Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Salarios de pobreza en Estados Unidos
Introducción de Tom Engelhardt
En estos años se ha prestado mucha atención al crecimiento del estado nacional de la seguridad y muy poca a lo que el colaborador habitual de TomDispatch Rajan Menon llama el estado nacional de la (in)seguridad. La administración Trump y el sector republicano del Congreso han, por supuesto, hecho un notable regalo -una ley de reforma tributaria- a los ya fabulosamente ricos, y ahora están trabajando intensamente en el recorte de los fondos para quienes los necesitan. Además, una vez más están tratando de desactivar los cuidados médicos para los estadounidenses de a pie yendo a por la Ley de Cuidados Asequibles (también conocida como Obamacare) «bloqueando miles de millones de dólares en los pagos anuales exigidos por la ley para las compañías de seguros cuyos clientes necesitan de un servicio médico oneroso». Después de haber incrementado enormemente los futuros déficits presupuestarios con la ley tributaria mencionada más arriba, los congresistas republicanos están ahora prometiendo resolver el problema hostigando a la Seguridad Social, a Medicare y a Medicaid. Y no olvidéis que este es ya un país en el que tres hombres -Bill Gates, Jeff Bezos y Warren Buffett- tienen tanta riqueza como la mitad más pobre de la sociedad, mientras la desigualdad ha alcanzado el nivel de los tiempos de la Edad Dorada, y esto apenas ha comenzado.
Casualmente, Philip Alston, relator especial sobre pobreza extrema y derechos humanos de Naciones Unidas, prestó alguna insólita atención a la desigualdad en Estados Unidos de un modo muy personal. Hizo un recorrido por las zonas empobrecidas en la nación más adinerada del planeta, donde se dan muchas escenas de increíble riqueza. En esa triste actividad, registró el extremado crecimiento de la pobreza (sobre todo, entre los jóvenes). Aquí un atisbo de lo que encontró: «En Estados Unidos, un sorprendentemente alto número de niños viven pobremente. En 2016, el 18 por ciento de ellos -unos 13,3 millones- vivía pobremente; representaba el 32,6 por ciento de la gente más necesitada. Los índices de pobreza infantil más altos se dan en el sur, con el 30 por ciento en Mississippi y Nuevo México y 29 en Louisiana». Notad que, en parte como respuesta al informe de Alston -¡¿cómo se atreve alguien a hablar de pobreza y derechos humanos en Estados Unidos?!- la administración Trump se retiró hace poco tiempo del Consejo de los Derechos Humanos de Naciones Unidas.
Hoy, Rajan Menon explora lo que podría pensarse como el profundo estado de (in)seguridad en Estados Unidos. Se trata de una sórdida historia; en la era Trump, sin duda es apenas el prólogo de una historia trágica que aún está por llegar.
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En el Estados Unidos de la desigualdad
El establishment ha captado tan eficazmente el concepto de seguridad nacional que en la mayor parte de nosotros automáticamente trae a la memoria imágenes de grupos terroristas, ciber-guerreros o ‘países malignos’. Para protegerse de esos enemigos, Estados Unidos mantiene una constelación -sin precedentes históricos- de bases militares en el extranjero, desde el 11-S [de 2001] ha librado guerras en Afganistán, Iraq, Siri, Libia y otros sitios que se han devorado cerca de 4,8 billones de dólares. El presupuesto del Pentágono ya está en los 647.000 millones de dólares -cuadriplicando lo que disipa China, segundo país en el mundo en gastos militares, y más que lo que gastan los 12 países siguientes juntos, siete de los cuales son aliados de EEUU. Por si acaso, la administración Trump ha agregado otros 200.000 millones para los gastos de defensa en 2019.
Aun así, dicen los halcones, Estados Unidos nunca ha estado tan inseguro. ¡Vaya desperdicio!
Sin embargo, para millones de estadounidenses, la mayor amenaza para su seguridad cotidiana no es el terrorismo o Corea del Norte, Irán, Rusia ni China. Es algo interno, y económico. Esto es particularmente cierto para el 12,7 por ciento de los habitantes de Estados Unidos (43,1 millones) considerados pobres según criterios gubernamentales: un ingreso anual por debajo de los 12.140 dólares por persona que vive sola, 16.460 para una familia de dos miembros, y así por el estilo… hasta llegar a la principesca suma de 42.380 dólares por año para una familia de ocho integrantes.
Los ahorros tampoco ayudan mucho: un tercio de los estadounidenses no tienen ahorro alguno y otro tercio tiene menos de 1.000 dólares depositados en el banco. No sorprende que el número de familias que hacen lo imposible para cubrir solo el costo de la alimentación haya subido del 11 por ciento (36 millones) en 2007 al 14 (unos 48 millones) en 2014.
