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La «radicalización» terrorista de los hermanos Tsarnaev: Ojo por ojo

Fuentes: Counterpunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

¿Dónde, cómo, cuándo, por qué y por quién se «radicalizaron» los hermanos Tsarnaev? Estas son las preguntas que el periodismo de los principales medios plantea y se esfuerza en contestar. Pero uno de los antónimos de «radical» -«superficial»- describe bien este enfoque.

Dejemos a un lado el hecho de que la «radicalización» es un concepto vago e inútil sin ningún contenido definido moral o político, y que muchos de nosotros nos hemos radicalizado respecto a diversas cuestiones de forma apropiada y positiva. En la década de 1960, hubo una especie de «radicalización» que estaba en función de la conciencia política y de la decencia. (Lo que era «radical» entonces -la oposición a la Guerra de Vietnam, el apoyo al Poder Negro, la liberación de la mujer, los derechos de los homosexuales-, está prácticamente hoy fuera de toda discusión.) El uso que se hace del lenguaje (izquierdista, marxista, antiimperialista) es un insulto para radicales como yo mismo y presupone implícitamente una «moderación» colaboracionista como norma deseada. Pero el principal problema de este enfoque es que confunde la verdadera cuestión: ¿Cómo fue que los hermanos Tsarnaev llegaron a creer que estaba bien matar civiles al azar?

No deberías matar, pero…

Para la mayoría de la gente resulta difícil de entender. ¿Hay algo más fundamental para el contrato social subyacente en la sociedad humana que la norma de «No matarás»? El principio está consagrado en todos los códigos de leyes y tradiciones religiosas. Sin embargo, esas mismas tradiciones permiten excepciones, incluso las ordenan en ocasiones.

Las mismas Leyes de Moisés que afirman «No matarás» exigen la ejecución de adúlteros (Deuteronomio 22:22) y de cualquier hombre «que yazga» con otros hombres (Levítico 20:13). O peor aún, el mismo Dios que establece la ley ordena a su Pueblo Elegido que aniquile a pueblos enteros. Obliga al líder hebreo Josué a ejecutar la «maldición de la destrucción» contra la ciudad de Jericó: «Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, incluso los bueyes, las ovejas y los asnos, matarlos a todos» (Josué 6:21). El Dios del Universo ordena al Rey Saúl que castigue a los amalecitas por los hechos de sus antecesores: «Ahora, ve y aplasta a Amalec: ponle bajo la maldición de la destrucción con todo lo que posee. No le evites nada, mata a hombres y mujeres, a niños y lactantes, a bueyes y ovejas, camellos y asnos» (Samuel 15:3).

Uno podría seguir adelante con citas de ese tipo, pero no quiero referirme únicamente a la tradición judeo-cristiana (o a la tradición judeo-cristiana-islámica, ya que estas tres fés abrahamicas recurren todas a los mitos y valores del Antiguo Testamento). Los códigos morales de los paganos prohibían de forma similar matar pero con diversas excepciones. Los vikingos tenían duras leyes contra el homicidio dentro de sus propias comunidades. Pero cuando salían a atacar las costas de Bretaña, Irlanda o Francia, no tenían reparo alguno en matar al azar. Hacer el vikingo era tomarse un respiro de la moral normal practicada alrededor de los fiordos.

La moralidad interna habitual contrastaba con la moralidad que se aplicaba a los de fuera. Esto quedó muy bien ilustrado en 1944 cuando el 13% de la gente encuestada en EEUU declaraba que las tropas estadounidenses deberían «matar a todos los japoneses». En sólo una noche, en marzo de 1945, las fuerzas de EEUU mataron a 100.000 hombres, mujeres y niños en Tokio mediante bombardeos convencionales. Esa era la calculada intención; el General Curtis LeMay alardeó de su deseo de «quemar, hervir y cocinar hasta la muerte» a innumerables japoneses. (LeMay llegó a convertirse en el candidato a la vicepresidencia de la lista encabezada por el gobernador segregacionista por Alabama George Wallace). Las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki mataron a más 200.000 seres. Quienes ordenaron los ataques pudieron justificar en sus propias mentes que se inflingiera dolor deliberadamente. Truman no sintió escrúpulo alguno por arrojar bombas sobre los bebés. ¿Por qué no?

Porque ellos nos atacaron. Por esa razón, ¿se merecen ellos que les bombardeemos?

