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Una visión alternativa del conflicto israelopalestino y el activismo pacifista

La primacía del oído: el camino que lleva desde la música a la ética

Fuentes: PeacePalestine

Este artículo es una elaboración a posteriori de una charla pronunciada por Gilad Atzmon en Brighton (Reino Unido) el 7 de enero de 2008. Traducción y epílogo de Manuel Talens, realizados para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala.

Cada vez que me entrevistan en un medio árabe suelen hacerme la misma pregunta: «Gilad, ¿cómo es que usted ve lo que tantos israelíes no pueden ver?». Lo cierto es que son muy pocos los israelíes capaces de interpretar la bancarrota ética israelí como un síntoma innato. Durante muchos años no supe encontrar una respuesta. Sin embargo, hace poco me di cuenta de que tiene algo que ver con mi saxofón. Es la música lo que ha dado forma a mis opiniones sobre el conflicto israelopalestino y lo que ha fundamentado mi crítica de la identidad judía.

Hoy voy a hablarles a ustedes del camino que lleva desde la música a la ética.

Es bien sabido que la vida adquiere significado cuando se examina de forma retrospectiva, desde el final hasta su origen. Por lo tanto, trataré de escrutar mi propia lucha contra el sionismo a través de mi evolución como músico. Analizaré mi lucha con la música árabe. Trataré de dar más detalles retrospectivos sobre el papel que ha ejercido la música sobre mi conocimiento del mundo que me rodea. Hasta cierto punto, ésa es la historia de mi vida hasta la fecha (al menos de una de ellas).

Crecí en Israel en una familia laica bastante sionista. Mi abuelo fue un veterano terrorista poético y carismático, un ilustre ex comandante de la organización terrorista de derechas Irgún. Debo admitir que tuvo una enorme influencia sobre mí en mi primera infancia. Su odio hacia cualquier cosa que no fuese judía fue un estímulo muy importante. Como odiaba a los alemanes no permitió que mi padre comprase un coche alemán. También despreciaba a los británicos por haber colonizado su «tierra prometida». Supongo que no detestaba a los británicos tanto como a los alemanes, porque sí permitió que mi padre condujese un viejo Vauxhall Viva. Estaba también muy enojado con los palestinos por el hecho de que viviesen en la tierra que, según él, les pertenecía a él y a su pueblo. A menudo solía decir sobre los palestinos: «Con tantos países como tienen estos árabes, ¿por qué han de vivir exactamente en donde nosotros queremos vivir?». Pero a quienes más odiaba mi abuelo era a los judíos izquierdistas. Sin embargo, debo mencionar que como los izquierdistas judíos nunca han producido ningún automóvil, esta aversión específica no llegó nunca a crear un conflicto de intereses entre él y mi padre. Dado que admiraba a Zeev Jabotinsky (el primer comandante del Irgún), era obvio que mi abuelo se dio cuenta de que la filosofía izquierdista y el sistema de valores judío eran una contradictio in terminis. Siendo como era un veterano terrorista de derechas y un orgulloso judío tribal, sabía muy bien que el sentimiento de tribu nunca puede hacer las paces con el humanismo y el universalismo. Buen seguidor de su maestro Jabotinsky, creía en la filosofía del «telón de acero». Estaba seguro de que a los árabes en general y a los palestinos en particular había que combatirlos sin miedo y de manera implacable. Le gustaba citar el himno del movimiento juvenil sionista Betar, «erigiremos nuestra raza con sangre y sudor».

Mi abuelo creía en la raza judía y, por eso, yo también creía en mi infancia. Al igual que mis allegados, no veía a los palestinos de mi entorno. Sin duda estaban allí, arreglaban el coche de mi padre a mitad de precio, construían nuestras casas, limpiaban el desorden que dejábamos, colocaban cajas en la tienda de alimentación, pero siempre desaparecían justo antes de la puesta del sol y aparecían de nuevo al amanecer. Nunca alternaban con nosotros. La verdad es que no sabíamos quiénes eran y qué defendían. El sentido de la supremacía era algo consustancial en nosotros, observábamos el mundo a través de lentes racistas, chauvinistas.

A los diecisiete años me estaba preparando para hacer el servicio militar obligatorio. Como era un adolescente robusto, henchido de espíritu sionista y con pretensiones de superioridad moral, estaba destinado a incorporarme a una unidad especial de rescate de las fuerzas aéreas. Pero entonces ocurrió lo inesperado. Durante un programa radiofónico de jazz que transmitían de madrugada, escuché The Master Tapes de Charlie «Bird» Parker.