Los trabajadores pobres
Ciertamente, el desempleo puede contribuir a la pobreza, pero millones de estadounidenses aguantan la estrechez aunque tienen un trabajo a tiempo completo o incluso más de un empleo. Las últimas cifras de la Oficina de Estadística Laboral muestran que hay 8,6 millones de «trabajadores pobres», definidos por el gobierno como personas que viven por debajo del umbral de la pobreza a pesar de trabajar por lo menos 27 semanas por año. Su inseguridad económica no se registra en nuestra sociedad, en parte porque trabajar y ser pobre no parecen ir juntos en la mente de muchos estadounidenses, y el empleo ha venido reduciéndose a un ritmo constante. Después de haberse acercado al 10 por ciento en 2009, ahora está solo en el 4 por ciento.
¿Ayudas del Estado? El programa de «reforma» de la asistencia social de Bill Clinton (1996), concebido junto con los congresistas republicanos impuso unos límites temporales en la asistencia del gobierno, al mismo tiempo aligeró los criterios de elegibilidad para acceder a ella. Entonces, como muestran Kathryn Edin y Luke Shaefer en su perturbador libro $2.00 a Day: Living on Almost Nothing in America (Dos dólares diarios: vivir con casi nada en Estados Unidos), muchos que necesitaban ayuda desesperadamente ni siquiera se molestaron en solicitarla. Y en la era Trump, las cosas no harían más que empeorar. Su presupuesto para 2019 incluyo fuertes recortes en unos cuantos programas contra la pobreza.
Cualquiera que quiera sentir visceralmente las dificultades que soportan muchos estadounidenses deberían leer el libro que Barbara Ehrenreich publicó en 2001: Nickel and Dimed: On (Not) Getting By in America (Por unas monedas, las que no se consiguen en Estados Unidos). Es un apasionante relato de aquello de lo que ella se enteró cuando, haciéndose pasar por un ‘ama de casa’ sin experiencia especial alguna, trabajó durante dos años en varios empleos de salario bajo y se sostuvo solo con su emolumento. El libro rebosa de historias de personas que tenían un trabajo pero que, por necesidad, dormían en moteles de mala muerte, albergues para vagabundos o incluso en su coche y subsistían vendiendo bocadillos para desayunar, salchichas de Frankfurt y sopas de sobre y privándose de los más elementales exámenes dentales y de salud. Quienes se las arreglaban para tener una vivienda permanente debían optar por los barrios pobres cerca del lugar de trabajo porque muchas veces no podían permitirse tener un vehículo. Incluso para mantener un estilo de vida tan precario, muchos trabajaban en más de un sitio.
A pesar de que los políticos hablan sin parar sobre cómo han cambiado los tiempos para mejor, el libro de Ehrenreich continua proporcionando una imagen notablemente fiel de los trabajadores pobres de Estados Unidos. En realidad, durante la última década, la proporción de personas que agotaron su paga mensual solo para pagar lo más esencial para vivir pasó del 31 por ciento al 38. En 2013, el 71 por ciento de las familias con niños y utilizaban la provisión de alimentos administrada por Feeding America*, la mayor organización privada de ayuda para paliar el hambre, incluye por lo menos a una persona que había trabajado el año anterior. Y en las grandes ciudades estadounidenses, debido principalmente al aumento de la brecha entre alquiler y salario, miles de trabajadores pobres siguen estando sin hogar y duermen en refugios, en la calle o en su vehículo, algunas veces junto con su familia. Entre los trabajadores pobres de la ciudad de Nueva York, nadie está a salvo de quedarse sin techo; en un tercio de las familias con niños que utilizan refugios para quienes no tienen casa, por lo menos un adulto tenía trabajo.
Salarios de miseria
Los trabajadores pobres se agrupan en ciertas ocupaciones. Son vendedores en comercios al por menor, camareros o preparadores en restaurantes de comida rápida, guardianes, trabajan en hoteles y son cuidadores de niños o ancianos. Muchos ganan menos de 10 dólares por hora y no tienen sindicatos para reclamar aumentos. De hecho, la proporción de trabajadores sindicalizados en esos trabajos sigue estando por debajo del 10 por ciento, y en el comercio minorista y la preparación de comidas sigue siendo menor al 4,5 por ciento. Esto nada tiene de sorprendente, ya que la afiliación sindical en el sector privado cayó del 50 por ciento en 1983 a solo el 6,7 de la fuerza laboral hoy en día.