Seguramente que había otros factores en juego, y no era precisamente el racismo el de menor importancia, que ayudan a explicar también la muerte masiva de civiles en las guerras coreana, vietnamita, afgana e iraquí. Mi opinión es que la noción de culpa colectiva justificó, y continúa justificando, las carnicerías perpetradas al azar.

Esta disposición a confundir civiles con militares, culpables con inocentes en virtud del nacionalismo, y a matar a «hombres y mujeres, jóvenes y viejos», es un rasgo de la mentalidad terrorista. Estamos acostumbrados a asociarla con «militantes islamistas» o «extremistas musulmanes». Algunas personas la asocian con el Islam en general, aunque uno busque en vano en el Corán relatos de genocidios ordenados por la divinidad como los que aparecen en la Biblia. Pero, ¿cuántos civiles inocentes han muerto en los ataques terroristas de musulmanes a lo largo del pasado siglo y cuántos a causa de las bombas estadounidenses y de los escuadrones de la muerte apoyados por EEUU?

¿Por qué los Tsarnaev llegaron a pensar que matar era justo?

Dzhokhar Tsarnaev ha declarado ante sus interrogadores que él y su hermano se sintieron impulsados a colocar las bombas en el Maratón de Boston como consecuencia de las guerras de EEUU en Iraq y Afganistán. No es sorprendente que ese fuera el catalizador. Un estudio de 2003 encargado por las Naciones Unidas halló que la «Guerra contra el Terror» había servido en realidad para aumentar el terrorismo. Gareth Evans, ex ministro de exteriores de Australia y director del International Crisis Group, señalaba lo mismo en 2004: «La amarga verdad es que el resultado neto de la guerra contra el terror, al menos hasta ahora, ha sido más guerra y más terrorismo». Una Estimación de la Inteligencia Nacional, en 2006, en representación del consenso de todas las dieciséis agencias de inteligencia estadounidenses, afirmaba que la guerra de Iraq «había empeorado el problema global del terrorismo».

Algunos se convirtieron en «terroristas» (o, en algunos casos, decidieron tomar las armas contra los ocupantes e invasores estadounidenses, a quienes Washington y el Pentágono podían considerar como terroristas -o «combatientes ilegales»-, aunque deberíamos sentirnos libres de cuestionar esas designaciones) porque un ser querido pereció en un ataque de los aviones no tripulados o fue torturado durante los interrogatorios. Se sienten motivados por el honor y la venganza personal. Otros se consideran correligionarios de los musulmanes masacrados en cualquier lugar y están dispuestos a escuchar la llamada a la yihad en algún país lejano. Otros optan por dar rienda suelta a su furia haciendo estallar a gente al azar en lo que consideran el vientre de la bestia.

Imaginemos que los hermanos Tsarnaev estaban en efecto indignados por los hechos que suelen ofender a mucha gente normal. Imaginemos que ambos llegaron a considerar la guerra en Iraq, que se propagó a partir de 2003 (cuando los chicos tenían 9 y 16 años) hasta 2011 (cuando tenían 16 y 24), por lo que realmente fue: una guerra basada en mentiras que asesinó a más de 100.000 civiles. Una horrenda guerra criminal de espeluznantes y duraderas consecuencias por las que nadie ha sido juzgado ni rendido cuentas.

Sin duda que vieron las repugnantes fotos de las humillaciones y torturas de los prisioneros musulmanes en la prisión de Abu Ghraib en Bagdad hechas públicas en 2004. Esas fotos pudieron hacer fuerte mella en unos chicos de nueve y dieciséis años. Quizá aprendieron que ese trato dado a los prisioneros musulmanes, la mayoría de ellos sin acusación alguna y completamente inocentes, era la típica conducta seguida también en Bagram, en Afganistán y en Guantánamo. Uno puede imaginar sentimientos variados de indignación.

Quizá vieron el video del tiroteo efectuado desde la cabina del piloto del helicóptero Apache en uno de los ataques sobre las calles de Bagdad en 2007, dado a conocer por WikiLeaks en 2010, que mostraba a los pilotos y a la tripulación de tropas de tierra discutir despreciativamente la matanza de una docena de hombres iraquíes inocentes, entre ellos dos empleados de Reuters . «¡Vamos a disparar!», grita alguien pidiendo permiso para disparar en el momento en que una furgoneta se detiene. El tiroteo prosigue, hiriendo a dos niños a los que se llevaba al colegio. «Bien, la culpa es de ellos por meter a los niños en una batalla», dice un piloto.

