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La muerte de Adolfo Suárez y el consenso que le atribuyen

Fuentes: Rebelión

Ha muerto Adolfo Suárez tras larga enfermedad y, aprovechando la coyuntura, los «demócratas» del Reino de España no han ahorrado esfuerzos en ensalzar su figura. Y es que, en tiempos en que el régimen franquista disfrazado de democracia tiene su credibilidad bajo mínimos, el citado ensalzamiento, amplificado a gran escala por casi todos los medios […]

Ha muerto Adolfo Suárez tras larga enfermedad y, aprovechando la coyuntura, los «demócratas» del Reino de España no han ahorrado esfuerzos en ensalzar su figura. Y es que, en tiempos en que el régimen franquista disfrazado de democracia tiene su credibilidad bajo mínimos, el citado ensalzamiento, amplificado a gran escala por casi todos los medios de comunicación, está ayudando a dar veracidad a una grandísima e histórica mentira: que en el Estado español se hubo dado una ruptura con el franquismo mediante una Transición -liderada por el propio Suárez y el Rey- y que, además, ésta fue modélica.

En realidad, Suárez fue un falangista de camisa azul y mano en alto. Recibió de Franco la Orden Imperial del Yugo y las Flechas y, tiempo después, cuando la cara que había prestado para escenificar la gran farsa debió ser renovada, la Monarquía le hizo aristócrata asignándole el título de duque. También encontró acomodo como presidente de la Fundación de Víctimas del Terrorismo; por supuesto que la enorme cantidad de víctimas mortales provocadas por ellos bajo sus mandatos nunca tuvieron cabida en su entidad.

El falso consenso que se le atribuye al recién fallecido fue obtenido a base de salvaje represión, a sangre y fuego, que se dice. Entre 1976 y 1980 -con él como presidente del gobierno- la policía, la Guardia Civil y la extrema derecha asesinaron impunemente a más de cien personas, y miles de detenidos fueron salvajemente torturados. Sin ir más lejos, mi hermano Alfredo, militante revolucionario hoy ya fallecido, fue uno de los muchos que sufrió en sus propias carnes la persecución, el secuestro, la detención y la tortura a manos de los aparatos del Estado. E, insisto, no fue el único, lamentablemente.

¡Vaya un consenso! «O pasas por el aro o te suprimo ideológica e incluso físicamente», parecía ser la «recomendación» gubernamental en aquellos tiempos. El Partido Comunista de España -PCE- para poder acceder a la legalidad -el 9 de abril de 1977- hubo de claudicar y pasar a enarbolar en sus mítines la bandera de Franco y de los Borbones, reconocer oficialmente la unidad de España, firmar la Ley de la Reforma Política -18 de noviembre de 1976- y los Pactos de la Moncloa -25 de octubre de 1977-, que supuso un notable retroceso en las conquistas obreras conseguidas con mucho esfuerzo y dolor durante tantos años de lucha. Y todas esas inaceptables concesiones fueron realizadas, según Santiago Carrillo -uno de los personajes más siniestros en esa época, junto a «Isidoro» Felipe González -, «por el peligro que se cierne sobre la democracia». Finalmente, Carrillo cambió de chaqueta y del PCE se fue a un PSOE monárquico y absolutamente domesticado. Casi treinta años necesitó el PCE para por fin desvincularse oficialmente de la ilegítima y monárquica Constitución de 1978 -que ellos también aprobaron, tras «participar» con Jordi Solé Tura en su elaboración-, argumentando el incumplimiento de todos los títulos y artículos de derechos sociales, económicos, ambientales, y el recorte de las libertades políticas.

El «consenso» que se le atribuye a Suárez como algo complicado de lograr y por eso digno de admiración fue, sin duda, construido a base de represión y la captación de algunos individuos claves para convertirlos en traidores.

Cayo Lara, que tanto ha ensalzado al recién fallecido, no debería obviar estos hechos. Reconocer como válido el papel desempeñado por Suárez en una Transición que nunca existió aunque se escude en su «conocida y democrática discrepancia ideológica- me parece una actitud francamente mezquina y desafortunada. ¡Vaya una manera de sacudir la mierda que por aquel entonces le cayó al PCE!

Por más que propios y extraños se den a la vergonzosa tarea de ensalzar a un falangista de camisa azul y mano en alto, Adolfo Suárez no hizo otra cosa que trabajar de interesada manera para que no se soltara el «nudo» dejado por Franco «atado y bien atado».

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