A principios de siglo, dos cosas me llamaban la atención de mis nuevos estudiantes en Georgia y luego en Pensilvania. Primero, la fe como principal instrumento de juicio. Lo segundo se refería a un sobreentendido: cada vez que los estudiantes leían una obra de ficción, sus análisis consistían en deducir qué había querido decir el autor y qué quería que sus lectores hicieran.
Una vez perdí la paciencia: “No sabemos qué estaba pensando el autor mientras escribía esta obra, pero es muy probable que le importase un carajo lo que pudiésemos pensar nosotros; ahora, si le importaba, igual podemos leerlo sin que nos importe”. El arte (como la ciencia desde otro punto de vista) explora, expone la infinita complejidad humana, incluidos los conflictos morales y políticos, pero no tiene por qué ser un texto religioso, moralista o proselitista.
Ambas actitudes intelectuales debían proceder del entrenamiento de los lectores, de los individuos en las iglesias a la que casi todos asistían cada domingo desde niños. En el caso de un texto como la Biblia, el Corán o la Torá, es razonable pensar que los lectores busquen “lo que quiso decir el autor” y “qué quiere él de nosotros”―y que se odien unos a otros por las interpretaciones.
Este entrenamiento intelectual debió migrar de las iglesias hacia la política e intenta hacerlo ahora a la educación con todo tipo de leyes aprobadas para limitar la libertad de cátedra en nombre de la libertad.
¿Cómo se entiende esta contradicción? De la misma forma, el sistema esclavista combinaba el amor cristiano y la explotación de millones de hombres y mujeres condenados por el color de su piel. Si consideramos que las modernas corporaciones son la continuidad de los amos esclavistas y los trabajadores que se alquilan por un salario son casi una copia de los esclavos indenture del siglo XIX, la transición a un Jesús capitalista y protector de los millonarios es un proceso simple y hasta natural.
Hay dos motores culturales: uno es la cultura consumista que procede del capitalismo corporativo y el otro es la tradición religiosa que le exige fe incondicional al creyente―al consumidor, al votante. Alguien podría decir que cristianismo y capitalismo son contradictorios y, si vamos a los orígenes, lo es. Sin embargo, ambos han funcionado de la mano. El casamiento entre política y religión se ha dado siempre a lo largo de la historia. La lógica radica en que las elites en el poder, quienes dominan la economía y las finanzas, deben administrar también la política, y sin una gran narración ese dominio es muy frágil y limitado. A diferencia de un cuento, de una novela o de una obra de teatro, es una ficción que pretende no serlo.
Cuando aparece una narrativa que diputa una hegemonía, inmediatamente es demonizada, por lo general invirtiendo realidad y ficción a conveniencia. Si los estudiantes universitarios se encuentran embrutecidos por la propaganda corporativa y consumista, embrutecidos por la indiferencia hacia lo que llamamos “la cultura radical”, ¿qué esperar del resto de la población?
Este fenómeno pudo haber nacido en Estados Unidos, como muchos otros tics culturales, pero es fácilmente observable en otras regiones del mundo. Bastaría con mencionar un ejemplo: se acusa de gramscianos a los profesores de izquierda como si su objetivo fuese derrocar todo un sistema inoculando ideas en la juventud. De la misma forma, se acusa a los marxistas de “promover la lucha de clases”. Esto es el resultado de la falta de una cultura mínima y una abundancia de medios. Los influencers, resultados de esta fórmula (medios ricos, contenidos pobres) ahora devenidos en políticos, necesitan teléfonos de cinco cámaras para grabar su vacío interior.
Gramsci explicó la importancia de los medios en la consolidación de la ideología dominante. Es decir, lo que es. Lo que existe, en una sociedad capitalista (la creación de “sentido común” de la clase dominante). Antes, Marx explicó la dinámica del conflicto de clases (más materialista, menos gramsciano). Es decir, lo que es. Lo que existe, en una sociedad capitalista. La aceleración del proceso natural de las contradicciones capitalistas fue una idea de Lenin y del bolchevismo, luego adaptada por Ernesto Che Guevara al contexto de una larga tradición de muchas dictaduras militares y de algunas democracias bananeras en América Latina.
Recientemente, en una clase sobre los años 50 en América Central y el Caribe, noté que ninguno de mis estudiantes tenía alguna idea de qué es eso del marxismo. Me tomé quince minutos para ensayar una introducción básica sobre el materialismo dialéctico que explica diversos procesos históricos en Estados Unidos, el comunismo como etapa previa del anarquismo, etc.
Al terminar mi resumen noté que nadie se atrevía a preguntar más, como si hubiesen sido obligados a participar de una sesión con el demonio. Unos cuantos teléfonos me apuntaban. Nunca sabré qué uso le habrán dado, pero espero que hayan aprendido algo. Recordé lo que hace un par de años un general estadounidense (Mark Milley) dijo en el Congreso donde declaraba: “He leído a Mao Zedong. He leído a Karl Marx. He leído a Lenin. Eso no me hace comunista”. Recordé que una de las primeras aproximaciones que tuve del pensamiento marxista fue en la Facultad de Arquitectura de Uruguay. El profesor de economía, Claudio Williman, era un abogado experto en marxismo. No era marxista sino un político del Partido Blanco, el partido conservador de Uruguay. Ahora, gente así está demonizada, paradójicamente en lo que se llama democracia. En Estados Unidos hay que ir a alguna universidad especializada en estos temas para aprender sobre un clásico de la economía mundial.
A eso se ha reducido la educación: no pocos tienen miedo de leer algo que pueda hacerles temblar la fe. De ahí tantas prohibiciones de libros y de cursos de historia no oficial por parte de los libertarios. Aquellos que intentan ver el mundo desde un ángulo diferente son acusados de enemigos de la libertad.
Recientemente, la profesora Brooke Allen publicó en el WSJ un artículo sobre sus clases en una prisión. Luego de lamentarse por el nivel intelectual de la nueva generación de estudiantes universitarios, escribió: “[Los presos] contrastan con los estudiantes universitarios de hoy. Estos hombres leen cada tarea dos o tres veces antes de ir a clase y luego toman notas. Algunos de ellos han estado encarcelados durante 20 o 30 años y no han parado de estudiar (…) Una gran proporción de ellos son negros y latinos, y aunque no les gusten las ideas sobre la raza de David Hume o de Thomas Jefferson, quieren leer a esos autores de todos modos. Quieren participar de la conversación centenaria que ha producido nuestra civilización”.
Los prisioneros están afuera, en la prisión sin muros.
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