Tal vez se sintieron indignados, como cualquier persona decente normal, ante la sed de sangre de los pistoleros (quizá reafirmados en la falsa creencia de que estaban vengando a las víctimas del 11-S). Esa misma indignación habría sido completamente apropiada, ¿no creen?

¿Quién es un civil inocente?

Por supuesto, deberíamos distinguir entre los responsables de todos esos crímenes y la gente de este país, como Vd. y como yo. Esa es en efecto nuestra premisa al preguntar: ¿qué pasó para que esos jóvenes empezaran a pensar de forma diferente?

Pero la distinción entre el régimen culpable y la «gente inocente» de EEUU se enturbia bastante cuando lees encuestas que muestran, por ejemplo, que el 42% de la gente en EEUU pensaba el pasado mes de marzo que la Guerra de Iraq «no fue un error», mientras (sólo) el 53% pensaba de otra manera. Y el 42% de la población adulta estadounidense son aproximadamente cien millones de personas. Sus opiniones no deberían condenarles; están en cualquier caso y en gran medida moldeadas por los medios de comunicación de masas, los púlpitos de expresión y su propia ignorancia. Pero el hecho de que haya tanto apoyo popular en un momento determinado ante las atrocidades de EEUU entre la gente de este país (¡y en algunos momentos ese apoyo es abrumador!) debe hacer que en el mundo mucha gente se cuestione la presunción de nuestra inocencia colectiva.

¿Por qué los estadounidenses, se preguntan seguramente, que disfrutan de la «libertad» de participar en elecciones, eligen siempre gente que se dedica a atacarnos, a invadirnos y a bombardearnos? ¿Por qué no les quitan del poder cuando hacen todo eso? ¿Por qué en cambio les vuelven a elegir y no procesan nunca a ningún dirigente por esos crímenes de guerra? Si su gobierno es realmente el «de ellos» -libremente elegido y apoyado-, ¿no son ellos tan enemigos nuestros como sus dirigentes?

(Por cierto, ¿no es también escandaloso que esas encuestas realizadas tras las guerras, incluidas las de Vietnam e Iraq, den siempre al encuestado las dos opciones «error» o «no error»? Se asume así que los responsables de las guerras tenían buenas intenciones. No hay forma de responder: «Creo que fue un crimen calculado». Esto le dice bastante al mundo acerca de la capacidad de EEUU para la autocrítica.)

La distinción entre régimen y pueblo también se difumina cuando lees que el 65% de los habitantes de EEUU encuestados apoyan los ataques con aviones no tripulados que están provocando más terrorismo en Pakistán, Afganistán, Yemen y Somalia. Incluso cuando vas al Parque Fenway en Boston y sólo quieres disfrutar del beisbol, te ves obligado a escuchar los requeridos homenajes a «nuestros héroes», que supuestamente «defienden nuestras libertades», y observar la entusiastica respuesta de la muchedumbre ante cualquier mención de «nuestros hombres y mujeres de uniforme». ¿No puede parecer que a muchos les gusta aplaudir la matanza de inocentes?

¿Y no debe la vista de las multitudes agitadoras de banderas gritando ¡USA! ¡USA! ¡USA!, afirmando de forma agresiva su orgullo por «su» país (uniéndose así implícitamente al 1% que controla de hecho este país) causar escalofríos en la espina dorsal de cualquier persona consciente? Esto, después de todo, suena muy parecido a esto

Uno podría pensar de forma compasiva: «Bueno, esta gente es ignorante, le han lavado el cerebro». O uno podría pensar también: «Esta gente es malvada». Si eres musulmán y formas parte de una comunidad bajo constante vigilancia y sospecha, podrías ver en cada matanza estadounidense de musulmanes, en la que no ha mediado provocación, un ataque contra ti mismo. ¿No es acaso el patriotismo descerebrado estadounidense y el apoyo irreflexivo a cada nueva guerra una amenaza también para uno mismo? ¿Cómo responder entonces?

EEUU respondió al ataque de algunos musulmanes hace doce años atacando a un sinfín de musulmanes que no tenían vinculación alguna con el ataque. La carnicería en marcha en Afganistán no tiene nada que ver con al-Qaida y el 11-S, sino que es más bien un esfuerzo para contener el resurgimiento de los talibanes (que no son y nunca fueron lo mismo que al-Qaida) y las fuerzas alineadas con ellos que luchan para derrocar al muy corrupto e impopular régimen de Karzai impuesto por EEUU. En este esfuerzo, al igual que en Iraq, las fuerzas estadounidenses están asesinando civiles con total impunidad.

