Este trabajo se propone analizar el papel de América Latina en la política exterior estadounidense. El derrumbe del orden bipolar fue acompañado por el vigoroso renacimiento de añejas teorizaciones que, en síntesis, plantean la tesis de la irrelevancia de nuestros países. Esto obedecería a su escaso interés estratégico y económico, sobre todo si se les […]
Este trabajo se propone analizar el papel de América Latina en la política exterior estadounidense. El derrumbe del orden bipolar fue acompañado por el vigoroso renacimiento de añejas teorizaciones que, en síntesis, plantean la tesis de la irrelevancia de nuestros países. Esto obedecería a su escaso interés estratégico y económico, sobre todo si se les compara con Medio Oriente, Asia Central o el Sudeste Asiático, para no hablar de Europa. Una de sus variantes, tal vez la más radical, subraya que nuestra irrelevancia responde a una dolorosa realidad: América Latina ha sido, en verdad, una construcción mítica, una imagen fantástica huérfana de todo sustento real. Como no existimos, mal podría haber una política hacia nosotros. La tesis de este trabajo es que sí existimos, que por eso Washington tiene una política muy definida y relativamente invariante hacia América Latina, y que la tiene porque nuestra región le importa, y mucho.
La perniciosa herencia del colonialismo
Que el tema de nuestra supuesta irrelevancia -o de la «irrealidad de la realidad» latinoamericana- no es nuevo, lo demuestra sobradamente y con una infrecuente combinación de elegancia estilística y profundidad de razonamiento un notable ensayo de Roberto Fernández Retamar, Calibán, originalmente aparecido en el año 1971 como respuesta a una insidiosa pregunta que se le formulara acerca de este mismo tema : «¿Existen ustedes, existe América Latina?»
Las reflexiones de Fernández Retamar ponen en evidencia, a partir de un minucioso recorrido histórico, la excepcionalidad del proceso de construcción de las sociedades latinoamericanas -simbiosis única entre los mundos precolombinos, europeos y africanos- y la definida identidad resultante de ella. Identidad que, al igual que la europea o la estadounidense, no implica uniformidad sino una fecunda diversidad al interior de un espacio histórico-cultural común. No obstante, una de las desafortunadas consecuencias de esta creación civilizatoria ha sido la persistencia -abonada por más de tres siglos de dominación colonial, y casi cuatro en Cuba y Puerto Rico- de arraigadas actitudes de subordinación cultural e ideológica entre los grupos dirigentes y amplios sectores de la intelectualidad latinoamericana.
Precisamente, una de las manifestaciones de esa «colonialidad» es la pertinaz negación de la existencia misma de América Latina, de la común historia de sus países, de su rica y variada cultura también común y de su futuro inevitablemente compartido. El pasado, el presente y el futuro, amén de la geografía, nos confieren esa identidad. El intelectual colonizado, fiel a la tradición imperial de «ninguneo» a las colonias -invariablemente percibidas como pueblos bárbaros y justos merecedores del sistemático pillaje al que se ven sometidos- asume como propia la visión del mundo de los amos. Todos los imperios consideraron a sus dominados como inferiores, bárbaros, despreciables, al punto tal que su propia condición humana, tanto ayer como hoy, aparecía frecuentemente en cuestión. Así pensaban los romanos de la Galia e Iberia, las actuales Francia y España; Inglaterra nada menos que de la India, una de las civilizaciones más antiguas y exuberantes del planeta; y así piensa hoy la clase dirigente de Estados Unidos en relación a casi todo el resto del mundo, incluyendo como una de sus más recientes incorporaciones a la así llamada «vieja Europa.»
