Las calles de East New York* están bordeadas de peluquerías y tiendas de frutas y verduras y, dentro de poco, de un gran complejo de oficinas. La autoridad municipal neoyorquina planea una intensa remodelación de la zona que rodea la estación de metro de Broadway Junction en Brooklyn, y el espacio de oficinas es un […]
Las calles de East New York* están bordeadas de peluquerías y tiendas de frutas y verduras y, dentro de poco, de un gran complejo de oficinas. La autoridad municipal neoyorquina planea una intensa remodelación de la zona que rodea la estación de metro de Broadway Junction en Brooklyn, y el espacio de oficinas es un elemento central del plan de revitalización. «Traer espacios de oficinas modernos a East New York ayudará a impulsar su desarrollo como plataforma de creación de empleo y atraerá cientos de nuevos puestos de trabajo del sector privado al barrio», he declarado el presidente de la Corporación de Desarrollo Económico, James Patchett. Es una canción que los neoyorquinos se saben de memoria.
Hace 25 años, los orígenes ocultos de la adicción neoyorquina por los edificios de oficinas fueron destapados por el periodista de izquierda Robert Fitch en su clásico libro The Assassination of New York. Fitch denunció que Nueva York tuvo en su tiempo una economía industrial diversificada y era por tanto un lugar en el que gente de todas las clases sociales podían permitirse vivir y trabajar. Sin embargo, a lo largo de siglo XX, las élites de la ciudad la desdiversificaron… a propósito. Las industrias fueron sustituidas por oficinas y comercios con el objetivo de revalorizar el suelo. ¿Por qué? Porque las élites de la ciudad eran las propietarias de los terrenos.
Nueva York era un lugar en que vivían pescaderas, costureras y estibadores a tiro de piedra de los Rockefeller. Los ricos custodiaban celosamente sus instituciones patricias para evitar a los intrusos proletarios, pero seguían prefiriendo vivir en Nueva York, dice Fitch, porque era un lugar lleno de energía y culturalmente vibrante.
Aun así, las élites de la ciudad se pusieron de acuerdo en la década de 1920 para urdir un plan de expulsión de la clase obrera. El factor determinante no fue tanto el puro prejuicio o la discriminación como el afán de lucro: el suelo ocupado por la gente trabajadora tenía un valor potencial enorme, siempre que lo dejaran libre. Un economista que por aquel entonces hablaba en nombre de los Rockefeller, Roosevelt, Morgan, Pratt y varios magnates del ferrocarril y de la banca, lo expresó de esta manera:
Algunas de las personas más pobres viven en barrios bajos ubicados en terrenos muy apreciados. En la patricia Quinta Avenida, Tiffany y Woolworth, una al lado de otra, venden joyas y baratijas de lugares básicamente idénticos… Semejante situación ofende nuestro sentido del orden. Todo parece fuera de lugar. Uno anhela reordenar este batiburrillo y poner las cosas en el sitio que les corresponde.
El plan de 1929 ideado por estos poderosos intereses, encarnados en un organismo denominado Regional Planning Association (RPA), implicó una profunda redistribución de las actividades en Manhattan: el distrito textil, fuera; los mataderos, fuera; incluso el puerto -uno de los mejores del mundo en la época-, fuera. En su lugar iban a ponerse edificios de oficinas y viviendas de alto standing para los profesionales que trabajarían en ellas, que conjuntamente generarían rentas exponencialmente más elevadas para los capitalistas propietarios de los inmuebles, que podrían luego venderlos a precios cada vez mayores.
Este plan no se materializó de buenas a primeras. En efecto, durante más de medio siglo -de 1899 a 1956-, Nueva York hospedó al 15 % de los obreros y obreras fabriles de todo el país. «Entonces, mucho antes de que el país en su conjunto comenzara a verse afectado por la desindustrialización», escribe Fitch, «Nueva York sufrió una grave hemorragia.» En el transcurso de las siguientes dos décadas, la ciudad perdió un cuarto de millón de puestos de trabajo industriales. Mientras tanto, paralelamente a esta expulsión de la clase trabajadora, el valor del suelo en la ciudad aumentó de 20 000 millones a 400 000 millones de dólares.