La cuestión moral se plantea así: Si George W. Bush pudo asesinar a civiles iraquíes en nombre de combatir el extremismo musulmán, y si Barack Obama puede bombardear inocentes en varios países musulmanes prácticamente a voluntad, ¿por qué no pueden los musulmanes matar a civiles estadounidenses para contraatacar? ¿No es acaso una cuestión «ojo por ojo y diente por diente», como se dice en la Biblia (Éxodo 21:24; véase también el Corán 2:178)? En algún momento, el mayor de los hermanos debió llegar precisamente a esa conclusión.

Uno debería mencionar que hay realmente una diferencia entre la mentalidad tribal del «nosotros frente a ellos» y el principio del «ojo por ojo». Este último al parecer intentaba poner freno a la práctica de la venganza indiscriminada y desproporcionada. En vez de matar a alguien en el pueblo de al lado por la muerte de uno de los tuyos a manos de uno de los suyos, matas a cualquiera y ya estamos en paz. (No quiero hacer una digresión acerca de la ironía subyacente en el hecho de que los dirigentes israelíes contemporáneos, rechazando en efecto el Éxodo 21:24, se jacten de sus deliberadamente «respuestas desproporcionadas» ante cualquier ataque contra ellos. Se esfuerzan en aterrorizar a todos sus enemigos.)

En la historia de la religión, uno ve otra evolución de ese principio del «ojo por ojo» al principio (podría decirse superior) de la misericordia. Así encontramos en el Dhammapada del budismo:

«¿Cómo va a dejar de odiar un hombre si siempre piensa:

‘me maltrató, me hirió, me derrotó, me robó’?

¿Voy a odiarle siempre si él si no es consciente de

‘que me maltrató, me hirió, me derrotó, me robó’?

Sólo hay una ley eterna:

El odio nunca acaba con el odio: sólo el amor lo hace.»

Y, desde luego, se supone que Jesús dijo (Mateo 5:38):

«Has escuchado decir: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo te digo esto: no ofrezcas resistencia ante los malvados. Al contrario, si alguien te golpea la mejilla derecha, ofrécele también la otra…» En la teología de San Pablo, la «Nueva Ley» de la misericordia cristiana sustituye a la «Vieja Ley» de la venganza de la ley mosaica.

Pero esos refinados pensamientos raramente han impactado en la conducta de los estados modernos. En efecto, la norma ha sido: «¿Acaso no es correcto hacer les sentir nuestro dolor matando a sus niños, tan llenos de esperanzas y promesas, destrozando la paz de sus mentes porque viven sus vidas apoyando activa o tácitamente al gobierno que nos ha provocado?» Seguramente que esos eran los sentimientos del General Curtis LeMay cuando emprendió su guerra sin piedad. Pienso que es también así cómo llegaron a sentir los Tsarnaev.

Algunas comparaciones

Las bombas que los hermanos hicieron estallar el 15 de abril mataron a dos mujeres jóvenes y a un niño, ocasionando un desbordamiento nacional de pena e innumerables homenajes a la supuesta valentía de nosotros, los bostonianos, y al heroísmo de la policía local.

Ese mismo día, en Bagdad, según Iraq Body Count, treinta civiles murieron asesinados por coches-bomba y artefactos explosivos improvisados (AEIs) por razones directamente vinculadas con la invasión y la ocupación estadounidenses. En todo Iraq murieron 62 personas por bombas o disparos por las mismas razones, conformando otro típico día en ese asolado país.

El mismo día, nueve civiles afganos fueron asesinados en la guerra civil en marcha provocada por la invasión y la ocupación. Una bomba colocada junto a la carretera mató a siete personas. Cuatro murieron al día siguiente a causa de un AEI. Una semana antes, los ataques aéreos estadounidenses habían matado a 17 civiles, incluidos 12 niños, en la provincia de Kunar; el clamor público obligó a Presidente Karzai a ordenar a las fuerzas especiales de EEUU que salieran de la provincia.

Según la OTAN, de enero a marzo de este año, 475 civiles han muerto en el conflicto afgano. En Iraq, sólo durante el mes de abril han muerto a causa de las bombas o los disparos 561 civiles. Tal es la magnitud del sufrimiento inflingido por el imperialismo estadounidense en sólo esos dos países del mundo musulmán. Mientras, tanto Libia va de mal en peor tras haber sido «liberada» por los bombardeos de la OTAN; Mali está sufriendo las secuelas de la intervención en Libia; Siria e Irán siguen en el punto de mira de EEUU; y en Yemen arde el resentimiento por los ataques con aviones no tripulados (54 ataques sólo en el mes de abril).