En el campo de la política exterior esto se traduce en la famosa tesis de la irrelevancia de América Latina, alentada tradicionalmente por Washington, tal como antes lo hiciera la Inglaterra Victoriana en relación a la India. En ambos casos se entiende muy fácilmente la lógica que preside ese razonamiento: convencer al otro de su insignificancia y de su inferioridad otorga al dominador una ventaja prácticamente decisiva en cualquier controversia. Se comprende entonces la insistencia de algunos oscuros ocupantes del Departamento de Estado o del Consejo de Seguridad Nacional en señalar nuestra irremediable inferioridad, en decirnos que ocupamos un quinto o sexto lugar en sus prioridades y en pedirnos que no pretendamos que se nos preste más atención de la que compasivamente se nos otorga, casi como de favor. Como decía antes, lo grave no es que tesis como ésta la expresen voceros de Washington; lo realmente lastimoso y deplorable es que la misma sea tenida como válida por supuestos expertos en asuntos internacionales y por gobernantes resignados y claudicantes de nuestros países. En casos extremos, como en mi país, esta actitud fue la justificación esgrimida para adoptar como principio cardinal de la agenda exterior de Argentina la política de las «relaciones carnales» con Estados Unidos, esto es, el más absoluto e incondicional alineamiento con Washington en todos y cada uno de los temas internacionales. Hemos pagado carísimo semejante desatino.
Para resumir: la doctrina de la «negligencia benigna» no es otra cosa que una burda mentira, una actitud hipócrita que busca por medio de este artilugio desalentar cualquier tentativa de cuestionar las relaciones de subordinación establecidas entre la potencia dominante y nuestros países. Condición previa de tal impugnación es tomar conciencia de nuestra verdadera importancia para Estados Unidos y, seguidamente, desarrollar una estrategia colectiva para, en concordancia con lo anterior, redefinir nuestras relaciones con la Roma americana. [.1]
¿irrelevantes?
La tesis de la irrelevancia, que sería «políticamente incorrecto» justificar sobre bases racistas, aduce que América Latina no pesa en el escenario internacional, que sus países no son «jugadores centrales» en la arena mundial y sus economías no gravitan en los mercados globales. Pero esta tesis se derrumba ante el peso de numerosas paradojas. Si América Latina fuese tan irrelevante, ¿cómo se explica que Estados Unidos haya incurrido en una secuencia interminable de intervenciones militares (más de cien a lo largo del siglo veinte), invasiones, golpes de mercado, asesinatos políticos, sobornos, campañas de desestabilización y desquiciamiento de procesos democráticos y reformistas perpetrados contra una región carente por completo de importancia? ¿No hubiese sido más razonable una política de indiferencia ante vecinos revoltosos pero insignificantes? Si no existimos, o si somos tan irrelevantes, ¿cómo explicar que haya sido precisamente ésta la primera región del mundo para la cual Estados Unidos elabora, tan precozmente como en 1823, una postura específica en su agenda de política exterior, la Doctrina Monroe? Si somos tan poca cosa, ¿por qué Washington persiste durante más de 40 años con su bloqueo contra Cuba, condenado hasta por Juan Pablo II? Si poco y nada valemos, ¿por qué tanto empecinamiento por crear el alca? ¿Y si no existiera la América Latina, cómo se explica entonces el naufragio de ese proyecto de consolidación imperial?
Como vemos, la idea de nuestra supuesta irrelevancia no resiste la menor prueba empírica. En realidad, América Latina tiene una importancia estratégica fundamental para Estados Unidos, y es la región que le plantea mayores desafíos en el largo plazo. En los años ochenta, en el apogeo de la «guerra de las galaxias» de Ronald Reagan, había quienes decían que la URSS era un problema transitorio para Estados Unidos, pero que América Latina constituía un desafío permanente, arraigado en las inconmovibles razones de la geografía. Tanto era así que en esos mismos años el personal diplomático adscrito a la embajada de Estados Unidos en México era superior al que se hallaba estacionado en todo el territorio de la Unión Soviética. Es que América Latina es la frontera caliente de Estados Unidos, su inevitable contacto con la periferia imperial, misma que somete y saquea, generando una vasta zona de perpetuas turbulencias políticas que brotan de su condición, nada casual, de ser la región con la peor y más injusta distribución de ingresos y riquezas del planeta.
