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La pobreza en África

Fuentes: El País

«Para hacer esta muralla unamos todas las manos. Los negros sus manos negras, los blancos sus blancas manos». Nicolás Guillén Está llegando el momento en que, juntos, podremos construir los baluartes de la paz -como nos encomienda la Constitución de la UNESCO- basada en la justicia, en la igual dignidad de todos los seres humanos, […]

«Para hacer esta muralla unamos todas las manos.
Los negros sus manos negras,
los blancos sus blancas manos».

Nicolás Guillén

Está llegando el momento en que, juntos, podremos construir los baluartes de la paz -como nos encomienda la Constitución de la UNESCO- basada en la justicia, en la igual dignidad de todos los seres humanos, en la libertad de expresión, «en la capacidad de cada uno para dirigir su propia vida», como definió la educación, tan exactamente, tan bellamente, Don Francisco Giner de los Ríos. ¿Por fin, la gente? Agotadas la esperanza y la espera en las promesas reiteradamente incumplidas de los líderes del mundo, ¿será por fin el clamor popular el que logrará que se cumplan los Objetivos del Milenio, establecidos solemnemente en la Asamblea General de las Naciones Unidas el año 2000 por «Nosotros, los jefes de Estado y de Gobierno de las naciones»… y, luego, arrastrados una vez más a la zozobra por los estertores de un sistema que ha sustituido los valores universales por el mercado y ha ampliado las asimetrías económicas y sociales en lugar de reducirlas?

Los ciudadanos del mundo, unidos progresivamente por los medios de comunicación, podrán exigir que se haga lo que los líderes no han podido o no han querido hacer hasta ahora. Poco a poco, disminuirá el número de súbditos resignados y aumentará el de ciudadanos capaces de participar, de expresarse, de conferir progresivamente mayor autenticidad a la democracia. Pocas semanas después de la reunión de los G-8 en Gleneagles nos damos cuenta de que, a pesar de los anuncios reconfortantes y de los buenos propósitos que, al parecer, animaban a algunos de los participantes, el resultado ha sido, de nuevo, decepcionante. Ojalá, lo deseo muy sinceramente, algunos países al menos comprendan que las cosas están cambiando y que la gente empieza a ocupar, pacíficamente, con mesura, espacios sucesivamente mayores en el escenario internacional. Ojalá sea así, aunque, de momento, las noticias que nos llegan cada día indican que nada ha cambiado: gente que muere de hambre en el Níger y otros países africanos; incendios forestales y catástrofes naturales para la reducción de cuyo impacto estamos totalmente desarmados mientras seguimos invirtiendo cantidades alucinantes en la maquinaria bélica convencional; aumento del narcotráfico y del número de adictos… Después de declarar, hace cinco años, que no se escatimarían esfuerzos para la puesta en práctica de los Objetivos del Milenio, todo parece indicar que, salvo excepciones, el sistema imperante a escala global sigue proclamando una cosa y haciendo otra.

Con motivo de la reunión de los G-8, tuvieron lugar grandes concentraciones musicales, actos de manifestación masiva en favor de África y de la lucha contra la pobreza. Tenemos que rendir homenaje a personas como Bob Geldof y Bono, que han puesto su indiscutible capacidad de convocatoria al servicio de este objetivo mundial apremiante. En estas concentraciones se ha pedido al G-8 la cancelación de la deuda, la atención al cambio climático y sus causas… De nuevo, buenos propósitos. De nuevo se anuncia, antes de la reunión, que van a abordarse los grandes retos que representan la pobreza y las asimetrías económicas y sociales. Después, se han comunicado algunas decisiones, para su puesta en práctica en varios años… sin que, por ejemplo, se hayan adoptado medidas correctoras del actual funcionamiento del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional. Y la brecha se seguirá ampliando, mientras se recuerda, como «de pasada», la existencia de corruptos en África. No es que no los haya -los corruptores lo saben mejor que nadie- pero no apartemos la vista de quienes son los protagonistas y beneficiarios, que viven en condiciones paupérrimas y humillantes. Pensemos en ellos y desenmascaremos a los embozados que siguen aferrados a sus privilegios y prebendas, ajenos -quiero suponerlo- a los efectos de su actitud: promover el desgarro social, la radicalización, la agresividad; aumentar caldos de cultivo de la animadversión y del rencor; oscurecer los horizontes de nuestros descendientes…

El nuevo presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz ha declarado recientemente (7 de julio de 2005) que la ayuda a África «sólo será eficaz si hay transparencia…». ¿Transparencia de quién? Transparencia de todos, terminando con el colonialismo financiero y tecnológico, «yendo juntos».

La diferencia entre evolución y revolución es la «r» de responsabilidad. Por no querer evolucionar y estar, serenamente, a la altura de las circunstancias en cada momento histórico, nos vemos abocados a la revolución, a la ruptura. No hay justificación para el uso de la violencia. Pero debemos explorar sus orígenes. Para intentar explicarla. Para evitarla, en la medida de lo posible.