A finales de la década de 1920, los artífices del plan de la RPA comenzaron a construir bloques de oficinas en el centro de Manhattan a una velocidad vertiginosa. Se vieron obligados a echar el freno durante la Gran Depresión, pero prepararon el terreno desde muy temprano. Por ejemplo, procedieron a la creación de una Comisión de Planificación Urbana, que no sería elegida democráticamente y por tanto no debía tener miedo a contravenir los deseos del público. «El verdadero significado de la Comisión», escribe Fitch, «es que se anticipa a la planificación pública de cualquier organismo electivo responsable… [y] permite a agencias de planificación privadas, como la RPA, e incluso a promotores privados y sus publicistas, fijar el calendario de planificación y condicionar el debate público.»
Esta labor preparatoria vino bien en la década de 1950, cuando capitalistas locales intensificaron sus esfuerzos por desplazar las industrias fuera de la ciudad. Por ejemplo, señala Fitch, los Rockefeller habían amasado un pequeño imperio alrededor del Rockefeller Center cuando se declararon en contra de la presencia de bolsas industriales. Así que respaldaron un estudio de la RPA -realizado con la ayuda de Harvard- que concluía que las condiciones económicas eran favorables a un gran alarde de edificios de oficinas.
Con esta información se formaron nuevos grupos de presión y asociaciones que representaban los intereses de promotores y grandes propietarios inmobiliarios, incluidos los principales bancos. La recién creada Downtown Lower Manhattan Association, por ejemplo, era un «dream team del capital financiero estadounidense», en el que había representantes de Metropolitan Life, Lehman Brothers y Morgan Stanley. El grupo lo presidía el propio David Rockefeller. Poderosas asociaciones como esta también hicieron incursiones en la política, pugnando por «poner las cosas en el sitio que les corresponde», como habían planeado decenios antes.
A mediados de la década de 1950, Nueva York tenía «la cultura industrial más rica y diversa del mundo», afirma Fitch. Su diversidad industrial le proporcionaba flexibilidad y estabilidad, haciendo de ella una ciudad rica que mantenía «todo un abanico de servicios públicos que envidiaba el resto del país y hoy en día nos resulta inimaginable», inclusive una red de universidades con matrícula gratuita y un prestigioso sistema hospitalario. La urbanista Jane Jacobs, quien vivía por entonces en el centro de Manhattan, rindió homenaje a lo que llamó el «ballet de Hudson Street», es decir, la manera en que el barrio bullía de vida a todas horas gracias a la proximidad de las industrias y las viviendas. Las confiterías, lavanderías y «la desconcertante variedad de pequeños talleres» conferían a la ciudad una vitalidad sin parangón. «Tenemos más comodidad, vivacidad, diversidad y posibilidades de elección que las que nos ‘merecemos’ por derecho propio», escribió.
Jacobs se opuso con fuerza al plan, impulsado por Rockefeller, de eliminar el puerto, los mercadillos y los comedores populares, así como todas las industrias locales desde Canal Street hasta Battery. Predijo correctamente que la locura especulativa prevista de construcción de bloques de oficinas significaría el fin del «ballet de Hudson Street» y del Manhattan obrero. Por su parte, Rockefeller prometió que su visión de «grandeza catalítica» dinamizaría el barrio de una manera que los detractores ni siquiera podían imaginar.
Entonces comenzó la reordenación. El puerto fue clausurado y trasladado a Elizabeth, en Nueva Jersey. Las industrias se fueron y con ellas la gente de clase obrera de Nueva York. Quienes se quedaron pasaron de ser trabajadores a pobres. Surgieron edificios de oficinas y empezaron a llegar los profesionales de clase media que residían a las afueras a trabajar en una ciudad en parte ocupada por gente pobre desempleada. En la década de 1970, la ciudad de Nueva York se había transformado.
Capitalismo del desastre urbano
A mediados de la década de 1970, la ciudad se vio sacudida por una crisis financiera, y los promotores vieron otra oportunidad para expulsar a los neoyorquinos de clase obrera. Como documenta Fitch, las élites culparon a la clase trabajadora de la crisis, atribuyendo las penurias financieras de la ciudad a la población dependiente de las prestaciones sociales, especialmente los residentes negros y latinos, a quienes acusaron de agotar supuestamente los recursos del municipio sin aportar nada a cambio. Surgió un nuevo cuento popular: Nueva York estaba desindustrializada y ya no quedaban puestos de trabajo para los obreros. ¿Por qué esa gente no recapacita, reconoce que ya no hay sitio para ella y se va?