Algunos clérigos musulmanes -uno debe hacer hincapié en que son sólo una pequeña minoría- miran todo este panorama y dicen: «EEUU está atacando al Islam. Es nuestra obligación religiosa defender a nuestros hermanos y hermanas. Ya que no podemos derrotar a nuestros enemigos por las vías convencionales, debemos utilizar el terrorismo para hacer que comprendan que su propio terror tiene un precio». Es precisamente ese el sentimiento trasmitido por un poeta hebreo hace dos mil quinientos años, al desahogar su rabia contra los babilonios que habían conquistado y dispersado a su pueblo:

Hija de Babel, condenada a la destrucción

Bendición de nadie

Aquel que te trate como tú nos has tratado,

¡bendito sea quien se apodere de tus bebés

y les estrelle contra una roca!

¿Les dan escalofríos en la espina dorsal? Sin embargo son Escrituras Sagradas, para judíos y cristianos: el final del Salmo 137:8-9. Y encontrarán un sinfín de clérigos-blogueros judíos y cristianos que saltan en su defensa. «Uno de los himnos bíblicos sin igual de todos los tiempos», dice uno. «En ningún sitio dice que Dios apruebe esa petición del salmista», escribe otro, «ni que le satisfaga. Sólo porque se haya recogido que el salmista escribió la imprecación, no significa que Dios la aprobara». Otro escribe: «Ahora el salmista dice que pronto alguien destruirá Babilonia. ¡Tenía razón!» Otros escriben que el poeta está simplemente expresando satisfacción de que la profecía se cumpla.

Ojo por ojo, incluyendo a tu bebé

En realidad, no hay duda de que esto justifica el asesinato masivo, o al menos lo justificó para alguna gente durante un período de tiempo. Es más que «ojo por ojo y diente por diente». Es «el ojo o el diente de cualquiera de tu pueblo , incluyendo a los niños inocentes» o más bien una expresión de la idea de que no hay «inocentes» en este gran conflicto entre el Pueblo de Dios y sus enemigos. No hay un gran salto entre esta mentalidad (enferma) y la de del ocasional imán islámico que describe que cualquiera en este país es un objetivo adecuado.

¿Pero necesitaron los Tsarnaev algún tipo de mentor religioso-político (el misterioso Misha, William Plotnikov, Mansur Nidal, Awlaki) para dar el salto de la mera indignación a estrellar bebés contra la roca? ¿O fue el modelo moral que tenían ya a mano en las guerras basadas en mentiras, en las fotos de Abu Ghraib, en los asesinatos de Blackwater en Bagdad de septiembre de 2007, en el video del asesinato gratuito en Bagdad y en tantos y tantos espantos más?

«Es culpa suya por traer a sus niños», dijo el piloto en el video filtrado, orgulloso de haber liquidado a ocho iraquíes. Tamerlan Tsarnaev, orgulloso de haber matado a tres bostonianos, podría decir precisamente con idéntico grado de legitimidad moral: «¡Es culpa suya por atacar a niños musulmanes!».

No entender esto es invitar a un intercambio inacabable de ojos por ojos y dientes por dientes. Uno siente que esto era lo que Obama bin Laden quería cuando planeó o aprobó los ataques del 11-S. Pensó que EEUU iba a lanzar una cruzada general, incluyendo ataques contra objetivos que no tenían nada que ver con al-Qaida (como Iraq), uniendo por tanto en las hostilidades a más musulmanes. Si provocas más terrorismo, éste responderá del mismo modo, engendrando más en respuesta, etc., polarizando el mundo, trazando una línea cada vez más firme entre Occidente y un Islam reavivado con visiones de un nuevo Califato global. ¿Podría haber él imaginado que dos chicos no creyentes ávaro-chechenos de Kirguisia, que habían crecido en EEUU, se subirían alguna vez a bordo del carro yihadista-terrorista?