Si la Casa Blanca miente descaradamente al pueblo estadounidense -recordemos la historia de las famosas «armas de destrucción masiva» que supuestamente existían en Irak y las recientes declaraciones de Colin Powell arrepintiéndose de haberla avalado-, ¿por qué no habría de mentir a los latinoamericanos? La excepcional relevancia de nuestra región fue adecuadamente subrayada por Colin Powell cuando dijera, en relación a las expectativas depositadas por Washington en el alca que: «nuestro objetivo es garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que se extiende desde el Ártico hasta la Antártica y el libre acceso sin ninguna clase de obstáculo de nuestros productos, servicios, tecnologías y capitales por todo el hemisferio.» ¿Irrelevantes? Nótese la importancia de nuestra región como un gigantesco mercado para las inversiones estadounidenses, grandes oportunidades de inversión, fabulosas expectativas de rentabilidad posibilitadas por el control político que Washington ejerce sobre casi todos los gobiernos de la región, y todo esto en un territorio que alberga un repertorio casi infinito de recursos naturales de todo tipo.
América Latina podría ser, en función de probables desarrollos tecnológicos, la región que cuente con las mayores reservas petroleras del mundo. No lo es hoy, pero podría serlo mañana. En todo caso, aun en las condiciones actuales, es la que puede ofrecer un suministro más cercano y seguro a Estados Unidos, dato harto significativo cuando sus reservas no alcanzan para más de 10 años y las fuentes alternativas de aprovisionamiento son mucho más lejanas y han entrado en una zona de creciente inestabilidad política a causa de la tradicional torpeza con que Washington maneja estos asuntos. Medio Oriente se ha convertido en un polvorín que puede estallar en cualquier momento, donde el resentimiento antiestadounidense alcanza proporciones impresionantes aun en los «Estados-clientes» como Egipto, Arabia Saudita y Turquía. Y las cuencas petroleras de África Occidental y Asia Central carecen de las más elementales condiciones políticas requeridas para garantizar un flujo estable y previsible de petróleo hacia Estados Unidos. La obscena presión ejercida sobre el gobierno venezolano desde la Casa Blanca tiene que ser vista a la luz de estas realidades.
América Latina tiene asimismo grandes reservas de gas, dispone de algo más de la tercera parte del total de agua potable del planeta, y es el territorio donde se encuentran los ríos más caudalosos del mundo y algunas de sus mayores cuencas acuíferas. Una de ellas, la de Chiapas, ya ha sido considerada como posible solución para enfrentar el inexorable agotamiento del suministro de agua que afecta el Suroeste de Estados Unidos y que compromete el acceso al vital liquido de poblaciones como Los Angeles y San Diego. Y si se trata de biodiversidad, ¿cómo podría ser irrelevante una región que cuenta con 40% de todas las especies animales y vegetales existentes en el planeta? Esta riqueza constituye un imán poderosísimo para las grandes transnacionales estadounidenses, dispuestas a imprimir el sello de su copyright a todas las formas de vida animal o vegetal existentes y, a partir de ello, dominar por entero la economía mundial. Por algo el tema de los derechos de propiedad intelectual tiene tanta prioridad para Washington, como lo atestiguan las negociaciones en el seno de la Organización Mundial del Comercio.
Por último, desde el punto de vista territorial, América Latina es una retaguardia militar de crucial importancia. Obviamente, los funcionarios del Departamento de Estado lo niegan rotundamente, pero los expertos del Pentágono saben que esto es así. Por eso el empecinamiento de Washington por saturar nuestra geografía con bases y misiones militares y su obstinación en garantizar la inmunidad del personal involucrado en las mismas. Si fuéramos tan poco importantes como se nos dice, ¿por qué la Casa Blanca se desvive proponiendo políticas que suscitan el repudio casi universal en la región?
conclusiones
La importancia de América Latina no ha hecho sino acrecentarse en los últimos tiempos. El fracaso de los experimentos neoliberales, que ni encaminaron nuestras economías por la senda del crecimiento, ni redistribuyeron la renta ni consolidaron nuestras frágiles democracias ha sumido a la región en una de sus más profundas crisis. Desde México, en la frontera con Estados Unidos, hasta Argentina, pasando por América Central y el Caribe, todo el mundo andino y Brasil, el signo de los tiempos es el desencanto con la democracia, una creciente activación de la protesta social y un resentimiento cada vez más extenso y profundo en relación a Estados Unidos.
