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La república democrática y el poder real

Fuentes: Diario ¡Por esto! (Mérida)

«La clase dirigente de Estados Unidos ha disfrutado de la creencia popular, generalizada en un mito que se ha mantenido a lo largo de casi toda la historia del país, de que vivimos en una república democrática. Nos inculcaron los elementos del mito en las clases de educación cívica en la enseñanza secundaria – elección […]

«La clase dirigente de Estados Unidos ha disfrutado de la creencia popular, generalizada en un mito que se ha mantenido a lo largo de casi toda la historia del país, de que vivimos en una república democrática. Nos inculcaron los elementos del mito en las clases de educación cívica en la enseñanza secundaria – elección de funcionarios por voto de la gente; controles y equilibrios entre poderes legislativos, ejecutivos y judiciales independientes; gradual expansión de derechos a toda la población, y así sucesivamente. «Cuando la vida enseña que estos factores no coinciden con la realidad, son muchas las personas adoptan una posición cínica respecto al asunto, y suponen que, a puertas cerradas, suceden cosas que, por excepcionales, no alcanzan a ser conocidas por la ciudadanía, y eso ocurre porque aún no existe una explicación alternativa coherente sobre de cómo se rige la sociedad burguesa».

Con estos elementos como introducción, el periodista marxista estadounidense Charles Andrews aborda el mito de la democracia burguesa como tema central de un ensayo donde explica la ruta descrita por el sistema político de Estados Unidos desde la década de los años 60 del pasado siglo hasta el presente.

Recuerda Andrews que, en 1960, John Kennedy ganó por estrecho margen la elección presidencial. Los resultados en Illinois fueron cruciales para aquella victoria. La maquinaria política encabezada por el alcalde Daley, de Chicago, hizo que mediante un falso conteo de votos allí se superaran los votos reales del sur del estado. Ni Richard Nixon, rival de Kennedy, ni la élite gobernante en su conjunto, denunció el fraude en la votación. Y mucho menos lo hizo la mayoría de la población, que carecía de elementos para tal reclamación. En 1963 un sector de la Agencia Central de inteligencia (CIA) asesinó al presidente John Kennedy. La clase gobernante entera se movilizó para encubrir el magnicidio mediante el falso informe de la Comisión Warren con la teoría de que Lee Oswald había sido el único autor. Sólo Jim Garrison, fiscal del distrito de Luisiana, desafió esa falsa historia del asesino solitario. Luchó irónicamente por vía judicial, confiando en la democracia burguesa. Una gran parte del público rechazó es versión oficial, pero su incredulidad era pasiva y dispersa entre varias historias falsas, como la que situaba a la mafia como principal fuerza responsable del asesinato. Cuando George McGovern se presentó como candidato a la presidencia en 1972, desesperado por encontrar un compañero de de fórmula, consiguió trabajosamente que el senador de Missouri Thomas Eagleton aceptara la candidatura vicepresidencial en su boleta. Pero resultó que contra Eagleton surgieron acusaciones de que había sido señalado como autor de abusos sexuales a muchachos jóvenes. Ni Nixon, ni la prensa, ni los políticos dijeron entonces una palabra al respecto. Sólo se dio una triste explicación: Eagleton se retiró porque sufrió un repentino ataque depresivo. El vencedor en esa elección, Richard Nixon, aparentemente porque creía tener suficiente poder personal sobre la clase dominante (de la que él era simplemente un miembro prominente más) acusó a las corporaciones de comportarse de manera indignante y la gran burguesía reaccionó provocándole el escándalo Watergate en 1974. En los tres casos anteriores se puso de manifiesto la relativa debilidad de los gobiernos electos por los ciudadanos frente al poder superior, avasallante, de las corporaciones y demás factores que constituyen el poder real.

Ante situaciones de gran complejidad, tanto interna como internacional, el poder real suele dar luz verde a programas extremos que pueden ser incluso en apariencia contrapuestos a los propios pero que, en verdad, están llamados a examinar tolerancias finales en diversas circunstancias. Medidas capaces de hacer compatibles en el imaginario popular la desesperanza estimulada por acciones que interesan a las corporaciones, con acciones que concierten amplio apoyo popular interno y exterior. La aceptación por el poder real de la elección de un Presidente diferente (Barack Obama) fue una buena prueba de ello.

Es obvio que dentro del poder real también actúan fuerzas de diferente modulación y que calculan los riesgos de distinta manera. Por eso, parece, se notan constantes incoherencias en el desarrollo de las políticas del gobierno «democrático» y el poder real en torno a cuestiones tales como las destinadas a salvar al capitalismo y mantener la hegemonía estadounidense.

Nadie podría identificar puntualmente quienes integran el poder real en los Estados Unidos. El poder que nadie elige pero que es en verdad el que decide el curso de los acontecimientos en la nación y que ha sido cabeza mundial desde el desplome de las monarquías coloniales de occidente que desempeñaron ese papel a cara descubierta de sus soberanos.