Hay diferencias notables entre las presidencias de Barack Obama y George Bush, y sería excesivo asegurar que se trata del mismo perro con distintos collar. Sin embargo, el actual presidente no logra despegarse de la sombra ominosa de su predecesor. Es una maldición que lastra su gestión y amenaza con convertirla en irrelevante y borrar […]
Hay diferencias notables entre las presidencias de Barack Obama y George Bush, y sería excesivo asegurar que se trata del mismo perro con distintos collar. Sin embargo, el actual presidente no logra despegarse de la sombra ominosa de su predecesor. Es una maldición que lastra su gestión y amenaza con convertirla en irrelevante y borrar lo poco que queda del caudal de esperanza que suscitó su acceso a la Casa Blanca. O mucho cambian las cosas o nada le salvará de ese estigma: ni su Premio Nobel de la Paz, ni sus esfuerzos para reformar la Sanidad o la inmigración, ni el hecho de ser el primer presidente negro (mestizo, en realidad), ni la supresión de las cárceles secretas de la CIA, ni la desautorización de la tortura a los prisioneros enemigos (mientras consagraba la impunidad de los autores directos y los dirigentes que la permitieron), ni sus supuestas buenas intenciones de dignificar la guerra contra el terrorismo.
Tiene menos tiempo del que parece para dar un golpe de timón. A los 3 años y 8 meses que le quedan de su segundo mandato hay que quitarle casi dos años. Tras las legislativas de noviembre de 2014, Obama será otro pato cojo, ya sin reelección posible, con su influencia y capital político reducidos de forma drástica y al que ni siquiera en su propio partido es probable que le hagan demasiado caso.
El principal legado de la era de Bush -en realidad una constante en la historia reciente de Estados Unidos- es el doble rasero. Es el mismo que lleva a Israel a aplicar dos diferentes reglas democráticas (para los judíos y los palestinos) y a convertir Irán en objetivo militar por su presunto intento de fabricar las armas nucleares que el Estado hebreo posee en gran cantidad desde hace décadas.
En el caso norteamericano, la hipocresía se pone de manifiesto en dos ejemplos, y no son los únicos:
1.- Estados Unidos -al igual que China, Rusia o Israel- se ha desvinculado de la Corte Penal Internacional porque no está dispuesto a que sus ciudadanos sean juzgados en el exterior por genocidio o crímenes de guerra y contra la Humanidad. Incluso, en tiempos de Bush, se aprobó la conocida como Ley de invasión de La Haya, que Obama no ha derogado y que en teoría permite atacar la sede del tribunal (¡¡) si este se atreve a procesar a un militar norteamericano. Sin embargo, la Ley de Autorización del Uso de la Fuerza Militar, promulgada en la estela de los atentados del 11-S y aún vigente, otorga al presidente poderes casi sin límites para conjurar cualquier amenaza contra la seguridad de de EE UU en cualquier lugar del mundo, con o sin autorización del Gobierno local.
2.- El sistema de protección de derechos y libertades individuales existente en Estados Unidos, servido por legiones de abogados que se rigen por la ley del dinero, es tal vez el más desarrollado y garantista del planeta. Sin embargo, Bush abrió -y Obama no ha conseguido cerrar- un limbo legal en la base de Guantánamo, en un terreno robado a la isla de Cuba, en el que centenares de sospechosos de terrorismo, recluidos en condiciones penosas, y al menos en el pasado expuestos a torturas y malos tratos, no han tenido, ni tienen los que aún siguen allí, ninguna posibilidad de defensa, ni siquiera de ser juzgados. En comparación, en España, que como sumisa colonia se deja deslumbrar con frecuencia por el sistema norteamericano, se respondió a los atentados del 11-M sin limitar los derechos individuales, sin aprobar leyes antiterroristas de excepción y sometiendo a un juicio por la jurisdicción ordinaria a los acusados de la matanza en el que disfrutaron de las garantías normales de defensa.
Es cierto que, aunque sin dejar atrás dos países en paz y armonía, Obama ha retirado las tropas norteamericanas de Irak y cumple el calendario para hacer otro tanto en Afganistán. Sin embargo, ese camino ya lo dejó trazado Bush, y su sucesor ha dado un paso más allá con la extensión masiva del uso militar de los aviones sin piloto. En los últimos años, los drones, sin asumir el riesgo de bajas propias, han ejecutado a un número indeterminado de combatientes enemigos, al precio de considerables daños colaterales, léase civiles inocentes. Ninguno de esos supuestos terroristas, reos de la pena capital, ha tenido algo asimilable a un juicio justo.
Obama defiende el uso de los drones, pero ahora dice que su uso debe reducirse a situaciones extremas, de peligro inminente no conjurable por otros medios. La pregunta es: ¿por qué no lo ha hecho antes? Tal vez porque antes no se había visto forzado a reconocer oficialmente que cuatro ciudadanos norteamericanos (y no solo un peligroso terrorista) habían muerto por ataques de estos aviones sin piloto.
También presiona al Congreso -cuya Cámara de Representantes dominan los republicanos- para que levante los obstáculos al cierre de Guantánamo y al traslado de los presos a territorio estadounidense. Pero lo hace alarmado por la posibilidad de que alguno de los más de 100 huelguistas de hambre en la cárcel de la vergüenza pueda morir y convertirse en un mártir. Tiene muy presente la pesadilla que supuso para Margaret Thatcher la muerte de 10 reclusos del IRA en 1981, entre ellos Bobby Sands. Casi macabro resulta que la mayoría de los presos de Guantánamo ni siquiera sean ya sospechosos de ningún delito, lo que no impide que sigan pudriéndose en sus jaulas porque ningún país quiere acogerles, ni siquiera el suyo.
Obama se pone el disfraz de moderado que tanto le gusta y propugna la derogación de la Ley de Autorización del Uso de la Fuerza Militar. Admite que la fuerza no basta para acabar con la amenaza terrorista, que ésta no se puede combatir solo con la fuerza militar ni matando moscas a cañonazos y que tiene un perfil similar al de antes del 11-S, como ilustran los atentados de Boston, Londres o París. Pero tendría que ir mucho más allá para convencer de que no gasta pólvora en salvas, y el hecho es que sus reservas de credibilidad están bajo mínimos.
Su táctica actual es echar balones fuera y culpar de obstruccionismo salvaje a un Congreso hostil. Pero esa no es la actitud que le conviene para salvar su legado, o para tener algo que legar. Un presidente no puede declararse impotente, derrotado por el sistema de división de poderes. Obama tiene aún muchos recursos a su disposición y debe utilizarlos, empezando por el más poderoso y abstracto de todos ellos -el liderazgo-, para forzar un cambio de rumbo que le permita recuperar cuando menos una parte del caudal de esperanza y regeneración que le llevó a la Casa Blanca al grito de «¡Yes, we can!» Si no lo hace así, dentro de unos años no será fácil distinguir su presidencia de la de George Bush.
Fuente: http://blogs.publico.es/elmundo-es-un-volcan/2013/05/31/la-maldicion-de-bush-persigue-a-obama/