- está aullando por más.

El estado de seguridad nacional se convierte en una máquina que se autoperpetúa

Hasta aquí, el futuro de Estados Unidos, visto desde una perspectiva de medio siglo atrás, ha sido bastante sobrecogedor. Resumiendo: en un mundo en el que casi no había enemigos, en el que el sistema económico estadounidense triunfaba y EEUU tenía el aparato militar más poderoso del mundo, nada parece haber funcionado como se había planeado o al menos ligeramente bien. Y aun así, no querríais dejar a ese observador llegado del 1963 con una impresión equivocada. Aunque mucho del estado nacional de seguridad puede haber tenido el aspecto de un espectáculo de Los Tres Chiflados en un escenario de ámbito mundial, no todo funcionó tan malamente.

De hecho, en esos años el estado de seguridad nacional triunfó en la capital de la nación de un modo que los militares estadounidenses y los equipos de inteligencia asociados habían sido incapaces de hacerlo en cualquier otro lugar de la Tierra. Cincuenta y tres años después de que el planeta podría haberse acabado, en un mundo que carecía de una potencia como la Unión Soviética -a pesar de que EEUU estaba por entonces involucrado en una «Guerra Fría 2.0» en el este de Ucrania, cerca de la frontera del estado energético en lo que quedaba de la Unión Soviética- los aparatos de seguridad nacional y espionaje habían crecido hasta un tamaño que dejaba en irrisorios a los ya enormes de la época de la Guerra Fría. Habían devorado literalmente billones de dólares del contribuyente. En 2002, había sido puesta en marcha una nueva versión nacional del Pentágono llamada Departamento de Seguridad Interior. Una «comunidad de la inteligencia» compuesta de 17 grandes agencias y organizaciones reforzadas por cientos de miles de contratistas de seguridad privados, se había expandido infinitamente y, al hacerlo, había creado un estado de vigilancia planetaria que superaba la imaginación más enloquecida de las potencias totalitarias del siglo XX.

En este proceso, el estado de seguridad nacional se envolvió de una penumbra de secretismo que dejó al pueblo estadounidense en una situación de «seguridad» y notable ignorancia acerca de lo que se hacía en su nombre. Cada vez más, los funcionarios de este aparato vivían en una zona «libre de delito», fuera del alcance de la rendición de cuentas, la ley, los tribunales y la cárcel. La seguridad interior y los complejos de inteligencia crecieron en torno al estado de seguridad nacional como una vez lo había hecho el complejo militar-industrial alrededor del Pentágono y se lo engulló del mismo modo. En esos años, Washington se llenó de oficinas centrales de inteligencia y complejos de edificaciones dedicados a tareas secretas, construidos a un costo total de miles de millones de dólares; así y todo, esto es apenas el comienzo del relato de cómo triunfó la «seguridad» del siglo XXI.

Esta enorme inversión del Tesoro de Estados Unidos se ha empleado para construir un edificio dedicado a enfrentarse frenéticamente con un único peligro para los estadounidenses, uno totalmente desconocido en 1963: el terrorismo islámico. A pesar de los miles de estadounidenses que murieron el 11 de septiembre de 2001, la incidencia en la vida estadounidense de los peligros del terrorismo no es mucho mayor que la de los ataques de tiburones. Aún más notable es que el estado de seguridad nacional ha sido construido sobre un fundamento del fracaso casi total. De hecho, pensad por ejemplo en el fracaso como la chispa que pone repetidamente en movimiento la expansión de este aparato, lo financia y permite su prosperidad.

Funciona más o menos así: empieza con el hecho de que el 10 de septiembre de 2001, el yihadismo en el mundo era un movimiento microscópico. A partir de esa fecha, estalló geográficamente debido a la presión del poder militar estadounidense, se multiplicó el número de organizaciones yihadistas y aumentó regularmente el de las personas que se unen esas organizaciones, con una tasa de crecimiento que parece corresponderse con los esfuerzos de Washington destinados a destruir el terrorismo y su infraestructura. En otras palabras, la Guerra Total Contra el Terrorismo ha sido, y continúa siendo, una guerra global para la producción de terror. Y los grupos terroristas lo saben.

Fue la enorme perspicacia de Osama bin Laden, y ahora es un tópico: si Washington lanza su poder contra ti aumenta tu credibilidad en el ámbito que a ti te importa; eso facilita el reclutamiento. Al mismo tiempo, las acciones de EEUU, desde las invasiones a los ataques con drones, y sus «daños colaterales», crean grandes grupos de gente desesperada por vengarse. Para decirlo de otra manera: si tú quieres prosperar y crecer, necesitas tener a EEUU como enemigo.

