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Camino a las elecciones catalanas del 27-S

La sociedad civil o el «régimen catalán»

Fuentes: Diagonal

Hay algo que hace a Catalunya completamente distinta al resto de España: Catalunya es una sociedad de clases. Entiéndase, todas las sociedades modernas son sociedades de clases, pero Catalunya lo es en el sentido tradicional e industrial de la palabra, una sociedad amoldada al patrón de su burguesía local, al tiempo que rígidamente segmentada. A […]

Hay algo que hace a Catalunya completamente distinta al resto de España: Catalunya es una sociedad de clases. Entiéndase, todas las sociedades modernas son sociedades de clases, pero Catalunya lo es en el sentido tradicional e industrial de la palabra, una sociedad amoldada al patrón de su burguesía local, al tiempo que rígidamente segmentada. A diferencia de Madrid en el que por debajo de la oligarquía se extiende el puré indiferenciado de las clases medias y de una amplia mayoría proletaroide más o menos excluida; o incluso del País Vasco donde la burguesía de Neguri siempre quiso ser parte de la gran oligarquía española, Catalunya se distingue por algo que apenas existe en otros lugares: una sociedad civil establecida, rica, omnipresente y aparentemente plural.

Sobre la sociedad civil se han escrito muchas y loables chorradas. La máxima, amén de la más corriente, es la que confunde la forma con el contenido; y asimila el concepto a las organizaciones culturales y sociales, sindicales y patronales que NO dependen del Estado. La teoría liberal más tontuna defiende que una sociedad civil desarrollada es la principal garantía de una democracia desarrollada. Digo «tontuna», porque la sociedad civil se debería entender al revés, al modo de Gramsci, como lo que complementa y otorga capacidad de consenso a la sociedad política. De forma muy resumida: el mejor Estado es aquel que no existe, que se confunde con la sociedad civil. Se puede así invertir el orden del democratismo más ingenuo: las sociedades con una sociedad civil desarrollada son más estables, menos conflictivas, más pacificadas. Justamente es este «Estado más allá del Estado» lo que añade efectividad a la dominación política, donde se esconde y a la vez se ratifica el hecho de que haya dominantes y dominados.

Pero ¿vale esto para Catalunya, ejemplo arquetípico de «nación sin Estado»? ¿No sería la sociedad civil catalana un imposible «sin el Estado catalán»? He aquí la paradoja: gracias a la construcción de una extensa sociedad civil, la burguesía catalana ha sabido suplir la ausencia de un Estado con una sociedad-Estado. O en otras palabras, las élites catalanas han conseguido gobernar de facto ese país (la Catalunya-nación con aspiraciones de Estado o de cuasi Estado) por medio de una amplia y extensa «sociedad civil», y esto aun cuando no poseían todas las instituciones de un Estado completo. Así ha sido al menos desde mediados del siglo XIX, desde que la sociedad catalana se partiera en dos (o en tres o en cuatro) dando lugar a alguno de los episodios europeos más abroncados de la lucha de clases.

Traducido a términos más actuales: lo que hoy presenta Mas con su lista Junts pel Sí se podría interpretar como una inversión (muy 15M) de la sociedad civil sobre la sociedad política. Agotada esta última por la escalada de casos de corrupción, el desgaste de llevar a cabo un política de expolio neoliberal (y a favor de las élites catalanas) y una oleada de protestas que se les ha ido demasiadas veces de las manos, la estrategia de Mas ha consistido en poner a la sociedad civil delante de la clase política, una estrategia que no está a disposición de, por ejemplo, la oligarquía española. Paradójicamente también, la exigencia del Estado propio (por timorata y teatral que sea) se ha convertido en solución a la crisis de la sociedad política catalana, esto es, de su clase política.

Se trata de una estrategia brillante y nada fácil de derrotar para aquellos que apuestan por una ruptura en Catalunya (sean o no independentistas). Al igual que la cultura, que sirve para recubrir (y con ello justificar) lo políticamente injustificable, la sociedad civil es per se sinónimo de democracia y de «progresividad». Nadie osa desafiar a la sociedad civil catalana. Y si no, fíjense hacia donde apunta la política de cambio radical en Catalunya. Sus objetivos suelen ser la monarquía, el PP, la banca, España, pero en ningún caso la sociedad civil catalana. Por ese efecto, lo que esta sociedad civil toca (los Mas y Convergència) tienen una suerte bula «radical» que en otros lugares jamás tendrían.

Frente al «efecto hegemonía» de la sociedad civil catalana, no cabe un camino sencillo. Hasta ahora se han vislumbrado (más que probado) dos vías. La primera, la más conocida, es la de las CUP. Llevando un poco más lejos la interpretación, se podría decir que las CUP juegan a «estirar el Estado catalán». De un lado, estiran el soberanismo hasta tratar de reventar los límites de las élites catalanas. De otro, estiran la sociedad civil catalana para recrear por abajo una suerte de contraespejo de la misma. Se trata de un trabajo meritorio y a largo plazo. Las CUP, del mismo modo que los llamados movimientos sociales, reivindican la construcción de ateneus, cooperativas y sociedad de base. Se trata de un tejido social que aunque más plural y complejo que las CUP, tiene en estas y en algunos movimientos su expresión política más acabada. La apuesta parece pasar por una inversión del proyecto de fer país de Pujol, un país hecho desde abajo, por abajo, que trataría de invertir el reflejo de la sociedad civil catalana en una contra-sociedad.