Me quedé anonadado. Era algo mucho más orgánico, poético, sensible y a la vez salvaje que todo lo que había escuchado antes en mi vida. Mi padre solía escuchar a Bennie Goodman y a Artie Shaw, que eran entretenidos, podían tocar el clarinete, pero Bird era una historia totalmente distinta. Era un espectáculo libidinoso y feroz de ingenio y energía. A la mañana siguiente, en vez de ir a la escuela, me dirigí a todo correr a Piccadilly Record, la tienda de música más importante de Jerusalén. Encontré la sección de jazz y compré todos los LP de bebop que había en los estantes (probablemente sólo dos). En el autobús, de vuelta a casa, me di cuenta de que Charlie Parker era negro. No me sorprendió mucho, pero fue una especie de revelación, porque en mi mundo únicamente los judíos estaban relacionados con algo bueno. Bird fue el principio de un itinerario.

* * *

En aquel tiempo, al igual que mis allegados, yo estaba convencido de que los judíos eran el pueblo elegido. Mi generación creció con la mágica victoria de la Guerra de los Seis Días, estábamos totalmente seguros de nosotros mismos. Como éramos laicos, relacionábamos cada éxito que obteníamos con nuestras cualidades omnipotentes. No creíamos en la intervención divina, creíamos en nosotros mismos. Creíamos que nuestro poderío estaba inmerso en el alma y en la carne hebrea resucitadas. Los palestinos, por su parte, nos servían con obediencia y por entonces no parecía que aquello fuese a cambiar. No daban señales de resistencia colectiva. Sus esporádicos atentados, calificados de «terroristas», nos confirmaban que la justicia estaba de nuestra parte y alimentaban nuestro deseo de venganza. Pero de algún modo, dentro de esta farsa de la omnipotencia, para mi sorpresa aprendí a darme cuenta de que las personas que más me apasionaban eran en realidad un puñado de estadounidenses. Era gente que no tenía nada que ver ni con el milagro sionista ni con mi propia tribu chauvinista y exclusiva.

Dos días después conseguí mi primer saxofón. El saxofón es un instrumento muy fácil para empezar y, si no me creen, pregúntenle a Bill Clinton. Sin embargo, por muy fácil que fuese, tocar como Bird o Cannonball me parecía una misión imposible. Empecé a practicar día y noche y, cuanto más practicaba, más abrumado me sentía ante los logros colosales de esa gran familia de músicos estadounidenses negros, una familia a la que entonces empezaba a conocer con más detalle. Un mes más tarde supe de la existencia de Sonny Rollins, Joe Henderson, Hank Mobley, Monk, Oscar Peterson y Duke , y cuanto más los escuchaba más cuenta me daba de que mi educación judeocéntrica era totalmente errónea. Al cabo de un mes con un saxofón enchufado en la boca mi entusiasmo sionista había desaparecido por completo. En vez de fantasear con pilotar helicópteros en la retaguardia del enemigo empecé a soñar con vivir en Nueva York, en Londres o en París. Lo único que deseaba era una oportunidad para escuchar a los gran del jazz, muchos de los cuales todavía estaban vivos a finales de los setenta.

Hoy en día, los jóvenes que quieren tocar jazz tienden a matricularse en una facultad de música, pero en mi época era muy diferente. Los que querían tocar música clásica iban a una facultad o a una escuela de música, pero los que querían tocar por afición se quedaban ensayando en su casa las veinticuatro horas del día. Además, a finales de los setenta en Israel no había escuelas de jazz y en mi Jerusalén natal sólo había un club de jazz. Se llamaba Pargod y estaba en un antiguo baño turco reconvertido. Cada viernes por la noche ofrecían una jam session y durante mis primeros dos años en el jazz aquellas jams fueron la esencia de mi vida. Literalmente hablando abandoné todo lo demás, sólo me dedicaba a ensayar día y noche preparándome para la siguiente «jam del viernes». Escuchaba música, transcribía en el pentagrama algunos grandes solos, incluso ensayaba mientras dormía. Decidí dedicar mi vida al jazz aceptando el hecho de que como israelí de raza blanca mis oportunidades de alcanzar el éxito eran bastante remotas. Sin darme cuenta entonces, mi naciente dedicación al jazz había sobrepasado mis tendencias sionistas exclusivas. Sin ser consciente, olvidé mi pertenencia al pueblo elegido. Me había convertido en un ser humano ordinario. Muchos años después supe que el jazz fue el camino por el que escapé. Unos cuantos meses bastaron para que me sintiese cada vez menos relacionado con mi realidad circundante, empecé a sentirme miembro de una familia mucho más amplia y más grande, de una familia de amantes de la música, de un grupo de personas adorables preocupadas por la belleza y el espíritu en vez de por la tierra y la ocupación.