Probablemente no le habría sorprendido, suponiendo que el curso de los mismos acontecimientos «radicalizara» a los hasta entonces apáticos muchachos. Una publicación en la red de al-Qaida insta, al parecer, a sus seguidores en los países occidentales a quedarse en casa y actuar en sus propios países. Probablemente, los dirigentes actuales piensan que proezas como la del Maratón agudizarán el sentimiento de «nosotros frente a ellos», producirán reacciones violentas contra los musulmanes, provocando más violencia dentro de líneas de batalla cada vez más claras, allanando el camino a la victoria final. La visión, aunque demencial e imposible, adquiere más resonancia con cada nueva información sobre la muerte de un civil musulmán a manos estadounidenses.

¿Radicalizados aquí o allá? ¿Cuál es la diferencia?

Se supone que Gandhi dijo: «Ojo por ojo hace que todo el mundo acabe ciego». Incluso la más primitiva mentalidad del «nosotros frente a ellos» ha cegado desde siempre a la mayoría de la clase política y a los medios de comunicación dominantes.

Frente a la tragedia de Boston, todo lo que pueden preguntar es: «¿En qué lugar del extranjero se radicalizaron los chicos? ¿O sucedió aquí?». Expresado de otro modo: ¿Fue su decisión de expresar su indignación ante las guerras de Iraq y Afganistán a través del terrorismo un acto implantado en sus mentes por musulmanes con los que se reunieron en el extranjero, en peligrosas mezquitas en Daguestán o Chechenia? ¿O proviene de su propio fracasa para adaptarse a la sociedad estadounidense y del odio hacia este país enraizado en su propia religión hereditaria? De cualquier forma, la cuestión se convierte simplemente en nosotros frente al «Islam radical», dejando a un lado las guerras mencionadas, como si sólo hubieran jugado un papel marginal en la «radicalización» de los chicos».

Los ciegos están guiando a los ciegos. El instinto de George W. Bush el día 11-S fue el de ¡atacar a Iraq! Y declarar una «Guerra indefinida contra el Terror» contra cualquiera que pudiera ser difamado con la acusación de apoyar «terroristas» o perseguir programas de armas de destrucción masiva. No importa que estos fenómenos sean muy diferentes de por sí, o que EEUU apoye a terroristas en ocasiones y mantenga también la mitad del arsenal nuclear mundial. Mientras insistía públicamente en que EEUU no estaba contra el Islam (¡Cielos! ¿Cómo alguien puede pensar eso?), Bush solía ignorar los sentimientos antimusulmanes para reunir apoyos para su guerra contra Iraq, describiendo esa guerra como la respuesta al 11-S.

«O estás con nosotros o contra nosotros», vociferaba, obvia y desvergonzadamente invocando la afirmación de Jesús: «Quien no esté conmigo está contra mí» (Mateo 12:30), para dividir el mundo en dos. Obama no ha dado un solo paso atrás desde ese crudo maniqueísmo. Criticó la guerra de Iraq por ser un «error estratégico», pero no ha cuestionado nunca la moralidad de utilizar la mentalidad del «nosotros frente a ellos» para conseguir apoyos para esa acción criminal. En cambio, alabó a los veteranos de la Guerra de Iraq como «héroes» y se negó explícitamente a ordenar al Departamento de Justicia que persiguiera las acusaciones contra los responsables de una guerra criminal.

Ha apoyado siempre la invasión de Afganistán, intensificándola de forma aguda mientras aterrorizaba al pueblo del vecino Pakistán, haciéndoles colectivamente responsables de ayudar a los talibanes que ahora florecen en ambos países. Está pensando en atacar objetivos en Siria, Irán, quizá Mali, que no suponen más amenaza para Vd. o para mí que las imaginadas armas de destrucción masiva.

Gran parte de la humanidad está viendo todo esto. No está ciega. Se mira con inquietud, cuando no con horror, la escala e impunidad de la violencia estadounidense. Si se radicalizan (de una forma positiva de afirmación de la vida), no es a causa de la religión ni de la pasión por la guerra santa, sino por la natural repulsión del ser humano ante las payasadas macabras de un Cíclope herido, el monstruo de un solo ojo que es el imperialismo estadounidense del siglo XXI.

Gary Leupp es profesor de Historia en la Universidad Tufts y profesor adjunto de Religión Comparativa. Es autor de » Servants, Shophands and Laborers in the Cities of Tokugawa Japan «; » Male Colors: The Construction of Homosexuality in Tokugawa Japan «; e » Interracial Intimacy in Japan: Western Men and Japanese Women, 1543-1900 «. Ha colaborado también en el libro «Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion» (AK Press). Puede contactarse con él en: [email protected]

Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/05/07/the-terrorist-radicalization-of-the-tsarnaev-brothers/