Hay una vieja tradición de la política exterior estadounidense hacia América Latina: mientras ésta se encuentre firmemente bajo el control de Washington, la respuesta oficial es la «negligencia benigna», y entonces la región queda relegada a un segundo plano. Sin embargo, en cuanto despuntan algunos síntomas de rebeldía o de insubordinación, esta «irrelevante» región del planeta asciende al primer plano de las preocupaciones de Washington, desplazando rápidamente a otras supuestamente más importantes. Pruebas al canto: bastó que un gobierno socialista moderado fuese democráticamente electo en Chile, en 1970, para que esa misma noche la Casa Blanca emitiese la orden de «hacer chirriar y gritar la economía chilena» y destinase ingentes sumas de dinero para conjurar la amenaza representada por Salvador Allende. En los años ochenta, el triunfo del sandinismo convirtió a Nicaragua en una gravísima amenaza a la seguridad nacional estadounidense, desencadenando una respuesta de Washington violatoria de las más elementales normas del derecho internacional. Lo mismo ocurriría con Granada, que pese a sus 344 kilómetros cuadrados y sus 60.000 habitantes también fue considerada por la administración Reagan un peligro tan grande como para justificar la grotesca intervención militar de 1983. A mediados de los sesenta, la posibilidad de un eventual retorno de Juan Bosch al gobierno de República Dominicana había provocado el desembarco de más de 40.000 marines y el aplastamiento de las fuerzas insurgentes. A finales de los noventa y, en una progresión que ha llegado a extremos sumamente preocupantes en los últimos años, Washington ha reaccionado con una virulencia inusitada ante la consolidación del gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, cuyas credenciales democráticas -monitoreadas y supervisadas por la oea y la Fundación Carter- superan con creces las exhibidas por el presidente George W. Bush Jr. en las elecciones de 2000. Casi medio siglo de bloqueo contra Cuba, desencadenado cuando la isla comenzó a adoptar algunas medidas reformistas, es otra prueba concluyente de la prepotencia imperial. En síntesis: si nuestros países se someten mansamente y obedecen los mandatos de Washington, la región no es prioritaria; pero en cuanto algún gobierno pretende tomar el destino en sus manos, ese país latinoamericano, no importa cuán pequeño sea, es catapultado al primer nivel de las preocupaciones de Washington.
La nueva doctrina estratégica estadounidense -según Noam Chomsky, un plan de dominación mundial como no se conocía desde la época de Hitler-, anunciada en septiembre de 2002, acentúa las ominosas perspectivas que se abren en el campo de las relaciones hemisféricas. Un Estados Unidos ya abiertamente asumido por sus dirigentes y por sus principales intelectuales orgánicos como un imperio, que se ha arrogado la absurda -y peligrosísima- misión de sembrar la democracia y la libertad por todo el mundo, y que ha militarizado las relaciones internacionales y acrecentado sus gastos militares a un nivel sin precedentes en la historia, difícilmente pueda ser considerado un elemento positivo para fortalecer la presencia de América Latina en el sistema internacional. La decadencia de la clase dirigente de Estados Unidos, ejemplificada de manera inigualable por el ascenso a la presidencia de personajes tan mediocres como Ronald Reagan y George W. Bush Jr., no es una buena noticia para el mundo. Todo hace presumir que la política seguida hacia América Latina en estos años, acentuada luego de los atentados de 2001, difícilmente será modificada. Nada permite prever que la premonitoria sentencia de Bolívar: «Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar a la América española de miserias en nombre de la libertad» pueda llegar a ser desmentida por un gobierno como el de Bush Jr. que, al decir de eminentes intelectuales estadounidenses ha sido secuestrado por las grandes empresas y que, con increíble miopía, piensa que lo que es bueno para Halliburton es bueno para Estados Unidos y, por añadidura, para todo el mundo.
[.1] «Americana», en este caso, porque es la Roma del continente americano. NO corresponde poner «estadounidense.»
foreign affairs en español . Vol. 6, Núm. 1, 2006 (pp. 61-68)