A los empleadores que pagan bajos salarios les viene bien que esto sea así -Walmart es el mejor ejemplo- y hacen todo lo posible para dificultar aun más la tarea de los sindicatos. Como resultado de ello, es muy raro que deban enfrentarse con una auténtica presión para aumentar los salarios, que -ajustados por la inflación- se han mantenido iguales o incluso han bajado desde los años setenta del siglo pasado. Cuando el empleo es «discrecional», los trabajadores pueden ser despedidos o los términos de contratación modificados al antojo de la empresa y sin la menor explicación. Walmart anunció este año que aumentaría el pago de la hora de trabajo a 11 dólares; sin duda, es una buena noticia. Pero esto nada tiene que ver con una negociación colectiva; fue una respuesta a la caída del índice de desempleo, los problemas de liquidez a partir de los recortes fiscales de Trump a las corporaciones (con los que Walmart ahorró 2.000 millones de dólares), un incremento del salario mínimo en varios estados y el aumento de las pagas de un malicioso competidor: Target. También influyó el cierre de 63 tiendas del Walmart’s Sam’s Club, que significó el despido de 10.000 trabajadores. Resumiendo, el equilibrio de poder favorece casi siempre al empleador, rara ves al empleado.
En consecuencia, a pesar de que Estados Unidos tiene un ingreso anual per capita de 59.000 dólares y está entre los países más ricos de la Tierra, oficialmente el 12,7 por ciento de los estadounidenses (esto es, 43,1 millones de personas), está empobrecido. Y en general se considera que estas cifras están bastante por debajo de la realidad. La Oficina del Censo establece el índice de pobreza mediante la estimación del presupuesto anual para la alimentación de una familia modesta, multiplicándolo por tres y ajustándolo según el tamaño de la vivienda y vinculándolo con el Índice de Precios al Consumidor. Eso, creen muchos economistas, es una forma inadecuada de estimar la pobreza. El precio de los alimentos no ha subido espectacularmente en los últimos 20 años, pero el costo de otras necesidades como el cuidado médico (sobre todo si uno no tiene un seguro) y la vivienda han crecido en un 10,5 y un 11,8 por ciento respectivamente entre 2013 y 2017 en comparación con apenas un 5,5 para la alimentación.
Si en la ecuación se incluyen la vivienda y los gastos de salud se llega a la Medida Adicional de la Pobreza (SPM, por sus siglas en inglés), que la Oficina del Censo publica desde 2011. La SPM revela que un mayor número de estadounidenses son pobres: un 14 por ciento, o 45 millones, en 2016.
Datos muy sombríos
Sin embargo, para tener una imagen más completa de la (in)seguridad estadounidense es necesario ahondar más profundamente en los datos relevantes, empezando por la paga por hora, que es la forma en que se remunera a más del 58 por ciento de los trabajadores. La buena noticia es que solo 1,8 millones -es decir, 2,3 por ciento de ellos- subsisten con un salario por debajo del mínimo. La noticia no tan buena es que un tercio de los trabajadores cobra menos de 12 dólares por hora y que el 42 por ciento recibe menos de 15. Esto significa 24.960 y 31.200 dólares anuales, respectivamente. Imagine el lector cómo se puede mantener una familia con semejantes salarios, contando la alimentación, el alquiler, el cuidado de los niños, las cuotas de un vehículo (dado que, en un país con un sistema de transporte público insuficiente, un coche puede ser necesario solo para ir a trabajar) y los servicios médicos.
El problema con que se enfrenta el trabajador pobre no es solo la paga escasa, sino la cada vez más amplia diferencia entre pagas y precios en alza. El Estado ha aumentado el salario mínimo por hora en el ámbito federal más de 20 veces desde que fue fijado en 25 centavos por la ley de Estándares Laborales Justos de 1938. Entre 2007 y 2009, rozó los 7,25 dólares, pero durante la última década ese monto ha perdido cerca del 10 por ciento de poder adquisitivo debido a la inflación, lo que quiere decir que, en 2018, una persona debería trabajar 41 día más para tener una paga equivalente al salario mínimo de 2009.
Los trabajadores de la quinta parte inferior son los que han quedado más atrasados; su salario ajustado por la inflación ha caído cerca del 1 por ciento entre 1979 y 2016 en comparación con el 24,7 de la quinta parte de mayores ingresos. Esto no se puede explicar por una caída en la productividad ya que, entre 1985 y 2015, esta superó a los aumentos salariales, algunas veces sustancialmente, en todos los sectores de la economía excepto la minería.
Efectivamente, algunos estados pueden autorizar salarios mínimos más altos; 29 lo hicieron pero 21 no, dejando así a muchísimos trabajadores mal pagados en apuros para cubrir el costo de dos aspectos esenciales: la salud y la vivienda.