La pobreza material de tantos seres humanos es, en buena medida, consecuencia de la pobreza espiritual de los más prósperos. «No puede haber excusa ni justificación para los requerimientos de millones de nuestros compañeros seres humanos en el África de hoy. Y nada debe obstaculizar nuestro camino para remediar esta situación», proclamó el primer ministro Tony Blair a principios de este año. Se trata, desde luego, de incrementar la ayuda directa para el desarrollo endógeno (en octubre de 1974 los países ricos decidieron invertir con esta finalidad el 0,7% de su producto interior). El país líder, Estados Unidos, aporta actualmente a África el 0,16% de su PIB, una de las más reducidas contribuciones internacionales. Pero no es sólo esto: lo más importante es adoptar toda una serie de medidas -reducción de los subsidios agrícolas, reforzamiento de la autoridad y recursos de las Naciones Unidas para evitar la total impunidad en que actúan grandes corporaciones internacionales, la eliminación de los paraísos fiscales, moderación de los beneficios que obtienen las instituciones financieras, incluidas las de Bretton Woods… -facilitando, en suma, la transparencia en lugar de seguir azuzando la opacidad y la confusión. Tenemos que «contribuir a evitar la corrupción urgiendo a las compañías a ser más transparentes acerca de los fondos que pagan a los gobiernos africanos por petróleo, diamantes y otros productos, pidiendo también a los bancos seguir adecuadamente y denunciar depósitos y transferencias de fuentes sospechosas», recomendaba en su editorial del día 4 de julio de este año el International Herald Tribune… Y mayor coherencia política, añade, porque al tiempo que declaran su disposición para ayudar a los países menesterosos, «las instituciones financieras controladas en buena medida por estos mismos países están ejerciendo presiones para comprimir sus nóminas, incluyendo educadores y personal sanitario».

«El mundo exige justicia para África: más de 200.000 personas siguieron en Londres el macroconcierto de U2, McCartney y Elton John», comunicaba la prensa del día 2 de julio. Una vez más, renacía cierta esperanza. Tres días después: «La economía mundial desplaza a África en las conversaciones del G-8″… Aunque se aplicaran las decisiones anunciadas al término de la reunión, Nigeria deberá seguir pagando, sólo en servicio de la deuda 1,700 millones de dólares al año. En 2004, ha pagado por este mismo concepto cinco veces más de lo que invirtió en educación y 13 veces más de lo que gastó en salud.

«Ayudar a África a ayudarse a sí misma», figura en portada de un semanario internacional de gran difusión. Hace exactamente 30 años (¡) se llegó a la conclusión, en las Naciones Unidas, de que el desarrollo debería, en primer término, facilitar la capacitación de los ciudadanos a través de la educación. Al poco tiempo, sin embargo, las ayudas se sustituyeron por préstamos otorgados en condiciones tales que se convertían en beneficio seguro para los prestamistas y muy ocasional para los prestatarios que, además, veían cómo se explotaban sus recursos naturales y se incrementaba su deuda exterior. Ahora, para mitigar la situación de endeudamiento y de dependencia que de este modo se ha originado, se vuelve a la incumplida solución inicial para «hacer de la pobreza historia»: se va a duplicar la ayuda a África, dicen los miembros del G-8. Cuidado, porque la importancia de «doblar» depende de la cantidad que se duplica. Doblar una exigua cantidad… y seguir con los mismos procedimientos, no arreglará nada. Las dos modalidades de ayuda y las instituciones que las canalizan -el Banco Mundial, los bancos regionales, el FMI- deben reestructurarse con urgencia, como antes indicaba, para que puedan enderezarse tantos entuertos. Son los consorcios internacionales que explotan los yacimientos, cultivos, caladeros, minas… de África, los que deben someterse a una regulación «global» que evite el marasmo actual a escala internacional. Son los transgresores los que deben ser identificados y llevados ante los tribunales internacionales competentes. Y, para todo esto, el mundo no debe ser dirigido por un grupo de países ricos («Nosotros, los poderosos…») sino, como el propio presidente Roosevelt estableció, por todos los países, en las Naciones Unidas («Nosotros, los pueblos»…).

Deberíamos responder a la pregunta que formulé hace años en una reunión de alto nivel sobre desarrollo en África, que he vuelto a plantear en varias ocasiones después: ¿a quién pertenece África? Y, entonces sí, al conocer la realidad, seremos capaces de transformarla.

Disponemos de unos medios de comunicación de los que antes carecíamos. Unos medios que, si la sociedad civil se organiza bien, pueden ser de una gran eficacia y propiciar que se escuche la voz del pueblo. Actualmente podemos enviar millones de mensajes a parlamentarios, a los gobernantes, a los miembros de la oposición, a través de los teléfonos móviles y manifestarles nuestro asentimiento o disentimiento, nuestras observaciones y propuestas. Podemos, sobre todo, llevar a cabo una inmensa manifestación no presencial, un gran clamor popular. A escala local y mundial, millones de voces, pacíficamente, asumiendo el papel que les corresponde, actuando de forma responsable para el futuro, sin resignarse, sin ceder al «no tiene remedio», sin permitir las desmesuras del excesivo poder económico, político, cultural, medioambiental, mediático… concentrado en unas pocas manos. ¡La gente, por fin, en el estrado! Y la transición desde una cultura secular de fuerza e imposición a una cultura de conciliación, de diálogo, de paz.

Cuanto más deseábamos, al final de la Guerra Fría, un mundo inspirado en los valores comunes para un destino igualmente común, los políticos abdicaron de las ideologías -por las que habían obtenido en muchos casos su condición de gobernante o de representante del pueblo- y abrazaron las leyes del mercado. El resultado está a la vista. A una «Guerra Fría» ha sucedido la «Paz Fría» que estamos viviendo. ¡Debemos tanto a África! En 1989, escribí en la isla de Goré, al final de un poema: «Fueron vendidos al peso. / Debemos pagar la deuda».