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La moral del hotentote

Fuentes: Rebelión

Traducido por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.

«Si alguien me roba la vaca, es malo. Si se la robo yo, está bien» Esta regla moral se la atribuían los racistas europeos a los hotentotes, una antigua tribu de Sudáfrica.

Es difícil no recordarla cuando Estados Unidos y los países europeos claman contra el reconocimiento de Rusia de la independencia de Osetia del Sur y Abjasia, las dos provincias que se separaron de la República de Sakartvelo, conocida en Occidente como Georgia.

No hace tanto tiempo, los países occidentales reconocieron a la República de Kosovo, que se separó de Serbia. Occidente defendió que la población de Kosovo no es serbia, su cultura y su idioma no son serbios y que, por consiguiente, tiene derecho a independizarse de Serbia. Sobre todo después de que ésta llevó a cabo una dura campaña de opresión contra ellos. He apoyado este punto de vista con todo mi corazón. Al contrario que muchos de mis amigos, apoyé incluso las operaciones militares que ayudaron a que los kosovares se liberaran.

Pero, como dice el refrán, la ley es ley para todos. Lo que es verdad para Kosovo no es menos verdad para Abjasia y Osetia del Sur. La población de estas provincias no es georgiana, tienen sus propios idiomas y antiguas civilizaciones. Fueron anexionadas a Georgia casi caprichosamente y no tienen ningún deseo de formar parte de ella.

Entonces, ¿cuál es la diferencia entre los dos casos? Una enorme, ciertamente: la independencia de Kosovo está apoyada por los estadounidenses y los rusos se oponen. Por lo tanto, es buena. La independencia de Abjasia y Osetia del Sur tiene el apoyo de los rusos y los estadounidenses están en contra. Por consiguiente, es mala. Como decían los romanos: Quod licet Iovi, non licet bovi, (lo que se le permite a Júpiter no se le permite a un buey).

No acepto este código moral. Apoyo la independencia de todas esas regiones.

Desde mi punto de vista, existe un sencillo principio y es aplicable a todos: cada provincia que quiera separarse de cualquier país tiene derecho a hacerlo. Para mí, a este respecto, no hay ninguna diferencia entre kosovares, abjasios, vascos, escoceses y palestinos. Una regla para todos.

Hubo un tiempo en el que este principio no podía llevarse a cabo. Un estado de unos cientos de miles de personas no era económicamente viable y no podía defenderse militarmente.

Fue la era del «estado nación», en el que un pueblo fuerte imponía su cultura y su idioma sobre pueblos más débiles para crear un estado lo suficientemente grande para salvaguardar la seguridad, el orden y un nivel de vida adecuado. Francia se impuso a los bretones y corsos, España a los catalanes y vascos, Inglaterra a los galeses, escoceses e irlandeses, y así sucesivamente.

Esa realidad ha sido reemplazada. La mayoría de las funciones del «estado nación» se han transferido a estructuras supranacionales: grandes federaciones como EEUU, grandes asociaciones como la UE. En ellas, hay espacio para pequeños países, como Luxemburgo, junto a los más grandes, como Alemania. Si Bélgica se divide y se establece un estado flamenco al lado de un estado valón, la UE acogerá a ambos y nadie saldrá herido. Yugoslavia se ha desintegrado y cada una de sus partes pertenecerá en el futuro a la Unión Europea.

Eso también ha ocurrido con la antigua Unión Soviética. Georgia se liberó de Rusia. Por el mismo derecho y la misma lógica, Abjasia puede liberarse de Georgia.

Pero entonces, ¿cómo puede evitar un país la desintegración? Muy simple: debe convencer a los pueblos más pequeños que viven bajo sus alas de que vale la pena para ellos permanecer allí. Si los escoceses sienten que disfrutan de igualdad plena en el Reino Unido, que se les ha otorgado la autonomía suficiente y una porción justa del pastel común y que su cultura y sus tradiciones se respetan, pueden decidir quedarse. Este tipo de debate tiene lugar, desde hace decenios, en la provincia francófona canadiense de Québec.