Incluso cuando sucede que se consigue un empleo que incluye seguro médico, algunos empleadores han ido traspasando el costo del seguro a los trabajadores mediante deducciones y desembolsos diversos cada vez mayores, lo mismo que exigiéndoles que cubran las primas. La proporción de trabajadores que dedicaban por lo menos el 10 por ciento de su ingreso para cubrir esos costos -sin contar las primas- se duplicó entre 2013 y 2014.
Esto ayuda a entender por qué, según la Oficina de Estadística Laboral en 2016 solo el 11 por ciento de los asalariados peor pagados estaban inscritos en los planes de salud de su lugar de trabajo (frente al 72 por ciento entre los mejor remunerados). Como dice una camarera de restaurante que llega a 2,12 dólares por hora sin contar las propinas -mientras su marido en Walmart percibe 9 por hora-, después de pagar el alquiler, «tienes que elegir entre comer o tener un seguro médico».
La ley de Cuidados Asequibles (ACA, por sus siglas en inglés) -llamada Obamacare- aporta un subsidio para que las personas de bajos ingresos cubran el costo de las primas del seguro, pero los trabajadores que tienen cuidados médicos pagados por su empleador, no importa lo bajo que pueda ser su salario, no estaban cubiertos por ese subsidio. Por supuesto, en este momento, el presidente Trump, los congresistas republicanos y el Tribunal Supremo, en el que los magistrados de derechas tienen más influencia, intentarán tumbar el ACA.
Sin embargo, la vivienda es el concepto que más afecta al sueldo de los trabajadores de menores ingresos, que mayoritariamente viven de alquiler. Para muchos, la casa propia sigue siendo un sueño. Según un estudio de la Universidad de Harvard, entre 2001 y 2016, las personas que alquilan y ganan entre 30.000 y 50.000 dólares al año y destinan más de un tercio de su salario al alquiler (el umbral para definir el «peso del alquiler») aumentaron del 37 al 50 por ciento. Para quienes apenas ganan unos 15.000 dólares, este guarismo roza el 83.
En otras palabras, en un estados Unidos cada día más desigual, la cantidad de trabajadores de ingresos bajos que deben hacer maravillas para pagar un alquiler se ha disparado. Como muestra el estudio de la Universidad de Harvard, esto se debe en parte a que el número de personas adineradas (cuyos ingresos anuales son de 100.000 dólares o más) que alquilan la casa donde viven ha subido, y en una ciudad tras otra están impulsando la demanda y la construcción de nuevos edificios de rentas. Como consecuencia de ello, la proporción de estas unidades recién construidas subió del 33 a cerca del 65 por ciento entre 2001 y 2016. Así, de ningún modo sorprende que la construcción de edificios de rentas para personas de bajos ingresos haya caído del 10 al 5 por ciento y la presión hacia quienes deben alquilar una vivienda haya aumentado, como lo hicieron también los alquileres de las viviendas modestas. En algunos lugares como la ciudad de Nueva York, en la que la demanda de los más ricos da forma al mercado de la vivienda, los propietarios han encontrado la forma -algunas, legales; otras no- de deshacerse de los arrendatarios de bajos ingresos.
Supuestamente, las viviendas de propiedad pública y los vales para alquiler harían que la vivienda fuese más accesible para los trabajadores de menores ingresos, pero la oferta de este tipo de viviendo no se ha acercado ni remotamente a la demanda. Por consiguiente, las listas de espera son largas y las personas en necesidad languidecen durante años antes de conseguir algo, si lo consiguen alguna vez. Solo la cuarta parte de quienes califican para esta ayuda tiene éxito. En cuanto a los vales para alquiler, es muy difícil acceder a ellos debido a la enorme disparidad entre la financiación disponible para los programas y la demanda de quienes necesitan esa ayuda. Y después están los demás desafíos: encontrar un propietario que acepte el vale de alquiler o una vivienda que esté relativamente cerca del lugar de trabajo y en un barrio que no esté eufemísticamente etiquetado como «económicamente difícil».
En resumidas cuentas: más del 75 por ciento de los arrendatarios «en riesgo» (es decir, quienes deben destinar un tercio o más de sus ingresos para pagar un alquiler) no recibe ayuda alguna del Estado. Para ellos, el verdadero «riesgo» es dejar de tener un techo y empezar a depender de los refugios o de familiares o amigos dispuestos a darles acogida.
