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La tentación de un estado policía

Fuentes: Rebelión

La tentación totalitaria ha sido recurrente en muchos momentos de la democracia española de después de la dictadura franquista. La utilización de las fuerzas policiales para entablar una guerra sucia contra el terrorismo, la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992, más conocida como «Ley Corcuera» y también llamada «Ley de la patada en la puerta», […]

La tentación totalitaria ha sido recurrente en muchos momentos de la democracia española de después de la dictadura franquista. La utilización de las fuerzas policiales para entablar una guerra sucia contra el terrorismo, la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992, más conocida como «Ley Corcuera» y también llamada «Ley de la patada en la puerta», porque permitía la entrada en los domicilios sin orden judicial, o las embestidas desesperadas de la última etapa de Aznar, utilizando a la policía para acallar las voces que clamaban en la calle contra la guerra de Irak, son algunos ejemplos notorios de la perversa atracción que sienten la mayoría de los gobiernos españoles de utilizar a las fuerzas de orden público como elementos de control social. La población empobrecida por la socialización de las pérdidas, los jóvenes sin futuro o los discrepantes democráticos de distinto signo suelen avivar sus ansias de someterlos con la excusa de garantizar una «paz social» que no pretende otra cosa que apuntalar su tranquilidad y su poder. Y para paralizar las disidencias potencialmente peligrosas para las élites no se duda en ningún momento en echar mano de aquellos medios materiales y humanos que deberían garantizar las libertades públicas. Los manipulan y pervierten en su propio beneficio. Y se legisla entonces -desde la siembra previa del miedo- para conformar una nueva legalidad que se levanta necesariamente sobre la pérdida de derechos y libertades fundamentales. Se trata de vigilar para conseguir la docilidad-utilidad de los individuos tal y como plantea Foucault. Se diseña un «escenario» legal, con la excusa de la defensa de la seguridad -y con la complicidad de los poderes económicos que necesitan sosiego que aliente el consumismo- para conseguir el mayor dominio posible de la sociedad.

El Gobierno de Mariano Rajoy no se ha librado en estos últimos tres años de esas ansias absolutistas y en distintas ocasiones ha legislado en ese sentido amparado en la mayoría absoluta parlamentaria del PP y tampoco ha dudado en tomar atajos peligrosos para las libertades ciudadanas. La Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana (también conocida como la «Ley mordaza»), defendida por el ministro Fernández y aprobada por el rodillo del PP en el Parlamento el jueves pasado, recoge lo peor de las apetencias totalitarias de este ejecutivo. Vuelve a insistir en las entradas y registros sin autorizaciones judiciales previas, en identificaciones a la carta, en controles arbitrarios en la calle, en crear listas negras de «infractores», en sanciones elevadísimas para los manifestantes y los organizadores de las manifestaciones, en dificultar los recursos a las multas con tasas disuasorias carísimas, en castigar a los que obstaculizaran los desahucios, en criminalizar las movilizaciones ciudadanas, en la devolución en caliente de los inmigrantes… Los informes del Poder Judicial, del Consejo Fiscal y del Consejo de Estado, tratando de anticonstitucional la norma o de organizaciones como Amnistía Internacional han conseguido suavizar mínimamente alguna propuesta aislada como la de crear fuerzas de seguridad paralelas a través de las empresas privadas. Desgraciadamente, la Ley mantiene casi todos sus postulados y sigue siendo profundamente dura, reaccionaria y limitadora de libertades. Y eso que las manifestaciones ciudadanas en la calle se han reducido en un 34% en los últimos meses.

Pero no acalla las aspiraciones totalitarias del Gobierno del PP. Hace un par de semanas publiqué en este medio un artículo que titulé «Las cloacas del Estado» en el que señalaba la utilización de los bajos fondos del Estado para acallar las corruptelas de la familia Pujol cuando interesaba encorsetar las veleidades soberanistas catalanas, y para aventarlas cuando interesa ahora combatirlas. Citaba, además, una falsa información fabricada ex profeso desde los alrededores del ministerio del Interior, según distintas fuentes, para atacar directamente al alcalde de Barcelona acusándolo de tener una cuenta en Andorra de más de trece millones de euros. Pero la cosa tiene más enjundia. Según Eldiario.es, desde el año 2012 una unidad secreta de la policía rastrea información comprometedora de políticos independentistas catalanes blanqueando sus resultados en los juzgados a través de la UDEF o filtrándolos a los medios de comunicación en fechas claves para el movimiento separatista. Este grupo operativo y secreto participó -según Maika Navarro, en Elperiódico.com- en las grabaciones de Alicia Sánchez-Camacho y la expareja de Jordi Pujol Ferrusola o en la elaboración de informes sobre Oriol Junqueras o Carod-Rovira, entre otros.

Como escribió Vázquez Montalbán, si el Estado tiene sucios los bajos, acaba teniendo sucio el cerebro. Será por eso por lo que el Consejo de Ministros del pasado día cinco de diciembre aprobó el anteproyecto de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que insiste en las mismas ansias antidemocráticas proponiendo la incomunicación absoluta de los detenidos, que no podrán ni recibir la asistencia de sus abogados, el control remoto de los ordenadores o la intervención por la policía de los correos electrónicos, las llamadas telefónicas y cualquier tipo de comunicación y las grabaciones de imágenes o de audio que se precisen y por cualquier procedimiento que permitan las nuevas tecnologías durante 24 horas y sin autorización judicial alguna. De paso encorseta a la justica obligándola a cumplir plazos de seis meses en causas ordinarias y dieciocho para los sumarios más complejos pero sin dotarla de más medios humanos y materiales. Se confiere así el Gobierno una autoridad desmedida que, sin los controles independientes necesarios, se convierte en un instrumento de poder antidemocrático de primer orden. Será el Gobierno quien decida a quién y de qué manera intervenir y una simple argumentación de excepcionalidad y de calificación de especial gravedad le permitirá vigilar a contrarios políticos, organizaciones sociales o ciudadanos de a pié, quebrando el derecho constitucional que garantiza la confidencialidad en las comunicaciones. De lo más democrático.

Con la excusa de que «la seguridad es un requisito previo para la libertad», el PP insiste una y otra vez en atacar a la línea de flotación de la democracia. Pretende vendernos la renuncia a la seguridad constitucional, que garantiza los derechos fundamentales, como coartada para aceptar una seguridad policial domeñada.

Se diseña sin remilgos el dominio del Gobierno sobre una parte de la policía que, sin ningún tipo de filtros, amplifica sus acciones más allá del mantenimiento del orden y se convierte en un instrumento de control de la ciudadanía. La preservación del orden público sirve entonces de excusa para limitar libertades colectivas y derechos ciudadanos individuales. Y se prestarán a ello miles de funcionarios sumisos que, como desentrañó Hannah Arendt, se ampararán en la legalidad y actuarán en consecuencia. Pero todos habremos dado otro brutal paso atrás al aceptar que se nos recorten los derechos individuales con la excusa del bienestar común y al consentir a la policía convertirse en instrumento de sometimiento de sus conciudadanos. Y entonces adquieren todo el sentido los versos de Ana Pérez Cañamares («Esto no rima», E. Origami): «Hemos elegido perder eternamente/para no mancharnos las manos./ No parecemos reparar en/cómo se mancha la conciencia/ mientras nos quedamos quietos./ Cómo se llena de verdín/ y se hace resbaladiza».

Antonio Morales Méndez es alcalde de Agüimes.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.