La tendencia general en el mundo es aumentar las funciones de las grandes organizaciones regionales y, al mismo tiempo, permitir a los pueblos separarse de sus países madre y establecer sus propios estados. Es lo que ocurrió en la Unión Soviética, Yugoslavia, Checoslovaquia, Serbia y Georgia. Y es lo que tendría que ocurrir en muchos países más.

Quienes quieren ir en la dirección opuesta y establecer, por ejemplo, un estado binacional israelí palestino, van contra el espíritu del tiempo, cuando menos.

Este es el trasfondo histórico de la reciente disputa entre Georgia y Rusia. Aquí no hay ningún santo. Es bastante cómico oír a Vladimir Putin, cuyas manos están goteando de sangre de los luchadores chechenos por la libertad, exaltando el derecho de Osetia del Sur a la secesión. No es menos cómico oír a Mijail Saakashvili, que compara la lucha por la libertad de las dos regiones separatistas con la invasión soviética de Checoslovaquia.

La lucha me recordó nuestra propia historia. En la primavera de 1967, oí decir a un general veterano israelí que rezaba todas las noches para que el líder egipcio, Gamal Abd-al-Nasser, enviara sus tropas a la península del Sinaí. Allí, dijo, los aniquilaremos. Unos meses después Nasser cayó en la trampa. El resto es historia.

Ahora Saakashvili ha hecho exactamente lo mismo. Los rusos rezaban para que invadiera Osetia del Sur. Cuando caminó hacia esta trampa, los rusos le hicieron a él lo que nosotros les hicimos a los egipcios. A los rusos les costó seis días, lo mismo que a nosotros.

Nadie puede saber qué estaba pasando por la mente de Saakashvili. Es una persona inexperta, educada en Estados Unidos, un político que llegó al poder por la promesa de devolver las regiones separatistas a la patria. El mundo está lleno de esos demagogos que construyen una carrera sobre el odio, el supernacionalismo y el racismo. Nosotros también tenemos bastantes de esos aquí.

Pero ni siquiera un demagogo tiene por qué ser idiota. ¿Creyó que el presidente Bush, que está en quiebra en todos los campos, se apresuraría en su ayuda? ¿No sabe que Estados Unidos no tiene ningún soldado disponible? ¿Que los discursos bélicos de Bush se los lleva el viento? ¿Que la OTAN es un tigre de papel? ¿Que el ejército georgiano se fundiría como manteca en el fuego de la guerra?

Tengo curiosidad por la parte que nos toca en esta historia.

En el gobierno de Georgia hay varios ministros que crecieron y se educaron en Israel. Parece que el Ministro de Defensa y el Ministro para la Integración (de las regiones separatistas) también son ciudadanos israelíes. Y lo más importante, que las unidades de élite del ejército georgiano han sido entrenadas por oficiales israelíes, incluido quien fue culpado por la pérdida de la II Guerra de Líbano. Los estadounidenses, también, invirtieron mucho esfuerzo en el entrenamiento de los georgianos.

Siempre me divierte la idea de que es posible entrenar a un ejército extranjero. Uno puede, por supuesto, enseñar técnicas: cómo usar unas armas determinadas o cómo dirigir una maniobra de un batallón. Pero cualquiera que haya tomado parte en una guerra auténtica (diferente a la vigilancia policial de una población ocupada) sabe que los aspectos técnicos son secundarios. Lo qué importa es el espíritu de los soldados, su resolución a arriesgar sus vidas por la causa, su motivación, la calidad humana de las unidades combatientes y de la cadena de mando.

Estas cosas no pueden enseñarlas los extranjeros. Cada ejército es una parte de su sociedad y la calidad de la sociedad decide la calidad del ejército. Eso es verdad especialmente en una guerra contra un enemigo que disfruta de una gran superioridad numérica. Experimentamos eso en la guerra de 1948, cuando David Ben-Gurion quiso imponernos oficiales que habían sido entrenados en el ejército británico y nosotros, los soldados de combate, preferimos a nuestros propios comandantes que estaban adiestrados en nuestro ejército clandestino y no habían visto una academia militar en sus vidas.