Actos de provocación como los vídeos de decapitaciones del Estado Islámico, el nuevo «califato» en Iraq y Siria, son el cebo que pone en acción a Washington. Y cada nuevo grupo terrorista, cada fanático «lobo solitario» no descubierto antes de que sea demasiado tarde por una estructura estatal que cuesta billones de dólares a los estadounidenses, cada golpe no frustrado, cada falla, actúa reforzando tanto las organizaciones terroristas como el propio estado de seguridad nacional. Esta dinámica ha demostrado ser una relación profundamente simbiótica y mutuamente provechosa.

Desde el punto de vista del estado de seguridad nacional, cada fracaso, cada pequeño desastre, actúa como otro disparo de temor en el cuerpo político de Estados Unidos; la respuesta al fracaso es previsible: nunca menos de lo que no funciona sino más. Más dinero, defensas más sofisticadas, más armamento. Es previsible que cada fracaso acompañado por su sobresalto de miedo (y a menudo por histeria) resulte en una ampliación presupuestaria para que el estado de seguridad nacional desarrolle nuevas versiones, siempre más elaboradas, de lo que se viene haciendo desde hace 13 años. En otras palabras, el fracaso es la clave del éxito.

En este sentido, pensad la estructura del estado de seguridad nacional de Washington como una máquina que se autoperpetúa y funciona de ensueño, ya que quienes supervisan su continua expansión nunca son castigados por su ineptitud en el cumplimiento de cualquiera de sus objetivos. Por el contrario, son invariablemente promovidos y honrados; además, se les asegura una jubilación de privilegio o -mucho más probablemente- un viaje dorado a través de alguna de las puertas giratorias de Washington, que conducen al consejo directivo de alguna corporación o un cómodo puesto en algún complejo donde puedan hacer lobby entre sus antiguos colegas en cuestiones como contratos de mercenarios, equipos de sicarios, fabricación de armas y cosas por el estilo. Y lo cierto es que nada indica que esto vaya a cambiar en el futuro cercano de Washington y Estados Unidos.

Una herencia infernal

Mientras tanto, conforme los guerreros, las armas y toda su parafernalia llegan a casa [traídos por la TV] desde nuestras lejanas zonas bélicas, una mentalidad tipo «guerra contra el terror» está penetrando poco a poco en el resto de la sociedad. Esto se hace especialmente obvio cuando se trata de las policías de todo el país. Se puede ver en el número creciente de equipos SWAT integrados por veteranos de operaciones especiales, en la gran cantidad de armamento militar de aquellas guerras que el Pentágono transfiere a las policías locales del país y en la forma que estas policías van tomando el aspecto de fuerzas de ocupación en tierra extranjera, que operan cada vez más con una mentalidad de «labor policial en tiempo de guerra». Desde los sucesos de Ferguson, todo esto se ha hecho mucho más evidente a los estadounidenses (como le pasaría, si le explicáramos un poco, a nuestro visitante del 1963). No fue una rareza, por ejemplo, que los investigadores del Departamento de Justicia encontraran un estandarte colgado en un puesto de policía de Claveland que la identificaba con sorna como «base operativa de avanzada», una expresión de uso militar, como puntualizó el New York Times, «para puestos militares fuertemente defendidos en territorio insurgente».

En la estela de Ferguson, las «reformas» que se han propuesto -sobre todo, la mejora del adiestramiento y el empleo más eficaz del nuevo equipo de combate que la policía está adquiriendo- no hará otra cosa que militarizarla aún más. Esta misma mentalidad, con toda la parafernalia de acompañamiento, se ha extendido con fuerza en las zonas de frontera, y dentro de las escuelas y en otras instituciones también, incluyendo un enorme incremento de los sistemas de vigilancia instalados en calles, plazas, y hasta en casas.

Mientras la mentalidad del estado de seguridad nacional se infiltraba en la sociedad estadounidense, los diseñadores de ese estado han estado durante años reescribiendo las reglas mundiales de juego en lo que concierne a la tortura, el secuestro, el asesinato con drones, el espionaje a escala global, la soberanía nacional, el inicio de ciberguerras, y temas por el estilo, ninguno de los cuales al fin y al cabo contribuirá a la seguridad de los estadounidenses; todo esto ya ha convertido la Tierra en un sitio más inseguro, más caótico y más dividido. En los últimos años, digámoslo de otro modo, en su búsqueda de la «seguridad», Estados Unidos se ha convertido en realidad en un factor de desestabilización -es decir, inseguridad- en importantes partes del planeta.

Es posible que uno de estos días los estadounidenses decidan plantearse con más seriedad qué significa lisa y llanamente «seguridad», tal como la definen hoy día las autoridades de Washington, en nuestro mundo. En principio, es incuestionable que el estado de seguridad nacional verdaderamente ofrece seguridad de un tipo muy específico: la de sus funcionarios y empleados. Nada de lo que hagan, no importa lo estúpido, inmoral, o sencillamente criminal, parece cruzarse nunca en el camino de su ascendente movilidad dentro de su estructura.