Los recortes del presupuesto propuestos por el presidente Trump harán aun más difícil la búsqueda de una vivienda accesible para los trabajadores de ingresos bajos. Su drástico recorte de 6.800 millones de dólares (14,2 por ciento) en la propuesta de presupuesto de 2019 para los recursos del departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano (HUD, por sus siglas en inglés) implica, entre otras cosas, la eliminación de los vales para alquiler y de las ayudas a las familias de menores ingresos, que pasan apuros para pagar la calefacción. El presidente busca también reducir radicalmente -cerca del 50 por ciento- los fondos para el mantenimiento de las viviendas públicas. Además, el déficit prácticamente garantizado por la ley de «reforma» tributaria diseñada para favorecer a los ricos llevará sin duda a un escenario de mayores recortes en el futuro. En otras palabras: en lo que puede adecuadamente llamarse el Estados Unidos de la Desigualdad, las expresiones «trabajadores de bajos ingresos» y «viviendo accesible» han dejado de ir juntas.
Nada de esto parece haber preocupado al secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano Ben Carson cuando ordenó alegremente equipar -vajilla, cubertería, cristalería…- el comedor de su despacho a un costo de 31.000 dólares con cargo al contribuyente. Mientras visitaba unas nuevas unidades de viviendas públicas para tener la seguridad de que no eran demasiado confortables (no fuera a ser que los pobres quisieran quedarse allí largas temporadas), Carson declaró que «ya es tiempo de dejar de pensar que los problemas de esta sociedad se pueden resolver haciendo que el Estado vierta más dinero en ellos»… a menos que -podría ser- la calidad de la vajilla y los accesorios no fuesen de la calidad aceptable para el comedor de un superburócrata.
La voz del dinero
Los niveles de pobreza y desigualdad económica que prevalecen en Estados Unidos no son exclusivos del capitalismo o de la globalización. La mayor parte de las ricas economías de mercado de las 36 naciones de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCED) se han desempeñado mucho mejor que EEUU en su reducción sin sacrificar la innovación ni creando economías de gestión estatal.
Pensemos en la brecha de la pobreza, definida por la OCED como la diferencia entre la línea oficial de la pobreza de un país y el ingreso medio de quienes están debajo de ella. Estados Unidos tiene la segunda brecha de pobreza de los países más ricos; solo Italia está peor.
¿Y la pobreza infantil? En el ranking del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés), que clasifica de mejor a peor a 41 países, Estados Unidos está en el 35º lugar. En este país, la pobreza infantil ha disminuido desde 2010, pero un informe de la Universidad de Columbia estima que en 2016 el 19 por ciento (13,7 millones) de los niños estadounidenses vivía en familias cuyo ingreso estaba debajo de la línea oficial de la pobreza. Si se agrega el número de niños en casas de bajos ingresos, el guarismo aumenta hasta el 41 por ciento.
En cuanto a la mortalidad infantil, según los Centros de Control de Enfermedades del gobierno, con 6,1 muertes por cada 1.000 nacidos vivos, Estados Unidos tiene el peor registro absoluto entre los países ricos (Finlandia y Japón tienen una cifra mejor: 2,3).
Y cuando se trata de la distribución de la riqueza, entre los países de la OCED, solo Turquía, Chile y México están peor que EEUU.
Ya es tiempo de repensar el estado de la seguridad nacional de Estados Unidos con su presupuesto anual de un billón de dólares. Para decenas de millones de estadounidenses, la fuente de la intensa inseguridad de cada día no es la lista oficial de enemigos extranjeros sino un sistema de inseguridad cada vez más afianzado, que continúa creciendo, que arregla la baraja política en contra de los habitantes más desfavorecidos de este país. Ellos no tienen dinero para pagar a los grupos de presión de primera línea. Ellos no pueden librar generosos cheques para candidatos a cargos públicos ni crear organizaciones PAC**. Ellos no tienen la posibilidad de manipular las innumerables redes de influencia utilizadas por la elite para determinar la política tributaria y la de gastos. Ellos están contra un sistema en el que es verdad que el dinero tiene voz, y esa voz es la que ellos no tienen. Bienvenidos al Estados Unidos de la desigualdad.
* Alimentando a Estados Unidos. (N. del T.)
** Los PAC (political action committees) son organizaciones que recogen contribuciones dinerarias de sus miembros para financiar campañas a favor o en contra de un candidato o de iniciativas legislativas. (N. del T.)
Rajan Menon, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor Anne and Bernard Spitzer de relaciones internacionales en el instituto Powell perteneciente a la facultad City de la Universidad de Nueva York e investigador superior en el instituto Saltzman de estudios sobre Guerra y Paz de la Universidad de Columbia. Es autor del libro recientemente publicado The Conceit of Humanitarian Intervention.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.