Sin embargo, aún tenía que hacer el servicio militar. Aunque generaciones posteriores de jóvenes músicos de jazz israelíes se libraron del ejército y se fueron a Nueva York -la Meca del jazz-, para mí, un joven sionista originario de Jerusalén, dicha alternativa no estaba disponible, ni siquiera se me ocurrió tal posibilidad.

En julio de 1981 me alisté en el ejército israelí, pero puedo decir con orgullo que desde el primer día hice todo lo posible por evitar cualquier llamada del deber. Y no porque fuese pacifista ni porque me preocupase por los palestinos o debido a una pasión latente por la paz: lo hice porque adoraba estar solo con mi saxofón.

Cuando estalló la primera guerra de Líbano ya llevaba un año de soldado. No hacía falta ser un genio para saber la verdad, yo sabía que nuestros jefes estaban mintiendo. Cada soldado israelí se dio cuenta de que aquella guerra era una agresión israelí. Por mi parte, me sentía totalmente ajeno a la causa sionista. Ya no formaba parte de ella. Pero todavía no eran ni la política ni la ética lo que me alienaba de aquel entorno, sino el deseo de estar solo con mi instrumento. Llegar a tocar escalas a la velocidad de la luz me parecía mucho más importante que matar árabes en nombre de la redención judía. Por eso, en lugar de convertirme en un asesino diplomado hice todos los esfuerzos posibles por integrarme en una de las bandas. Tardé unos meses en lograrlo, pero al final atraqué sin peligro en la Orquesta de las Fuerzas Aéreas Israelíes (IAFO).

La IAFO era un ejemplo típico de cambalache social, uno podía ingresar en ella por ser un talento prometedor del jazz o sólo por ser hijo de un piloto muerto. El hecho de que yo fuese aceptado a sabiendas de que mi padre estaba entre los vivos me indicó por primera vez que quizá tenía talento musical. Para mi sorpresa, ninguno de los miembros de la orquesta se tomaba seriamente el ejército. Estábamos todos preocupados por una sola cosa: nuestro desarrollo musical personal. Odiábamos el ejército y no tardé mucho tiempo en odiar también al Estado que tenía un ejército tan grande, con unas fuerzas aéreas tan descomunales que necesitaban una banda de música, la cual me impedía practicar veinticuatro horas al día los siete días de la semana. Cada vez que teníamos que tocar en un evento militar tratábamos de hacerlo lo peor posible para asegurarnos de que nunca volverían a invitarnos otra vez. En la orquesta de IAFO aprendí por primera vez cómo ser subversivo, cómo destruir el sistema para lograr una perfección personal inmaculada.

En el verano de 1984, sólo tres semanas antes de que me licenciaran, nos enviaron a Líbano para una gira de conciertos. En aquellos momentos Líbano era un lugar muy peligroso y el ejército israelí estaba enterrado en búnkers y trincheras para evitar cualquier confrontación con la población local. Al segundo día llegamos a Ansar, un conocido campo de concentración israelí situado en tierra libanesa. Aquel evento cambió mi vida.

Era un día abrasador de principios de julio. Por un camino polvoriento llegamos al infierno en la tierra, un inmenso centro de detención rodeado de alambradas. De camino hacia las oficinas centrales del campamento pudimos ver a miles de prisioneros calcinándose bajo el sol. Es difícil de creer, pero las bandas militares reciben siempre tratamiento de VIPS. Una vez en los barracones del mando nos llevaron a una visita guiada del campamento. Íbamos andando junto a las interminables alambradas y las torres de vigilancia. No podía creer lo que veían mis ojos. «¿Quiénes son esas personas?», le pregunté al oficial. «Son palestinos», dijo. «A la izquierda están los de la OLP y a la derecha los de Ahmed Jibril, que son mucho más peligrosos (el Frente Popular para la Liberación de Palestina), así que los mantenemos aislados.»

