Traducción de Susana Merino
La semana pasada una activista de derecho a poseer armas de Florida recibió un disparo en la espalda de su hijo de cuatro años. ¿Cuánto tiempo más seguiremos participando en la mentira colectiva de que las armas mortales hacen que estemos seguros?
Esta semana en mi país, considerado por algunos de sus más desubicados habitantes como «el país más importante del mundo», una franca defensora del derecho a portar armas de Florida dejó una pistola calibre 45 cargada en el asiento trasero de su coche con la que le disparó e hirió su hijo de cuatro años. Una verdadera cumbre del potencial humano, como lo fue la invención del papel en la China del siglo II AC o el Aristóteles que peroraba en el Liceo, o la de quien primero señaló que Florida parece el pene de Estados Unidos.
¿Qué se puede decir de la franca defensora del «derecho a poseer pistolas» de Florida que dejó una pistola calibre 45 cargada en el asiento trasero de su coche y fue herida inmediatamente por un disparo de su hijo de cuatro años? Ni la violencia ni el dolor me producen placer alguno. No me hace feliz que Jamie Gilt, de 31años (que ha creado una floreciente presencia en la web argumentando que las pistolas no sólo son perfectamente seguras cerca de los niños, sino que son necesarias para su protección) dejara una pistola cargada al alcance de su hijo de cuatro años de edad, que entonces la tomó, apuntó a su madre y disparó. No encuentro el menor deleite en pensar en el pánico y horror que casi con toda seguridad sintió el niño en ese momento, ni la culpa que podría haber soportado el resto de su vida (culpa que tan solo su madre merece). Estoy segura de que verdaderamente duele recibir un disparo en la espalda y aún más cuando se produce con un sentimiento nacional de Schadenfreude liberal.
Pero no tengo ningún interés en sacar el tema Gilt de contexto. El niño también podría haberse disparado a sí mismo o a un transeúnte o al hijo de otra persona. Con unos ligeros ajustes de la localización y la circunstancia podría haber disparado a mi hijo. Algún otro podría haberlo hecho accidentalmente o con intención – es una posibilidad que hay que tener en cuenta en un país con tantas armas y tan pocas leyes que las regulen. Esta es la macabra realidad de tener hijos en los Estados Unidos del siglo XXI.
Como cualquier estadounidense, crecí con el mismo temor persistente y de baja intensidad a la violencia de las armas. Mi escuela de secundaria cerró una una vez debido a un tiroteo en el instituto que había más adelante en mi calle y estaba en ese mismo instituto cuando vimos por televisión la masacre de Columbine, pero mi familia no tenía armas y vivíamos en una ciudad liberal por lo que la mayoría de los padres de mis amigos tampoco las tenían. Las armas daban miedo, pero la mayoría las sentía muy lejos.
Al haber crecido aquí no me preparé para darme cuenta clara y visceralmente de lo aterrador que debía de ser criar niños en una nación obsesionada con las armas. Mis hijastras fueron a una escuela en un suburbio rural, mientras que yo me eduqué en el centro de Seattle. Ellas ya conocen al menos un amigo-de-un-amigo asesinado en un tiroteo en la escuela. Muchos de los padres de sus amigos poseen armas. Y no solamente eso, en las últimas décadas, la Asociación Nacional del Rifle ha logrado de forma agresiva y con éxito que se echaran atrás las restricciones a la posesión de armas de fuego y que la posesión de armas de fuego fuera algo tan fácil y rápido para cualquier irresponsable y borracho como para un padre meticuloso y cuidadoso con el uso de una pistola. A veces parece un acto de fe cuando dejamos a nuestros ir a dormir a las casas de sus amigos.
En el año 2015 en Estados Unidos murieron más personas por disparos de niños pequeños que de terroristas. En 2013 el New York Times informó sobre la cantidad de niños muertos por otros niños: «Los niños alcanzados por disparos accidentales, generalmente de otros niños, son víctimas colaterales de la accesibilidad a las armas en Estados Unidos y sus muertes son aún más devastadoras por ser eminentemente previsibles».
¿Y se supone que debo creer que los atemorizados refugiados sirios, o cualquiera que se convierta en el próximo chivo expiatorio de la extrema derecha, son la verdadera amenaza para mis hijos? ¿Se supone que debo tener miedo a los tiburones? ¿A la música «heavy metal»? ¿A los violentos videojuegos? ¿A la carne de caballo en mis hamburguesas? ¿A los adolescentes que se ponen hasta arriba de vodka?
Los Estados con más armas son los que tienen más muertes por arma. Tener un arma en su casa aumenta las posibilidades de que usted muera de un disparo, pero no le hace estar más seguro. Las probabilidades de que una mujer sea asesinada por una pareja violenta se quintuplican si el compañero tiene acceso a un arma de fuego. «Buenos muchachos con pistolas» son una fantasía. ¿Cuánto tiempo más vamos a seguir participando de esa gran mentira colectiva que pregona que las armas mortales hacen que estemos seguros?
La accidental muerte de Jamie Gilt es la lección que merece mi absurda nación. Cuando ni siquiera supuestos expertos en seguridad pueden mantenerse a salvo de sus propios niños debemos considerarlo como un inequívoco recordatorio de que las pistolas son inherentemente peligrosas. Son máquinas disparadoras de proyectiles específicamente diseñadas para matar. Y no es una hipérbole para corazones sensibles, es la razón explícita por la que muchas personas se sienten atraídas por ellas. Juegos de vaqueros. Justicia vigilante. Poder.
Estados Unidos no puede reclamar ninguna altura moral global hipercivilizada mientras fomentemos – legal y culturalmente – un sistema en el que incidentes como el de Gilt no solo son posibles sino que son inevitables.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, la traductora y a Rebelión como fuente de la traducción.