La operación de «estiramiento» no está, sin embargo, exenta de límites y también de riesgos. El más evidente es que este tejido es una alternativa a la hegemonía de las élites catalanas sólo en el caso de que no sea absorbido o no se deje asimilar por la sociedad-Estado, esto es, sólo en el caso de que se constituya como contrapoder. El nacionalismo (aún más que el soberanismo) tiende, sin embargo, a ser disfuncional a la constitución de contrapoderes, y esto precisamente por su estatismo. El nacionalismo (e igual da español, catalán o vasco, dominante o dominado) exige siempre una vinculación con el Estado, con la voluntad de Estado, lo que genera inevitables operaciones de identificación y exclusión interna; y lo que es peor, la asunción de la máquina estatal como algo neutro (algo hasta cierto punto paradójico con su constitución como monopolio efectivo del poder). Esto es lo que la hace incompatible al Estado con la idea de democracia (y contrapoder) en tanto reparto-disolución del poder entre los dominados. Sería largo de explicar, pero podríamos reducir la cuestión al debate reiterado de si el procés es la tumba de las élites catalanas o la vía de su recomposición. Caso de que este último fuera el resultado, y todo apunta a que así será, las CUP serían sólo el ala izquierda de una dinámica en la que definitivamente son un sujeto subordinado.

La otra vía no tiene definición política clara, apenas existe como intuición. Para tratar de entenderla hay que partir de otra distinción. La sociedad civil no es la nación, ese abstracto en que se trata de incluir a todos los que «viven y trabajan en Catalunya», sino algo mucho más reducido. Se podría decir que la sociedad civil catalana es la nación catalana tal cual es, y no tal y como pretende ser. Y esto implica exclusiones y sobre todo grados de pertenencia. Tómese los indicadores que más gusten (abstención electoral, relación con medios de comunicación o la simple observación cotidiana) y se verá que en la sociedad catalana, como en todas las sociedades europeas, existe una inmensa minoría desafecta a casi todos los «rituales de Estado». Esto no tiene nada que ver con el españolismo (por mucho que se quiera vincular con el mismo): existe un amplio sector social que no ha sido alcanzado por ninguna estrategia de integración política, incluida la propia sociedad civil catalana, y que sistemáticamente se expresa con porcentajes de abstención cercanos al 50 %. Sobre su composición se puede decir que es mayoritariamente metropolitana, pobre, de perfil migrante o de hijos de migrantes (aunque ni mucho menos de forma absoluta), heredera de las derrotas históricas de todas las izquierdas, y de una clase obrera hecha trizas y convertida en un deshecho laboral y urbano. ¿A nadie la sorprende que la emergencia política (parcial y delegada pero real) de este sector social en los últimos 30 años haya venido de la mano de un xulo madrileny, de un nuevo Lerroux? Conviene recordar que sin el voto de una parte de ese segmento social no hubiera habido gobierno de Barcelona en Comú.

Si admitimos esta doble vía, sobre la base de un análisis al mismo tiempo social y político (un análisis propiamente de clase) se reconocen dos sujetos. De una parte, aparece una clase media joven, con credenciales universitarias relativamente proletarizada y autoorganizada en las CUP pero también en una pléyade de movimientos sociales de los que ha salido Barcelona en Comú; y, de otra, los «restos del proletariado» que ya no es clase industrial, que apenas tiene inserción en el mercado laboral sino como residuo y que es mayoritariamente desafecto a la política institucional (catalana, española o europea). La gran incógnita de este inmenso espacio social es cuál o cuáles pueden ser sus formas de expresión política, dentro de un marco que puede bascular desde la resistencia de lo que queda del movimiento vecinal hasta el voto a Podemos, pero que para consolidarse requeriría de medios de expresión propios y de formas de organización autónoma. Caso de que se aceptara este marco, la llamada ruptura tomaría formas algo distintas que la independencia de España, con toda su teatralidad y sus efectos de restauración del orden, para anclarse sobre la base de un proyecto político a construir, y cuya base sería lo que con términos viejos llamaríamos una alianza de clases.

Catalunya tiene un mérito indudable y que todos debemos agradecer: ha sido el laboratorio de la crisis del régimen político español. La incógnita que queda por despejar, y es que sin darle una buena patada a la sociedad civil catalana, todo apunta a que será también el laboratorio de su recomposición.

Emmanuel Rodríguez, miembro de la Fundación de los Comunes.

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/panorama/27682-la-sociedad-civil-o-regimen-catalan.html