Sólo los generales profesionales cuya perspectiva sea totalmente técnica imaginan que podrían «entrenar» a soldados de otro pueblo y otra cultura; en Afganistán, Iraq o Georgia.

Un rasgo muy desarrollado entre nuestros oficiales es la arrogancia. En nuestro caso, generalmente vinculado con un grado razonable en ejército. Si los oficiales israelíes infectaron a sus colegas georgianos con esta arrogancia y los convencieron de que podían vencer al poderoso ejército ruso, cometieron un grave pecado contra ellos.

No creo que este sea el principio de la II Guerra Fría, como se ha sugerido. Pero es, ciertamente, una continuación del «Gran Juego».

Esta denominación se dio a la implacable lucha secreta que tuvo lugar a lo largo del siglo XIX por toda la frontera del sur de Rusia entre los dos grandes imperios de la época: el británico y el ruso. Agentes secretos y ejércitos menos secretos se desplegaron en las regiones fronterizas de la India (incluyendo el actual Pakistán), Afganistán, Persia etc. La «Frontera Noroeste» (de Pakistán), que ahora es protagonista de la guerra contra los talibanes, entonces ya era legendaria.

Actualmente, el Gran Juego entre los dos grandes imperios -EEUU y Rusia- tiene lugar por todas partes desde Ucrania a Pakistán. Esto demuestra que esa geografía es más importante que la ideología: el comunismo llegó y se fue, pero la lucha continúa como si nada hubiera pasado.

Georgia es un simple peón en el tablero. La iniciativa pertenece a EEUU: quiere rodear a Rusia extendiendo la OTAN, brazo de la política estadounidense, por toda su frontera. Es una amenaza directa para el imperio rival. Rusia, por su parte, está intentando extender su control sobre los recursos más vitales para occidente, petróleo y gas, así como sus rutas de transporte. Esto puede conducir al desastre.

Cuando Henry Kissinger todavía era un sabio historiador, antes de que se convirtiera en un estadista estúpido, expuso un principio importante: para mantener la estabilidad en el mundo hay que crear un sistema que incluya todas las partes. Si una parte queda fuera, la estabilidad está en peligro.

Citó como ejemplo la «Santa Alianza» de las grandes potencias que surgieron tras las guerras napoleónicas. Los sabios estadistas de la época, con el príncipe austríaco Clemens von Metternich a la cabeza, tuvieron cuidado de no dejar a la Francia derrotada fuera, sino que, al contrario, le dieron un lugar importante en el Concierto de Europa.

La política estadounidense actual, con su afán de dejar afuera a Rusia, es un peligro para todo el mundo. (Y ni siquiera menciono el poder creciente de China).

Un país pequeño que se involucre en la lucha entre los grandes matones se arriesga a que lo aplasten. Eso ocurrió antiguamente en Polonia y parece que no ha aprendido de esa experiencia. Alguien debe aconsejar a Georgia, y también a Ucrania, que no imiten a los polacos, sino a los finlandeses, que desde la II Guerra Mundial han seguido una sabia política: guardan su independencia pero se esfuerzan en tener en cuenta el interés de su poderoso vecino.

Nosotros, los israelíes, quizás también podemos aprender algo de todo esto: que no es seguro ser un vasallo de un gran imperio y provocar al imperio rival. Rusia está vigilando nuestra región y cada movimiento que hagamos para promover la expansión estadounidense será, ciertamente, contrarrestado por un movimiento ruso a favor de Siria e Irán.

Así que no adoptemos la «moral de los hotentotes». No es prudente ni, por supuesto, ético.

Original en inglés: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1220183141

Carlos Sanchis y Caty R. pertenecen a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.