Miré a los prisioneros y me parecieron muy diferentes a los de Jerusalén. Los que vi en Ansar parecían disgustados. No estaban derrotados y eran muchos. Conforme avanzábamos a lo largo de las alambradas y miraba fijamente a los prisioneros me di cuenta de algo insoportable: llevaba puesto un uniforme militar israelí. Mientras que pensaba en mi uniforme y trataba de sobreponerme a un profundo sentido de vergüenza, llegamos a una gran explanada en medio del campamento. Nos quedamos allí alrededor del guía oficial, que nos contó más mentiras sobre aquella guerra que combatíamos para defender nuestro refugio judío. Mientras que nos aburría a muerte con embustes irrelevantes observé que estábamos rodeados por dos docenas de bloques de hormigón de un metro cuadrado de base y unos 130 cm de altura. Tenían una pequeña puerta de metal y me sentí horrorizado ante el hecho de que mi ejército pudiese haber decidido encerrar a los perros guardianes en aquellas construcciones durante la noche. Haciendo uso de mi descaro israelí, le pregunté al guía oficial qué eran aquellos horribles cubos de cemento. Respondió con celeridad: «Son bloques de reclusión incomunicada, al cabo de dos días en uno de ellos cualquiera se convierte en un sionista fiel».

Aquello fue la gota que desbordó el vaso. Me di cuenta entonces, ya en 1984, de que mi aventura amorosa con el Estado israelí y el sionismo se había acabado. A pesar de todo, sabía muy poco sobre Palestina, sobre la Nakba o incluso sobre el judaísmo y la judeidad. Únicamente sabía que, para mí, Israel era una mala noticia y no quería tener nada que ver con él. Dos semanas después entregué mi uniforme, agarré mi saxo contralto, tomé el autobús del aeropuerto Ben Gurion y volé en dirección a Europa, donde permanecí varios meses. Estaba disfrutando de la calle. A mis 21 años era libre por primera vez. En diciembre hacía demasiado frío y volví a casa con la clara intención de regresar a Europa.

* * *

Pasaron otros diez años antes de que me fuera posible dejar Israel para siempre. Los utilicé para aprender sobre el conflicto israelopalestino, sobre la opresión. Empecé a aceptar que estaba viviendo en una tierra que pertenecía a otra gente. Empecé a conocer ese hecho pasmoso de que en 1948 los palestinos no se fueron voluntariamente, sino que fueron objeto de una brutal limpieza étnica por parte de mi abuelo y sus compinches. Empecé a darme cuenta de que la limpieza étnica nunca ha cesado en Israel, sólo tomó formas y estilos diferentes. Empecé a reconocer el hecho de que el sistema jurídico israelí se basa en una orientación racial absoluta. Un buen ejemplo era, obviamente, la «Ley del retorno», una ley que invita a los judíos a regresar a su «hogar» después de 2000 años, pero impide que los palestinos regresen a su tierra y a sus pueblos tras 2 años en el extranjero. Durante todo aquel tiempo seguí progresando como músico, me había convertido en un importante músico de sesión y en productor musical. Pero todavía no estaba muy involucrado en ninguna actividad política. Estudié el discurso de la izquierda israelí y me di cuenta de que ésta era un club social en vez de un entorno ideológico motivado por una conciencia ética.

En la época de los acuerdos de Oslo (1994), ya no podía aguantar más. Comprendí que los «esfuerzos de paz» de los israelíes eran un auténtico engaño. No buscaban la reconciliación con los palestinos ni hacerle frente al pecado original sionista. En vez de eso, estaban allí para asegurar la existencia tranquila del estado judío a expensas de los palestinos. El derecho palestino al retorno no era en absoluto una alternativa. Decidí dejar mi hogar, abandonar mi carrera. Lo dejé todo, incluida mi esposa Tali, que se reunió conmigo después. Lo único que me llevé fue mi saxo tenor, mi verdadero amigo eterno.

Me mudé a Londres e hice estudios de postgrado en Filosofía en la universidad de Essex. Al cabo de una semana en Londres me las arreglé para obtener un puesto en el Black Lion, un legendario pub irlandés situado en Kilburn High Road. En aquel momento no comprendí la suerte que tenía. No supe lo difícil que es que a uno lo contraten en Londres. A decir verdad, aquello fue el origen de mi carrera internacional como músico de jazz. Al cabo de un año era muy popular en el Reino Unido tocando bebop y post bop. Tres años después estaba de gira con mi banda por toda Europa.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que empezara a sentir un poco de nostalgia. Para mi sorpresa, no fue Israel lo que extrañaba. No eran Tel Aviv, Haifa o Jerusalén. En realidad añoraba Palestina. No añoraba al taxista descortés del aeropuerto Ben Gurion o un centro comercial en Ramat Gan, sino el humus de Yafo en las calles Yesfet y Salasa. Eran los pueblos palestinos desplegados sobre las colinas entre olivos y nopales sabbar. Me di cuenta de que siempre que sentía el deseo de volver a mi tierra terminaba en la londinense Edgware Road pasando la tarde en un restaurante libanés. Sin embargo, una vez que empecé a exponer públicamente mis ideas sobre Israel, pronto tuve claro que para mí Edgware Road era lo más cerca de mi patria que alguna vez podría estar.