Esta maniobra propagandística permitió a las élites matar dos pájaros de un tiro: pretender que no habían generado intencionadamente una crisis de desindustrialización, sino esta había sido simplemente el resultado de procesos económicos naturales, a los que toda persona de clase obrera sensata y digna tenía que adaptarse, y por tanto dejar de subvencionar a las comunidades más duramente golpeadas por la pérdida de empleo industrial. Esto último constituyó la llamada política de «contracción planeada» de mediados de los años setenta, que recortó los servicios públicos (transporte, saneamiento, policía y bomberos) a las comunidades pobres y de clase obrera con el fin de empujarlas fuera de la ciudad. La actitud subyacente a la contracción planeada está muy bien resumida en estas observaciones del entonces jefe de la Administración de Viviendas y Urbanización, Roger Starr:
No deberíamos animar a la gente a quedarse aquí, donde cada día hay menos posibilidades de encontrar trabajo. Evitar que los portorriqueños y los negros del campo sigan viviendo en la ciudad…, revertir la función de la ciudad…, ya no puede ser un lugar de oportunidades… Nuestro sistema urbano se basa en la teoría de tomar al campesino y convertirlo en obrero industrial. Ahora no hay puestos de trabajo industriales. ¿Por qué no hacer que siga siendo campesino?
En aquel entonces, la desindustrialización se había extendido también al cinturón industrial y a otras regiones, de manera que se echó mano de un lenguaje específico para ello. Apareció una nueva narrativa para explicar qué había ocurrido con la vitalidad y diversidad de la ciudad de Nueva York. La culpa la tenían las «fuerzas ineluctables» del mercado: la globalización, la subcontratación, el cambio tecnológico y el «crecimiento» en abstracto, como si el crecimiento fuera tan inevitable e impersonal como la salida del sol.
En realidad, la crisis presupuestaria de la ciudad se debió en parte a las arriesgadas prácticas especulativas del boom inmobiliario y a la total dependencia de un único sector económico. Como explica Fitch, el monocultivo sectorial hace que las ciudades sean lucrativas para los barones de cualquier sector que las domine, pero también las sitúa a merced de los altibajos de tal sector. Fue el caso de Detroit, una ciudad monosectorial, construida alrededor de la industria del automóvil, y cuando esta industria tuvo problemas, la ciudad entera se hundió con ella. Al igual que Detroit, «Nueva York creó una urbe en torno a un único sector económico y pasó de depender peligrosamente de un único producto sumamente cíclico: los edificios de oficinas especulativos».
Las élites neoyorquinas, por tanto, no solo expulsaron a la clase obrera, sino que sometieron a la ciudad a un estado de dependencia permanente de los sectores financiero, inmobiliario y de seguros. «Claro que existen las fuerzas del mercado», escribió Fitch. «La descentralización y la competencia mundial no son mitos. Sin embargo, la súbita destrucción de la prometedora cultura industrial de la diversidad de Nueva York a partir de mediados de la década de 1950, después de medio siglo de estabilidad, no puede explicarse como un proceso objetivo e impersonal.» Las personas que elaboraron los planes urbanísticos que provocaron la expulsión de la industria no eran agentes indiferentes, sino individuos con intereses materiales y una visión específica para proteger y ampliar esos intereses a expensas de los demás habitantes de la ciudad.
A medida que la gentrificación avanza en una ciudad tras otra y sigue descubriendo nuevas expresiones en Nueva York, la imaginamos cada vez más como una secuencia de acontecimientos inevitables. Con ello, asumimos el cuento de la «contracción planeada» que dice que la clase obrera debe hacer de oráculo del mercado, detectando tendencias si es lista o por lo menos siguiendo a los puestos de trabajo a dondequiera que vayan. Olvidamos que las tendencias económicas no son simples abstracciones; son acciones, también, puestas de manifiesto por personas reales con planes concretos.
Pero del mismo modo que los planes de las élites pueden ser imaginados, también pueden ser detenidos en seco.
Nota de Rebelión:
* East New York es un barrio de Brooklyn, Nueva York.
https://www.jacobinmag.com/2018/01/new-york-gentrification-real-estate-deindustrialization
Traducción: Viento Sur