Como ejemplo de ello -solo uno en un tiempo en el que estos abundan-, ningún funcionario de la CIA ha sido despedido, rebajado de categoría, ni siquiera reprendido, como consecuencia de la reciente publicación del resumen ejecutivo del informe sobre la tortura de la Comisión de Inteligencia del Senado. Importó bien poco que el informe incluyera comportamientos delictivos (incluso en el contexto de los repudiables estándares de los «interrogatorios mejorados» autorizados por la administración Bush) y los más espantosos maltratos de prisioneros, algunos de ellos completamente inocentes de cualquier cosa. En un Estados Unidos en el que, en términos económicos, la seguridad no es exactamente la regla de oro del siglo XXI, es muy difícil imaginar un conjunto de gente que goce de más seguridad.

Para el resto de nosotros, la inseguridad seguramente será lo cotidiano en nuestra vida para todo el siglo XXI (como lo era, por supuesto, en 1963). Al fin y al cabo, el 6 de agosto de 1945, cuando entramos concientemente en esta era de posibilidades apocalípticas con la bomba de Hiroshima, no teníamos forma de saber que ya lo habíamos hecho quizá 200 años antes, con el despegue de la revolución industrial basada en los combustibles fósiles. Tampoco lo sabían, 20 años después, los estadounidenses de 1963. Para 1979, sin embargo, el asesor científico del presidente de EEUU era bien consciente del calentamiento del planeta. Cuando Jimmy Carter pronunció su tristemente célebre discurso sobre el «malestar» y promovió un compromiso generalizado por la investigación de las energías alternativas (y consiguió la carcajada de la Casa Blanca), ya sabía que el cambio climático -todavía no había recibido ese nombre- era en realidad la cuestión de la que había que ocuparse.

Hoy, todos sabemos, o al menos deberíamos saberlo, que es probable que el año que acaba de terminar haya sido el más caliente de los registrados; esto nos obligaría a ofrecer a nuestro visitante del 1963 un informe ilustrado sobre los futuros peligros de un mundo recalentado. En relación con cualquier vida humana, siempre ha habido cierta sensación de inseguridad, pero hasta 1945 nunca respecto de la vida de toda la humanidad. Y aun así, sabemos con cierta certeza que aunque nunca se produjera una guerra nuclear (y las potencias nucleares de todo el mundo están mejorando sus arsenales), el caos, la acidificación de los océanos y mares, el derretimiento de los glaciares, el aumento del nivel del mar, la inundación de litorales costeros, las devastadoras sequías y las terribles tormentas, todo está en un futuro que será la definición de la inseguridad provocada por la actividad humana… algo que al estado de seguridad nacional le importa un bledo.

Hay que reconocer que, desde al menos 2001, el Pentágono y la comunidad de inteligencia de Estados Unidos han estado especulando sobre cómo tener una buena guerra en un mundo sobrecalentado. Sin embargo, el estado de seguridad nacional en su conjunto ha sido puesto en marcha -a un costo de billones de dólares, y con la autorización de gastar unos billones adicionales- para ocuparse de un solo tipo de inseguridad: el terrorismo y la cada vez mayor fila de enemigos que le acompañan. Por supuesto, estos grupos representan un genuino peligro, pero no del tipo existencial. Pensadlo de un modo distinto: es posible que los verdaderos terroristas de nuestro planeta sean esas personas que presiden las corporaciones de la Gran Energía, pero el estado de seguridad nacional no se cuida de ellas. Tienen toda la libertad del mundo, y aún más, para ejercer su oficio, extraer sin moderación alguna los combustibles fósiles del subsuelo y perseguir enormes beneficios en la preparación del camino hacia la destrucción global, con la ayuda y la incitación de Washington.

Tratad ahora de imaginaros en la piel de de ese visitante llegado del 1963 asimilando la perspectiva de tal futuro, extravagante más allá de lo imaginable: todos esos billones de dólares engullidos por un sistema que promueve el único peligro para el cual fue erigido en lugar de erradicarlo o al menos controlarlo. Al mismo tiempo, el sector del estado que se dedica a la seguridad nacional mirando hacia otro lado cuando se trata del principal candidato a dar a la inseguridad un nuevo significado en un futuro que casi ya está encima de nosotros. Es decir, el Washington oficial ha inventado un sistema tan bobo, tan extremado, tan fundamentalista y tan solidamente arraigado en nuestra sociedad que cambiarlo seguramente será una tarea tremendamente difícil.

Bienvenidos al nuevo mundo de la inseguridad estadounidense y a la herencia de pesadilla que estamos preparando para nuestros hijos y nietos.

* Las palabras «plato» y «poncharse» son propias del mundo del baseball. (N. del T.)

 

Tom Engelhardt es cofundador de American Empire Project y autor tanto de The United States of Fear como de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Dirige TomDispatch.com, del Nation Institute. Su nuevo libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).

Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175939/