* * *

He de admitir que en Israel no estuve nunca interesado en la música árabe. Los colonos supremacistas nunca se interesan por la cultura autóctona. Siempre me ha gustado la música folclórica. Ya me había hecho un hueco en Europa como intérprete destacado de klezmer. Con los años empecé a tocar música turca y griega. Sin embargo, pasé por alto la música árabe y, sobre todo, la música palestina. Una vez en Londres, en aquellos restaurantes libaneses, empecé a darme cuenta de que nunca había analizado la música de mis vecinos. Lo más preocupante era que la había ignorado, a pesar de que la oía constantemente. Estaba por todas partes, pero nunca la escuchaba. Estaba en cada esquina de mi vida, la llamada a la oración de las mezquitas sobre las colinas. Um Jaltum, Farid El Atrash, Abdel Halim Hafez estaban en la calle, en la televisión, en los pequeños cafetines del barrio antiguo de Jerusalén, en los restaurantes. Estaban por todas partes, pero yo los había descartado irrespetuosamente.

Con treinta y pocos años y fuera de mi país me sumergí en la música autóctona de mi patria. No fue fácil. Fue casi impracticable. Mientras que el jazz era fácil para mí, la música árabe se me resistía. Ponía la música, tomaba el saxofón o el clarinete, trataba de imitarla y sonaba falso. Pronto me di cuenta de que la música árabe era un lenguaje totalmente distinto. No sabía por dónde empezar y cómo encararla.

La música de jazz es un producto occidental. Nació en el siglo XX y se desarrolló en los márgenes de la industria cultural. El bebop, la música con la que crecí, está hecha de fragmentos musicales relativamente pequeños. Las melodías son breves porque tenían que caber en el formato de los discos de los años cuarenta (3 minutos). La música occidental puede transcribirse fácilmente en el lenguaje visual del pentagrama con las notas y los acordes habituales.

El jazz, al igual que cualquier otra forma de arte occidental, es parcialmente digital. La música árabe, por otro lado, es analógica, no se puede transcribir. Si se transcribe, su autenticidad desaparece. Había alcanzado por fin la suficiente madurez humana para enfrentarme a la música de mi patria, pero mis conocimientos musicales se interponían en mi camino.

No podía comprender qué era lo que me impedía dominar la música árabe. No podía comprender por qué no sonaba bien. Pasaba mucho tiempo escuchando y ensayando. Pero no sonaba bien. Con el tiempo, los críticos musicales de Europa empezaron a apreciar mi nuevo sonido, empezaron a considerarme como un nuevo héroe del jazz que había cruzado la línea divisoria y como un experto en música árabe. Yo sabía que se equivocaban, pues por mucho que tratase de cruzar esa frontera notaba fácilmente que mi sonido y mi interpretación eran ajenos al auténtico color árabe.

Pero entonces descubrí un truco fácil. En mis conciertos, cuando trataba de emular el sonido oriental, cantaba primero una estrofa que me recordase el sonido que ignoré en mi infancia, trataba de recordar los ecos del almuecín adentrándose a hurtadillas por nuestras callejuelas desde los valles de alrededor. Trataba de recordar el sonido asombrosamente obsesivo de mis amigos Dhafer Youssef y Nizar Al Issa. Escuchaba la voz baja y persistente de Abel Halim Hafez. Al principio, sólo cerraba los ojos y escuchaba mi oído interior, pero sin darme cuenta empecé a despegar los labios y a cantar cada vez más fuerte. Supe entonces que si cantaba con el saxofón en la boca obtendría un sonido muy cercano al de los cornos de metal de las mezquitas. Al principio traté de acercarme lo más posible al sonido árabe, pero llegó un momento en que me olvidé de lo que estaba tratando de lograr; empecé a divertirme.

El año pasado, mientras grababa un álbum en Suiza, supe de repente que mi sonido árabe ya era lo bastante bueno como para no avergonzarme más. Al escuchar algunas tomas en la sala de control supe que los ecos de Jenín, Al Quds y Ramalá surgían con naturalidad de los altavoces. Traté de preguntarme a mí mismo qué había ocurrido, por qué de repente empezaba a parecer genuino. Me di cuenta de que había abandonado la primacía del ojo para regresar a la primacía del oído. Ya no buscaba inspiración en el pentagrama, en las notas musicales o en los acordes. En vez de eso, estaba escuchando mi voz interior. La pelea con la música árabe me recordó por qué empecé a tocar música en primer lugar. Al final del día escuché a Bird en la radio en vez de verlo en MTV.

Me gustaría terminar esta charla diciendo que ya va siendo hora de que aprendamos a escuchar a la gente que queremos. Ya va siendo hora de que escuchemos a los palestinos en vez de seguir lo que dicen algunos deteriorados libros de texto. Ya va siendo hora. Sólo en fechas recientes comprendí que la ética entra en juego cuando los ojos se cierran y los ecos de la conciencia forman una melodía interior. Empatizar es aceptar la primacía del oído.

* * *

Epílogo: Gilad Atzmon o La redención del exiliado

Desde que hace algunos años conocí a Gilad Atzmon con motivo de una larga entrevista que le hice estoy convencido de que este hombre escucha al mundo con los oídos de un artista. No fue casualidad si lo titulé La belleza como arma política, pues tanto de su música como de sus escritos emana siempre una profunda y sublime poesía, incluso si tratan -como suele suceder- de la perenne tragedia palestina causada por Israel. Este artículo, que es la elaboración detallada de una charla que pronunció recientemente en Brighton (Reino Unido), no es un excepción a esta regla, pero en lugar de tratar el argumento desde un punto de vista externo -técnica literaria que establece una distancia y lo «enfría»- aquí el ex israelí Atzmon asume el doloroso papel de sujeto que se sitúa en medio de la acción para contarnos su propio itinerario desde el infierno racista del estado sionista, donde nació, hasta la única salida ética que le quedaba cuanto escuchó la luz a través del milagro de la música: el exilio voluntario. Exile, como ya bien saben los lectores informados sobre este gran jazzman, es uno de sus álbumes más hermosos. Pero para mí es también el argumento principal de este artículo. No es cosa del azar si otros israelíes tan honrados como Ilan Pappe han escogido asimismo el exilio -al igual que hizo Atzmon- como única manera de redimirse de la vergüenza de pertenecer a un Estado que trata a la población autóctona como si fueran bestias despreciables. Pero el relato de Atzmon tiene una ventaja adicional -por lo menos para los melómanos- y es la sutil narración de su despertar de la culpable pesadilla israelí en que estaba sumergido, proceso que le permitió liberarse mediante su renuncia a la israelidad, y todo ello gracias al arte de Charlie Parker. El arte es el vaso comunicante que une a Parker y Atzmon. Pero hay más: el hecho de que Parker fuese negro -una raza tan despreciada por los colonialistas de siempre como hoy lo son los palestinos por parte de los sionistas- sirve simbólicamente el propósito de la redención de Atzmon: para él, aceptar la causa de la música negra fue como matar dos pájaros de un tiro, pues significó que simultáneamente aceptaba la causa de la liberación del pueblo palestino a través del activismo político. Textos como éste, escritos por personas como Atzmon que han decidido integrarse en la humanidad sin discriminaciones tribales y que se definen como ex sionistas, nos ayudan a mantener la esperanza de que un día la tierra de Palestina se verá libre de esta plaga racista posmoderna que es el sionismo y de que todos sus habitantes vivirán en paz con independencia de su religión o su identidad étnica.- Manuel Talens

Fuente: http://peacepalestine.blogspot.com/2008/01/gilad-atzmon-primacy-of-ear.html   

Gilad Atzmon es músico, escritor y activista político ex judío. Nacido en Jerusalén, se considera a sí mismo palestino de lengua hebrea. Vive en Londres. Su último trabajo musical se titula Refuge y su última novela My One and Only Love, de próxima publicación en español. Su sitio web es http://www.gilad.co.uk/.   

Manuel Talens es escritor y traductor español, miembro de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala. Su última novela se titula La cinta de Moebius (Alcalá Grupo Editorial). Su sitio web es http://www. manueltalens.com /.